¿Cómo ser feliz, ahora?

¿Cómo ser feliz en tiempo de tribulaciones? ¿Cómo no caer en la tentación de imitar al Diente de León –“Taraxacum officinale L.”- y abrirse cuando el sol está en su cenit y replegarse, y afearse, cuando arriba el ocaso? La respuesta a estos interrogantes no es fácil. Con toda lógica, el filósofo Pascal argumentaba: “Tengo mis nieblas y mi buen tiempo dentro de mí, lo bueno y lo malo de mis asuntos, y poco hacen”.

En esta cuestión, y en estos momentos, se relativizan las afirmaciones ciertas y permanentes, pero nada nos impide proponer algunas reflexiones. La primera puede que encierre en sí una contradicción: la constatación de la insuficiencia de la razón como instrumento de gestión y guía en determinadas situaciones. Como, por ejemplo, en esta que vivimos. Tiene la razón dos misiones en la naturaleza humana: moderar las pasiones y poner orden en el caos exterior que amenaza al individuo. Se supone que la mente es, además, la herramienta adecuada para identificar las causas y reducir las consecuencias de cualquier acontecimiento. El problema surge cuando se desconocen con certeza no solo de dónde llegan los tiros sino también la naturaleza del enemigo. Nace entonces el desconcierto, y con ello el miedo, la incertidumbre ante el peligro, la incógnita de los medios que hay que utilizar para la victoria en la guerra. Es el momento en que el ser humano muestra su cara más débil, su indefensión ante los fenómenos externos, sea una catástrofe natural o sea un virus. La razón es un buen instrumento para enfrentarse al azar y al miedo. A lo largo de los siglos ha sustituido a la fe en este cometido. Pero, como asegura el filósofo Emilio Lledó, con la incertidumbre presidiendo todo no puede desarrollar su potencial. Su alcance es el largo plazo, en el corto en ocasiones es derrotada por la contingencia. Emerge en ese instante el peligro de que las justificaciones irracionales asuman el papel de la inteligencia y atribuyan a castigos divinos, presencia de extraterrestres o teorías conspiratorias lo que simplemente es la constatación de que los estragos, las catástrofes, los accidentes, el mal, forman parte de la existencia humana, y que la propia vida lleva marcada como una filacteria en sus genes su propia caducidad. Hay que ser capaces –intentar ser capaces- de abrazar la existencia con todos sus perfiles para intentar ser felices. Es la alegría de vivir como sustancia, ajena a los accidentes, a las circunstancias, a las contingencias, que desde luego interrumpen su despliegue pero que no deben anularla por completo para que después surja con más fuerza. El hombre moderno parece que vive en una ficción continua en el que el propio ombligo es el punto de partida y en ocasiones su máximo horizonte. Vivimos en la apoteosis del deseo que busca su realización en el plazo más corto de tiempo, de la superficialidad, de la estética por encima de la ética; imbuidos por un pensamiento posmodernista que prima la ñoñería individualista ante lo cívico o lo social. Y es curioso cómo este modo de vida ha sido asumido por “anarcofachas”, progres y “bohopijos” que sostenidos en su nube particular navegan por encima del mal como si este no fuera consustancial con la naturaleza humana.

En plena apoteosis de lo virtual, de lo tecnológico, cuando pensábamos que el fin del mundo vendría por un virus inoculado por un hackers que abriría las compuertas de presas y se inundarían las ciudades, que activaría botones nucleares o dejaría al planeta sin luz o sin dinero, descubrimos que somos materia corpórea y que la naturaleza sigue siendo nuestra aliada pero también nuestra enemiga.

En el otro polo del posmodernismo, el filosofo francés Clement Rosset (1939-2018), en su libro “Lógica de lo peor” (El cuenco de plata, 2013), repasa la obra de escritores como Lucrecio, Pascal, Montaigne o Nietsche y cómo se atrevieron a poner en primer plano lo negativo del mundo y a reflexionar sobre ello. El propio Voltaire evidenció la existencia del mal en la vida de los humanos y la necesidad de convivir con ese riesgo si se quiere sobrevivir con decoro. Escribió un magnífico poema después del terremoto de Lisboa, de 1755, que por cierto tuvo efectos en Segovia, en donde destruyó la iglesia de San Miguel, en cuyo pórtico había sido proclamada Isabel como Reina de Castilla y de León.

La tesis de Rosset es sencilla: “estamos jodidos, seamos felices”. Hay que atreverse con lo peor y batallar con la alegría como fuerza mayor. La noche antes de escribir este artículo leí otro de sus libros, todavía sin traducción al español, que yo conozca: “L´endroit du paradis”, el lugar del paraíso. ¿Qué es lo que hace que la vida sea rica o pobre, loable o desgraciada? La propia alegría de vivir. La simple existencia, consciente de sus limitaciones, de sus contingencias, de sus accidentes, es en sí un gozo. Supone ello una teología laica, que sustituye –o complementa- a la fe y a la resignación cristiana y se sitúa en el polo opuesto al “Sentimiento trágico de la vida”, de Unamuno. “Estar triste es sentir que se existe menos”, escribió Spinoza. Aquiles, en el Canto XI de La Odisea, llega al Hades y es recibido como un dios. “Antes”, le dicen, “cuando vivías, los argivos te saludábamos como a una deidad, y ahora, estando aquí, imperas poderosamente sobre los difuntos”. “No intentes consolarme de la muerte, esclarecido Ulises”, contesta Aquiles, “preferiría ser labrador y servir (…) a un hombre indigente que tuviera pocos recursos para mantenerme, a reinar sobre todos los muertos”.

Es la celebración de la vida. Es la celebración de la vida en sí misma. Sin necesidad de situaciones positivas que la ensalcen –un buen vino, una puesta de sol desde el Pico del Lobo…- ni negativas que la enturbien. Si es posible con compañía. Si es posible con el Amor como compañía.