Sagrado Valle del Eresma

Cuando escribo este artículo, las sombras de la tarde caen sobre el Valle del Eresma. La gran mole de El Parral aparece ya iluminada para quien la observa desde el farallón calizo que en la Alta Edad Media protegió a los primeros habitantes de Segovia desde los romanos. La ciudad fue repoblada en 1088, pero estos pobladores primitivos se acercaron con sigilo en busca de la fertilidad de las aguas limpias del río, de los ríos. Y levantaron iglesias que después fueron monasterios, o iglesias más grandes, más robustas, más poderosas.

También está iluminado el monasterio de Santa María y San Vicente el Real. Pero esta tarde lo miro con otros ojos. Hace pocas horas que Marcelo Galindo me ha comunicado que las monjas del Císter se van; que interrumpen novecientos años de estancia en ese lugar. Y pienso que la historia, como tantas veces, vuelve a pasar página, y que a la postre, y es un consuelo, esta ciudad, esta provincia, está más hecha de ausencias que de presencias, y espero que -como ocurre en otros lugares de esta tierra- las huellas pétreas dejen poso para el futuro; poso de espíritu, de conocimiento, de memoria, que no otra cosa es el alma incluso para quienes no creen en la existencia del alma.

En pocas ocasiones el ser humano funda su existencia en la soledad. Existe un miedo atávico a la noche oscura del alma encerrada en sí misma, sin otro consuelo y compañía que el confinamiento interior. No es muy dada la naturaleza humana al alto vuelo, prefiere no despegar mucho la vista del terruño, aunque ello derive en una existencia alicorta. Tampoco es propicia a abandonar las relaciones con los congéneres: el ser humano es un ser relacional. Las tebaidas eremíticas duraron poco en la historia del Cristianismo, pronto fueron sustituidas por los cenobios, y más tarde por los monasterios. Al ser humano le perturba el aislamiento; sin embargo, en medio de nuestra ciudad, y en sus aledaños, existen unos seres apartados del mundo, ajenos al traqueteo de una civilización en la que están enclavados debido a los años que corren, pero a la que no pertenecen sino de una manera muy somera. Hacen del desasimiento regla de existencia, al estilo de los antiguos; camino de perfección; mística y ascética como forma de vida fuera de la vida.

Bendito valle el del Eresma, junto con el Duratón los dos valles sagrados de Segovia

San Vicente el Real está ubicado en un lugar privilegiado y con amplia historia tras de sí. En el friso de la iglesia hay una referencia del siglo XVII que testifica que allí, en ese mismo sitio, hubo antes un templo romano, bajo la advocación de Júpiter, que ardió en llamas. Se fecha el friso en 1676. Ya se sabe lo propicio que es el barroco a la exageración y a buscar ancestros en tiempos remotos. Diego de Colmenares remonta la fundación de Segovia a Hércules. La advocación de San Vicente se enmarca en época romana. Concretamente en las persecuciones de Diocleciano a comienzos del siglo IV. Murió el diácono Vicente en compañía de Valero, obispo de Cesaraugusta, en el 315, lo que hermana a Segovia con Zaragoza. No es extraño que no lejos del emplazamiento de San Vicente el Real existiera en tiempo de Colmenares una ermita dedicada a San Valero, y probablemente no es casualidad que nos sea cercano el nombre de Engracia –hermana de San Frutos-, otra de las mártires zaragozanas. Para venerar sus restos los Aragón, Juan II y Fernando el Católico, levantaron y dotaron el monasterio jerónimo que llevaría su nombre. Jerónimo, como el Parral.

Bendito valle el del Eresma, junto con el Duratón los dos valles sagrados de Segovia. Desde la ermita de San Valero hasta San Marcos, en esa segunda Segovia del Valle del Eresma, y junto con San Gil, San Lázaro, San Mamés, San Blas, la Vera Cruz, la Fuencisla, el Convento de San Juan de la Cruz, El Parral y Santa Cruz la Real. Lo explica Ildefonso Rodríguez y Fernández en un artículo publicado el domingo 21 de octubre de 1900 en el Diario de Avisos de Segovia, justo el día en que se abría de nuevo el culto en San Marcos. Para conocer la historia del Monasterio de Santa María y San Vicente el Real es imprescindible, sin embargo, leer el librito –pequeño en páginas, amplio en sabiduría- que publicó Antonio Ruiz Hernando y editó la Real Academia de Historia y Arte de San Quirce.

Bendita también la declaración en 1947, y como Paisaje Pintoresco, de las huertas y arboledas que circundan la hoy ciudad amurallada, que se yergue en el altozano. Ello ha protegido este enclave de la especulación. Era entonces director general de Bellas Artes el marqués de Lozoya. Se nota su mano en esta figura de protección como se notó en 1941, cuando la ciudad antigua fue declarada monumento.

Hablaba de llamas. Las llamas han sido una constante en este lugar, como si necesitara el fuego purificador a cada tanto. Un incendio destructivo permitió que en los comienzos del XVII –posiblemente entre 1617 y 1619- el gran Pedro Brizuela trazara una iglesia de cabecera plana y muros sin articulación, como gustaba a su clasicismo. Desde la llegada de las monjas cistercienses, allá por 1156, el monasterio ha estado continuamente habitado. Ni Napoleón ni Mendizábal pudieron con él. Tampoco las sucesivas plagas de peste, cólera, gripe o coronavirus. Ahora acaba con sus moradoras ese tirano que es el tiempo en los humanos, y novecientos años de historia quedan interrumpidos de golpe y producen el mismo dolor que un puñetazo de mármol en el pecho, cerca del corazón.