Segovia, Venecia y la tasa turística

En el verano de 2019, desde el ayuntamiento de Segovia se lanzó una noticia a modo de globo sonda: el deseo de establecer una tasa turística, que podría adoptar la forma de gravamen sobre las facturas abonadas por los visitantes que pernoctan en hoteles y hostales de esta plaza. La crisis pandémica se llevó por delante dicha propuesta; pero el debate quedó abierto. En las líneas siguientes, trataré de razonar cómo la prescripción anticipada por los munícipes debería evitarse.

Los servicios relacionados con el ocio tienen una elasticidad-renta muy elevada. ¿Qué quiere decir esto? A medida que aumenta el ingreso per cápita, la demanda de viajes y turismo se expande en grado más que proporcional respecto a la tasa de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB). Por eso, tantos aeropuertos internacionales se han quedado pequeños en las últimas décadas, debiendo ser ampliados o sustituidos por una nueva infraestructura.

Un número ascendente de visitantes deviene en sobrecarga; y muchos lugares pueden llegar al borde del colapso. Aumento del consumo de agua —recurso escaso— y proliferación de basuras son problemáticas ambientales en destinos de sol y playa. Los problemas de orden público podrían sumarse, junto a la penalización adjudicada a la imagen de marca en municipios como Magaluf —no hay inglés que desconozca este nombre—. Ante una oferta desbordada de servicios públicos, tuvo sentido que, hace años, el gobierno autonómico de Baleares fuera pionero en España al establecer una tasa turística —después suprimida— como la proyectada en Segovia. No obstante, hay una diferencia fundamental entre ambos casos: los turistas pernoctan en Mallorca, un territorio insular, durante varios días —al menos—; pero una minoría exigua lo hace a los pies del acueducto.

Las externalidades negativas se acumulan, es decir, los perjuicios ocasionados por visitantes sobre vecinos, en ciudades catalogadas como Patrimonio de la Humanidad, máxime cuando se encuentran a las puertas de una zona metropolitana como Madrid. La turistificación conlleva destrucción del pequeño comercio y expulsión de población autóctona en cascos históricos.

¿Qué medidas se pueden adoptar para corregir estos desequilibrios? Desde el enfoque de la regulación, se prohíbe, obliga e impone. Por su parte, las políticas de incentivos son menos distorsionantes: el coste externo, generado por el agente, queda internalizado vía quien contamina, paga. Una vez corregidos el fallo de mercado y la estructura de precios, los individuos —tales como los turistas— son libres de elegir cómo maximizar su utilidad.

Desde hace muchos años, Venecia está desbordada por hordas de turistas. Un fenómeno que ha provocado el despoblamiento de este Patrimonio Mundial, reconvertido en parque temático. La vulnerabilidad ambiental del ecosistema, que tiende a hundirse, complica la situación. Por ello, su ayuntamiento ha sido pionero en adopción de medidas de contingencia. El resto de Europa tomará nota del casus belli de la ciudad ducal.

En el tiempo previo al confinamiento por coronavirus, se optó por la opción regulatoria, como solución frente a la avalancha de turistas: la colocación de un torno que limitaba el acceso de visitantes al casco histórico con canales surcados por vaporettos. Cómo el futuro era anticipado por Jonathan Swift en Los viajes de Gulliver, uno de los libros de la Humanidad. La llegada del gigante promovió una afluencia desmedida de público a la capital del país de los liliputienses. Por ello, se decretó la prohibición de poder efectuar una segunda visita.

Una vez superada la crisis por covid-19, una medida de incentivos ha entrado en vigor. La aplicación de una tasa variable, equivalente a la compra de entrada para ese museo al aire libre llamado Venecia, que solo deben pagar los visitantes que no pernocten en la ciudad, quienes representan en torno al ochenta por ciento de todo el flujo turístico —estarán exentos los residentes en el Véneto—. Se deberá realizar una reserva previa; y abonar entre 3-10 euros, en función de la demanda del día en cuestión. Un mecanismo de autorregulación.

Si salvamos las distancias —la ciudad de Canaletto es mito de Occidente—, los paralelismos con Venecia resultan evidentes. La medida adoptada por los italianos parece sensata; mientras, las ideas del gobierno municipal de Segovia apuntaban en sentido opuesto. La limitación de la tasa a clientes de establecimientos hoteleros tiene lectura única —que paguen justos por pecadores—; y crearía un incentivo perverso para no pasar la noche en este destino.

¿Cuántas veces hemos escuchado la misma cantinela? El desafío local para incrementar las pernoctaciones, en tanto el grueso de turistas apenas pasa unas horas en Segovia, tendencia agudizada desde la inauguración del AVE, con la hora de Cenicienta anticipada hasta las cuatro de la tarde en muchas ocasiones. En el mercado internacional de excursiones, Segovia equivale a un tour de media jornada —aunque no nos guste—. Un turismo de bajo coste resulta mayoritario, demandante, en el mejor de los casos, de comida rápida.

Por el contrario, los usuarios de hoteles suelen realizar visitas más serias y sosegadas, con un gasto per cápita mayor. Un público formado, entre otros, por alemanes o franceses de edad madura y nivel cultural alto. Cuántas veces se encuentran, a la puerta de algún alojamiento, libros y guías sofisticadas de atracciones específicas como el Monasterio de El Parral. ¿Sería justo castigar con un impuesto a estos embajadores del turismo cultural? Yo voto en contra.

Un caso único lo encontramos en Nepal. La zona metropolitana de la capital, Katmandú, incorpora tres ciudades con rango de Patrimonio de la Humanidad. La tasa aplicada resulta excesiva: el acceso a la plaza mayor de cada uno de los municipios exige la presentación de un carné con foto, previo pago por todos los visitantes extranjeros de diez dólares (2017). Yo conservo mis tres tarjetas identificativas, que me costaron un total de treinta dólares.