La organización del mundo del hampa en la Comunidad y Tierra de Segovia durante la Edad Moderna

La Antropología es la ciencia que estudia los aspectos físicos y las manifestaciones sociales y culturales de las comunidades humanas. Sin duda alguna, el estudio de la vida cotidiana del pasado, incluida la delincuencia, es una de las mejores fuentes de información a las que pueden recurrir los antropólogos.

En artículos anteriores nos hemos ocupado de la delincuencia cotidiana en Segovia, de la reconstrucción procedimental de los diferentes pleitos y de la aplicación de la Justicia ordinaria ejercida por los corregidores, sus tenientes y alcaldes ordinarios.

Tras estudiar 3.304 procesos celebrados durante el periodo de tiempo comprendido entre los años 1569 y 1830, llegamos a la conclusión de que el sistema penal era poco eficaz, de excesiva dureza y con frecuencia arbitrario. La lucha contra el delito se realizaba a través de la represión judicial—pues no podía ser de otra manera—, ya que detrás de todo ello estaba la violencia estructural de la sociedad. Como dice Cervantes en su Rinconete y Cortadillo: «una organización del hampa, jerarquizada dentro de una sociedad de delincuentes, caracterizada por el amparo mutuo entre sus miembros». Aquellos que se formaban en la “Universidad del Azoguejo”, pícaros de toda especie y condición. Se trataba de figuras truhanescas y aventureras que vegetaban a la sombra del Acueducto, pícaros nacidos de la convivencia de la miseria y la prosperidad. Criminales sin escrúpulos, rameras, alcahuetas, simples rateros y, en algunos casos, gentes que luchaban por sobrevivir, aunque sus ocupaciones no fueran ni ética ni moralmente dignas de ejemplo; gentes que vivían con lo puesto, a pesar de trabajar, algunos de ellos, interminables jornadas de hasta quince horas diarias. Mundo de pícaros, pero también de los que llevaban una vida cotidiana miserable, de los que no tenían más que lo que portaban encima, de los que iban por la vida con una mano delante y otra detrás, pero que, al igual que los miembros de las más altas capas de la sociedad, también tenían sentimientos —buenos y malos— y vivían con intensidad el día a día, pues para ellos solamente había pasado y presente, pues carecían de futuro. Y esto era así, porque la Ley y la Justicia no eran iguales para todos.

En una sociedad estamental no todas las personas tienen los mismos derechos y obligaciones. La Ley y la Justicia eran ejercidas por miembros del estamento superior y esto provocaba que los pertenecientes a dicho estamento fueran personas privilegiadas. El comportamiento y el trato hacia los privilegiados era totalmente distinto al que se observaba con los miembros de las clases bajas de la sociedad. A este respecto, resulta ilustrativo el comentario que hace Alonso, “el donado hablador”, a propósito de la actuación de los servidores de la Justicia. Alcalá Yáñez, en su citada novela picaresca, pone en boca de Alonso:«que en ocasión de un enredo o quimera entre vecinos, y ante la llegada del teniente de corregidor, acompañado de los alguaciles, el que más y el que menos se escabullía para no tener ningún tipo de relación con la Justicia», pues según él, todos salían perdiendo sin excepción, ya que la primera medida a tomar era la de trasladarlos a la cárcel. Después, ya veríamos quién salía y quién se quedaba en ella.

El estudio de los diferentes pleitos civiles, penales y ejecutivos nos ha permitido conocer de primera mano la vida cotidiana en Segovia durante la Edad Moderna, ya que las causas que llevaban a los segovianos ante la Justicia bien podían ser por deudas, como consecuencia de las relaciones sociales y económicas, por pleitos relativos al honor, por la comisión de delitos de abusos o por escándalo público. Dentro de los delitos contra las personas podían ser por agresión, por robo, por motivación sexual, por malos tratos en el hogar y los que tenían como resultado la muerte de las personas. También se iba ante la Justicia por causa de las herencias o motivos religiosos, además de por otras causas tan variadas que hacen muy difícil su tipificación.Tras un proceso de simplificación de todas las causas, podemos resumir en 1.880 delitos económicos (51,26%); 530 delitos contra las personas (14,45%); y 1.288 delitos de carácter social (35,12%). Por tanto, podemos concluir que los delitos cometidos por auténticos delincuentes, es decir, por marginados sociales, se reducen a menos del 15% del total, lo cual quiere decir que el 85% restante eran cometidos por gente integrada en la sociedad, artesanos, burgueses e, incluso, miembros de la nobleza, como consecuencia del incumplimiento de las relaciones propias de la vida cotidiana.

Sin duda alguna, los delincuentes más peligrosos eran los bandidos, es decir, individuos que reunidos en bandas más o menos numerosas asaltaban a las gentes en los caminos para robarles todas sus pertenencias. En caso de resistencia, no dudaban en asesinar a sus víctimas. Estos bandoleros representaban a lo peor de la sociedad: gentes sin escrúpulos dispuestos a robar, violar y asesinar, organizados jerárquicamente y liderados por verdaderas “alimañas”, faltos del menor atisbo de moralidad pero no carentes de inteligencia natural. Solían actuar en zonas boscosas, intrincadas, en las que, después de cometido su delito, les era fácil emprender la huida. Para poder evadirse de los alguaciles o de las patrullas de vecinos que les perseguían, solían separarse y de este modo dispersar a sus perseguidores. Quizás por eso no hemos encontrado ningún pleito en el que se juzgue a una banda de delincuentes, pues en caso de apresar a alguno de ellos, siempre se trataba de uno o dos individuos a lo sumo. En el supuesto de que se produjera la detención de alguno de ellos, el castigo solía ser muy riguroso. En caso de no haber habido derramamiento de sangre, la condena a 10 años a galeras solía ser la más habitual. Si por el contrario hubieran asesinado a alguna de sus víctimas, la pena de muerte en el patíbulo sería su destino más inmediato. Esto en el caso de que no hubieran sido abatidos en el momento de su detención, que también solía ser muy habitual.

Precisamente, uno de los artículos tratados antes que éste se ocupó de relatar las andanzas del legendario bandido segoviano Cándido Villagroy, maestro en los gajes del “oficio” del famoso bandido madrileño Luis Candelas, pues se sabe que compartieron celda en la cárcel de Segovia, precisamente cuando éste último comenzaba su carrera delictiva y aquél ya era un facineroso experimentado. Curiosamente, este tipo de delitos proliferó a partir de la Guerra de la Independencia, pues muchos guerrilleros y soldados, después del conflicto, al no encontrar acomodo en la sociedad, aprovecharon su experiencia y su falta de escrúpulos para vivir al margen de la ley. En Segovia, a finales del siglo XIX, seguían siendo noticia las correrías del famoso bandido apodado “el Tuerto del Pirón”. Pero esto no quiere decir que no los hubiera en épocas anteriores, pues en Segovia y su provincia actuó Bartolomé Palomo: jugador de ventaja, fullero, delincuente nómada actuando en grupo o en solitario y asesino si la ocasión así lo requería. Conocido como “el hombre del capote verde”, natural de Santa María la Real de Nieva, que después de toda una vida dedicada al latrocinio, murió en el patíbulo tras ser juzgado por la comisión de un robo sacrílego.

En mi novela titulada: Robo Sacrílego en Segovia. Real y Verdadera Historia del Pícaro Pintor y del Hombre del Capote Verde, se ejemplifica la variada delincuencia de finales del siglo XVI, tanto al peligroso bandido rural e itinerante, como al malandrín urbano, pobre miserable obligado por la necesidad a desenvolverse en un mundo de pícaros cuyas actuaciones delictivas rayaban entre los límites del bien y del mal.

Esta novela está basada en un caso real, cuyo pleito se puede encontrar en el protocolo nº. 568 del Archivo Histórico Provincial de Segovia. En ella se relata que el día primero de octubre de 1590 se produjo el robo de una lámpara de plata en la Catedral. Un delito de estas características llenó de una zozobra indescriptible las mentes de las gentes de bien de nuestra ciudad. Ante la preocupante falta de noticias sobre los autores del robo, la autoridad judicial necesitaba encontrar un culpable para que se calmaran los ánimos de los ciudadanos. Hernando Martínez, pintor de profesión, que trabajaba con el reconocido artista segoviano Alonso de Herrera, fue la víctima propiciatoria dada su disipada y mala vida, plagada de latrocinios y lenocinios que le hacían merecedor de un extenso historial delictivo.

Tras la lectura de los mil quinientos folios que conforman el proceso, nos vamos informando del mundo delincuencial segoviano, tanto del verdaderamente peligroso: el de los asaltantes de caminos, como del propio de los pícaros de andar por casa. A lo largo de estas páginas van desfilando alcahuetas, receptoras de productos robados o peristas, como María de Vergara o Francisca Alonso; vendedoras de dichos productos, como Antonia de Palacios o María Ortiz de Obaldía; rufianes como Hernando Martínez, ladrón y proxeneta, quien además daba seguridad al grupo; escaladores y ladrones de poca monta, Juan de Cortázar o Pedro Rodríguez; y jóvenes prostitutas, tanto locales como foráneas, que eran ofrecidas a “domicilio” por María de Vergara a todos aquellos que solicitasen sus “servicios”.

La “cofradía” liderada por María de Vergara reclutaba a sus colaboradoras entre sus vecinas y amigas, al mismo tiempo que no dudaba en utilizar niños y niñas si con ello conseguía mejores resultados en sus corruptos negocios. Su descaro era tal que ella misma se declaraba benefactora de toda clase de mujeres descarriadas y prostitutas de diversa índole y condición, que recogía en su casa con el fin de engrosar las filas de los componentes de tan denigrante organización.

Las distintas categorías delincuenciales, en las que están catalogados los componentes de los bajos fondos segovianos, obedecen a un orden jerárquico —de menor a mayor categoría— dentro de este mundo de la picaresca. “Devoto” se denomina a un rufián de poca monta, especializado en el robo de los cepillos de las iglesias; a los que escalan casas para desvalijarlas se les conoce como “grumetes”; a los especializados en abrir toda clase de puertas haciendo uso de ganzúas, se les denomina “apóstoles” —por eso de llevar un manojo de llaves, como san Pedro—; y “capeadores” a los que dejan a los transeúntes sin sus capas en un abrir y cerrar de ojos. Y si nos referimos a los delincuentes de mayor categoría, tenemos que hablar de los “jácaros” o “rufos”, verdaderos matones y asesinos, es decir, sicarios dispuestos a asesinar a sueldo o a propinar palizas por encargo con cuchilladas incluidas, con el fin de amedrentar al que, por encargo de otro, se les haya encomendado. Estos últimos suelen vivir como proxenetas a costa de las rameras que tienen a su cargo, valiéndose de este tipo de relaciones para hacerse pasar por maridos deshonrados y así exigir reparación al incauto que haya yacido con su pretendida esposa.

Dentro de esta escala de valores, las penas más rigurosas estaban destinadas a los bandidos rurales y a los jácaros o rufos urbanos. La cárcel no era un establecimiento penitenciario para cumplir condena, sino un lugar en donde tener a los acusados en espera de juicio. El castigo no consistía en cumplir una pena de cárcel sino en la imposición de multas, en los casos más leves; condenas de destierro de la ciudad por cierto número de años, si la conducta antisocial así lo aconsejaba; cierto número de azotes y exposición a la vergüenza pública, en casos más serios; y en los casos más graves, la condena como galeote o en los presidios a trabajos forzados. Por último, la pena de muerte para los más despiadados asesinos y sacrílegos.

La vida daba pocas ocasiones a los miserables, por lo que no era cuestión de dejarlas pasar. Esta era la sociedad de la picaresca. Las leyes eran las leyes de los ricos y eran de obligado cumplimiento para los pobres, pues los pudientes a veces se eximían entre ellos de su acatamiento. Quizás por ello, los pobres tenían también su propio código de conducta y el respeto a las leyes establecidas se debía al miedo al castigo, a la coerción, pero no a las leyes por el mero hecho de ser de obligado cumplimiento, pues estas leyes no estaban escritas para los que vivían sumidos en la necesidad.

A veces, cuando leemos las novelas picarescas del Siglo de Oro español, alabamos el ingenio de sus autores y nos maravillamos con las ocurrencias de los pícaros para poder llevarse a la boca un pedazo de pan. Pero sin duda alguna, dichos escritores tenían el ejemplo en la propia vida cotidiana. La sociedad de los siglos XVI y XVII era una sociedad de pícaros. Las argucias y triquiñuelas, a las que tenían que recurrir los más miserables para poder ganarse el sustento, estaban a la orden del día. Se trataba de una forma de vivir. Sin escuelas públicas en donde formarse, desde niños aprendían toda clase de pillerías en la “escuela de la vida”. Era habitual que, en situaciones de falta de trabajo y por tanto de extrema necesidad, recurrieran a la comisión de pequeños hurtos con el fin de conseguir algo para comer y vestir.

Lo cierto es que muchos miembros de la sociedad, incluso entre los miembros de la burguesía industrial, eran benevolentes y comprensivos con estos delincuentes de inferior categoría. María de Vergara no estaba mal vista por el común de los vecinos, pues facilitaba encuentros sexuales a toda clase de personas y de cualquier condición: mujeres casadas y solteras, hombres casados y solteros, clérigos y frailes, pobres y ricos, y nobles y plebeyos.

La vida nunca ha sido tan fácil como en los tiempos en que vivimos. Y aún hoy, a pesar de ayudas y subvenciones, sigue habiendo pequeños rateros, prostitutas, bandidos —llama la atención la nueva delincuencia a través de la red de Internet— y hasta los más despiadados asesinos.

La condición humana es así.

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(*) Doctor en Historia por la UNED.