Ermita de la Virgen de la Cuesta, en Escobar de Polendos. / Guillermo Herrero

El campo segoviano, como el de cualquier otro lugar, se encuentra sacralizado por multitud de elementos perfectamente reconocibles; cruceros, ermitas o santuarios configuran el plano sagrado de un territorio a través no solo del propio edificio y sus elementos acompañantes (componente material), sino también a través de ciertos rituales y de ciertas leyendas (componente inmaterial) que otorgan al lugar un carácter privilegiado cuyo valor simbólico resulta innegable. Tal y como apuntara el antropólogo rumano Mircea Eliade es en ciertos ámbitos donde se manifiesta una hierofanía que puede ser de muy diversa naturaleza y que genera, por medio de determinados mecanismos, una apropiación simbólica del espacio cuya manifestación más evidente es la construcción de una ermita o un santuario, precisamente en el lugar donde lo sagrado cobra mayor intensidad. Fenómenos que el antropólogo William Christian, Jr. ha analizado con bastante profundidad a lo largo de su dilatada carrera, especialmente ciertas “apariciones” de imágenes —habitualmente de vírgenes— por parte de pastores o zagales e “invenciones” de imágenes que se han sucedido desde la Edad Media por los más variados motivos.

La erección de los edificios sagrados campestres segovianos suele responder a una serie de criterios que trascienden a lo religioso, de ahí que el carácter privilegiado de sus emplazamientos, casi siempre en lugares elevados, ricos en agua, rocas o pastos, que no han pasado desapercibidos desde hace siglos, ha primado, no por casualidad, sobre los motivos puramente devocional.

Para Sebastián de Covarrubias una ermita era “un pequeño receptáculo con un apartado a modo de oratorio y capillita para orar y un estrecho rincón para recogerse el que vive en ella el cual se llama ermitaño”; por su parte, el Diccionario de Autoridades se expresaba en similares términos: “edificio pequeño a modo de capilla u oratorio con su altar, en el cual suele haber un apartado o cuarto para recogerse el que vive en ella y la cuida”. Otras definiciones hacen especial hincapié en su emplazamiento; el Diccionario de la Real Academia Española define ermita como “(…) un santuario o capilla situado por lo común en un despoblado y que suele no tener culto permanente” y en la obra titulada España Eremítica, la ermita “puede ser todo lugar de culto, levantado en descampado, lejos del núcleo rural o ciudadano”. Se puede así subrayar que todos los textos coinciden en señalar como rasgos comunes en este tipo de edificios, el reducido tamaño de los mismos, dado el esporádico uso devocional así como su alejamiento de los núcleos poblados, si bien esta definición solo se acomoda para un determinado tipo de construcciones, pero no para todas ellas como podemos comprobar en un sucinto repaso por las ermitas segovianas. En este sentido, algunas de estas edificaciones campestres pasaron a convertirse con el tiempo en santuarios, bien por la fama de la imagen y la extensión de la devoción, bien por las dotaciones de los patronos que podían ser reales, aristocráticos o de determinadas cofradías o bien, incluso, por decisiones tomadas por la archidiócesis. Los santuarios así, en la mayor parte de los casos, solían tener su origen como un pequeño reducto cuasi-eremítico que pasaban a una categoría superior por los motivos expuestos.

Hay otros autores que anotan, al respecto, como los santuarios son templos que constituyen un grupo perfectamente diferenciado, ya que como las ermitas, son objeto de una especialización en la devoción religiosa derivado de la dedicación a un santo, a un Cristo o más comúnmente a la Virgen. En esencia y por lo que cabe suponer, los santuarios son ermitas que han adquirido una categoría religiosa mayor. Pasan a ser, además lugares de peregrinación en los que se practica un culto devocional más intenso controlado no solo por la autoridad eclesiástica, el obispado, sino también por una cofradía que regula las celebraciones —romerías, rogativas, colaciones, festejos, etc.— y el propio caudal de la imagen. A diferencia de las ermitas, sus áreas de atracción suelen propagarse por los términos del vecindario o municipio en el que se levanta, trascendiendo incluso la comarca o la región, alcanzando en algunas ocasiones la categoría de devociones de alcance nacional como la Virgen del Pilar, Covadonga, Guadalupe y Monserrat e incluso internacional, como ocurre con algunos santuarios fronterizos zamoranos compartiendo advocaciones marianas con la vecina Portugal. De ahí que algunos de los principales santuarios se encuentren en espacios liminares, y no solo naturales, como ocurre con el santuario de Nuestra Señora del Henar en el límite entre las provincias de Segovia y Valladolid. Por su morfología, los santuarios suelen ser construcciones de mayores dimensiones que las ermitas, capaces de acoger a un importante contingente devocional que acude a la romería, habitualmente peregrinos o romeros que, en las mismas fechas en cada año, conmemoran mediante una fiesta la devoción de la imagen titular, a la cual es habitual traer ofrendas o exvotos en señal de los favores concedidos. Aunque el origen de este tipo de construcciones suele ser diverso, ya que se relaciona comúnmente con la “aparición” o “invención” milagrosa de la imagen, muchas veces hallada por un pastor cuando se encuentra con su rebaño en el campo o un labrador abre la tierra con el arado, según comprobamos en el de la Virgen del Milagro de Hornuez o en el propio de Nuestra Señora de Nieva.

El origen de estos centros de devoción es, pues, diverso. En algunas ocasiones, se debe a hechos históricos importantes, tanto colectivos como individuales que, con el paso del tiempo se fueron revistiendo de un carácter legendario (apariciones, revelaciones, sueños, etc.) más allá de causas históricas o económicas que son las que, en origen, motivan la construcción del templo. Como apunta San José Alonso, “la idea fundamental del santuario presupone la unión de una imagen o reliquia con un lugar determinado”. Hay que advertir, según aseguran otros investigadores, como el lugar del santuario tiene prioridad sobre la imagen objeto de la devoción, hasta el punto de que “las imágenes cambian, el lugar no”. La permanencia en determinados lugares geográficos de la imagen y, en consecuencia, de la devoción, crea una serie de espacios sagrados dentro del paisaje, condicionado unas veces por la elección de sitios especiales (al pie de fuentes, peñas, árboles, grutas, etc.), bien visibles y conocidos por la colectividad, que están cargados de cierto dramatismo, lugar donde el contacto entre el hombre y lo sobrenatural puede ser profundo e inevitablemente íntimo; así mismo, hay construcciones que se levantan en lugares ancestrales, arqueológicos, siguiendo una práctica que parece responder a la cristianización y estigmatización de antiguos núcleos paganos.

A la hora de erigir un templo sagrado, especialmente si se encuentra en el medio agreste del campo, se concitan varios elementos fundamentales que configuran la creación de un paisaje sagrado. Apunta Francisco Henares que el nacimiento del espacio sagrado por medio de una leyenda da origen al culto de la Virgen o de algún santo, especialmente de la primera, que lo hace por hallazgo o aparición. En segundo lugar, es necesario seleccionar un entorno privilegiado para situar la aparición, ámbito que en el que suelen concitarse determinadas características topográficas, naturales o con especial significado histórico. También ha de existir una apropiación de la imagen (y del lugar) por parte de la comunidad, con el fin de crear vínculos no solo físicos, sino también afectivos. En cuarto lugar, la creencia y, por ende, la imagen y su espacio físico, ha de institucionalizarse a través del control por parte de la autoridad eclesiástica y, por fin, los posibles conflictos por la propiedad del santuario o ermita, muy comunes en los lugares liminales, se han de resolver por medio de determinados rituales y prácticas como son las romerías, las rogativas u otro tipo de manifestaciones como los traslados temporales de las imágenes a las parroquias de las poblaciones en conflicto.

Con estas premisas, es fácil apuntar como la construcción sagrada configura, en cierto modo, es uno de los elementos que más marcadamente modela el paisaje, no solo físico, evidente en la presencia de un edificio visibles (no siempre) y reconocido por toda la comunidad, sino también invisible (mental), a través de la creación de lazos afectivos con la imagen que suele ser la patrona, la protectora, individual y colectiva de las poblaciones a cuyos pies se ampara, donde los paisajes se configuran diacrónicamente.

Este modelo locacional queda perfectamente reflejado en las construcciones sagradas de la provincia de Segovia las cuales, como han apuntado los principales investigadores que han centrado sus miradas sobre ellas, exceden los tres centenares y dan idea del rico patrimonio que atesora el campo segoviano. Resulta complicado atender ahora a las razones íntimas por las cuales las ermitas, humilladeros y santuarios segovianos fueron erigidos en los emplazamientos en que podemos disfrutar de ellos; los humilladeros muestran un patrón más o menos similar en virtud del origen tridentino de todos ellos, momento en el que se generalizaron los recorridos penitenciales de Semana Santa y se delimitaron por medio de cruceros, viacrucis y un tipo muy sencillo de edificación dedicado a Cristo, a la Vera Cruz o Nuestra Señora de la Soledad, entre otras advocaciones, sustanciando un patrón de localización eminentemente peri-urbano en el quelas vías sacras o “territorios de gracias” que tan oportunamente describiera William Christian, Jr., sirven de nexo de unión entre lo urbano y el campestre.

La ubicación de las ermitas y santuarios segovianos se despliegan en esos dos ambientes –urbano y campesino- ocupando unos nichos territoriales netamente definidos en virtud de unos patrones muy específicos que casi siempre se alejan de la mera casualidad. Lo hacen, por ejemplo, la familia de los santos contra la peste –San Roque, San Sebastián y San Fabián- bien representados en Segovia en multitud de sencillas construcciones, la de los “santos de altura” —como San Jorge o San Cristóbal— o toda la pléyade de advocaciones de otros santos, muchos de ellos de origen medieval, que salpican todos los espacios del campo segoviano dando lugar a una densa malla de la que apenas escaparon algunas zonas escasamente pobladas. Todas estas construcciones fueron colonizando el espacio agrario cumpliendo una función muy concreta, profiláctica en la mayor parte de las ocasiones, que viene a representar la religiosidad local cotidiana de los pequeños núcleos rurales segovianos a través de determinados rituales y prácticas campesinas de protección, acciones de gracias o ritos petitorios (de lluvia por ejemplo).

Ermitas y santuarios campestres ocupan, pues, aquellos espacios privilegiados que mencionábamos, territorios donde su apropiación simbólica se materializa a través de estos fenómenos de aparición o invención e incluso de reinterpretaciones de cultos paganos; determinados rituales y prácticas específicas vienen a resolver algunos conflictos de la comunidad siguiendo principios de congregación simbólica. Montes o altozanos destacados (ermita de San Antonio del Cerro en Navas de San Antonio), lugares ancestrales sancionados mediante la erección de una construcción sagrada (Ermita de Nuestra Señora del Tormejón, ermita de Nuestra Señora del Castillo de Bernardos), ciertas rocas o espeluncas (Nuestra Señora de la Fuencisla en Segovia; Nuestra Señora del Pedernal en Basardilla), fuentes (ermita de Siete Fuentes en Marugán), espacios de pastos (ermita de Nuestra Señora del Bustar en Carbonero el Mayor), caminos ganaderos (Cristo de los Pinares) o límites (Nuestra Señora del Henar), acotaron simbólicamente las zonas más agrestes, ámbitos donde se revierte el orden campo-ciudad en ciertos momentos del año y donde se da pleno sentido a la ritualidad campesina que ha marcado buena parte del calendario tradicional hasta nuestros días.


(*) Antropólogo.