Retrato de Diego de Covarrubias. El Greco. / E.A

El fundamento de la importancia de los letrados en la Monarquía Hispana de Felipe II fue el traslado del saber universitario al ejercicio administrativo cotidiano, tarea en la que destacó el Doctor Diego de Covarrubias y Leyva. Su trayectoria no solo unió la creación e interpretación teórica en el orden jurídico y la tarea judicial y administrativa, sino que adaptó su universidad materna, la Universidad de Salamanca, al proceso de consolidación y expansión de la monarquía, dado que contribuyó a colocarla bajo su control y tutela. En cualquier caso, esta interdependencia entre universidad y administración no dejaba de ser lógica, puesto que la primera ofrecía los mimbres teóricos a partir de los cuales se articulaba la práctica cotidiana del letrado en las diferentes instituciones (Consejos, Audiencias, etc.).

Con ser importante, tan exigente tarea no agotó la ocupación del célebre jurista, cuyas órdenes sacras orientaron una carrera ascendente en el orden temporal al ejercicio simultáneo de dignidades eclesiásticas, culminada por el obispado de Segovia. La acumulación de esta mitra con la presidencia del Consejo Real, a la que accedió en 1572, le convirtió en protagonista indispensable de la aplicación en Castilla de la reforma acordada en el Concilio de Trento, al que había acudido. Con ello, se pudieron apreciar las limitaciones recíprocas propias de una doble obediencia, en la que la iniciativa política y administrativa derivada del desempeño de un cargo de primer orden como era la presidencia de Castilla, podía verse limitada por la posesión de sus órdenes sacras. Ello, en un contexto (la década de 1570), en la que se configuraba una disputa política entre la Monarquía Hispana y la Sede Apostólica en torno a la conducción y orientación de la reforma de laicos y eclesiásticos, derivada de la aplicación de los decretos conciliares. Tan transcendental fue esta disputa que fue el vector que definió entonces las fidelidades y alianzas de orden político, que tomaron la forma de grupos de poder.

Si se atiende a su origen familiar, la posición de partida de Diego de Covarrubias era ventajosa. Nieto de Hernando de Covarrubias, criado de los Reyes Católicos, e hijo del afamado arquitecto Alonso de Covarrubias y María Gutiérrez de Egas, era un entorno propicio para alcanzar las aulas universitarias. Matriculado en utroque iure (Derecho Civil y Canónico) en octubre de 1527, en adelante tuvo una intensa relación con las grandes figuras docentes salmantinas, Martín de Azpilicueta (el famoso Doctor Navarro) y Francisco de Vitoria, cuyo magisterio se apreció en los escritos que no tardaría en publicar. Estas relaciones influyeron en la sustitución de la cátedra de Cánones de Fernando Bello en 1538, a la que siguieron otras en propiedad, ya como colegial de Oviedo y Doctor en Cánones (1539).

Una prometedora carrera universitaria tuvo confirmación con su nombramiento como oidor de la Chancillería de Granada y la consagración como obispo de Ciudad Rodrigo (1560), bajo el amparo del grupo de poder ebolista. Como tal, sometería a inspección la Universidad de Salamanca, en la que mezcló experiencia personal y contexto político-administrativo para, mediante los estatutos resultantes de su tarea, perfeccionarla como la fábrica de letrados que la naciente monarquía hispana necesitaba, bajo el control del Consejo Real. Que quedó así convertido –en opinión de Richard Kagan- en promotor de reformas, garante de los estatutos universitarios, tribunal de apelación de la jurisdicción universitaria, e incluso órgano de selección del profesorado y regulador de la vida estudiantil.

Diego de Covarrubias, Obispo de Segovia y Presidente del Consejo Real
Universidad de Salamanca. / E.A

Actuación en el Concilio de Trento

La permanencia de Covarrubias en la Corte, para asistir a la sentencia en el Consejo de la visita de la Universidad, le permitió seguir de cerca el asunto que entonces atraía la atención general, la reanudación del Concilio de Trento. La clara enunciación de los derechos reales en materia eclesiástica realizada en las obras que ya por entonces había publicado (por ejemplo Practicarum quaestionum liber unus, Salmanticae, excudebat Andreas a Portonariis SCCM Typographus, 1556), convirtió su presencia en la tercera y definitiva asamblea del Concilio en muy oportuna para los intereses de la corona. Una vez en ella (1563), se encontró con una asamblea polarizada entre la Sede Apostólica (reticente a novedades que hicieran peligrar su primado) y los poderes temporales, que deseaban convertir la reforma eclesiástica en pretexto para consolidar su autoridad. Ante ello, optó por la moderación formal, sin renunciar a la defensa de los principios políticos del grupo episcopal español comandado por el combativo Pedro Guerrero, arzobispo de Granada, patentes en la defensa del origen divino del orden y residencia episcopales y de la extinción de los privilegios capitulares.

Su intervención tuvo especial relevancia en los momentos finales del Concilio, cuando redactó junto al obispo de Lérida Antonio Agustín uno de los cánones posteriores a la última sesión, ante la resistencia a suscribirlo del Conde de Luna, embajador español. Formalmente, ese canon era una invitación para que los príncipes protegiesen las decisiones doctrinales del Concilio y favoreciesen su observancia, pero quedó sometido a interpretaciones variadas que, en el fondo, reflejaban la disparidad de criterio entre Roma y los poderes temporales, en defensa de la posición propia. Si desde la perspectiva papal, lisa y llanamente, se comprometía a los príncipes en la promoción y cumplimiento de los decretos conciliares, desde el punto de vista temporal asomaba la posibilidad de consolidar un poder puesto en muchas ocasiones en entredicho, mediante la tutela interesada del eclesiástico.

Obispo de Segovia. Una diócesis en el entorno cortesano

La eficaz tarea de Diego de Covarrubias en el Concilio de Trento se tradujo a su conclusión en la promoción a la mitra de Segovia (3 de julio de 1564). Era una diócesis cuya ubicación e importancia colocaba a Covarrubias en el entorno cortesano, pero si este hecho no se tradujo en un impulso político más decidido fue por su distancia con el patrón que entonces dominaba la Corte, el presidente de Castilla e Inquisidor General Diego de Espinosa, al que dediqué mi colaboración anterior en El Adelantado. Ni el gran aprecio que se tenía por Covarrubias en Roma, ni la moderación que mostrara en el Concilio congraciaban con el militante confesionalismo hispano conducido por Espinosa. Por ello, una vez concluido en marzo de 1566 el Concilio Provincial toledano que debía recibir los decretos tridentinos, se recluyó en su diócesis, donde protagonizó agrias disensiones con el cabildo catedralicio, comunes en la España moderna. Su distancia con el poder en ese momento se apreció en el oficio del Cardenal de Sevilla en la boda real entre Felipe II y su sobrina Ana, en 1570, pese a celebrarse en el Alcázar de Segovia. Incluso en la primavera de 1572 se sopesó su envío a Roma para instruir a un viejo conocido, el papa Gregorio XIII, en la causa pendiente de Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo acusado de herejía. Si bien terminó encargado de una inspección (visita) al monasterio de las Huelgas.

La presidencia del Consejo Real de Castilla

Durante este encargo, el fallecimiento de Espinosa (5 de septiembre de 1572) propició el paso de Diego de Covarrubias a la presidencia del Consejo Real de Castilla. En prueba de los rápidos cambios políticos en la Corte, la simpatía que su perfil moderado e integrador despertó en la Sede Apostólica se extendió al propio rey, que había tomado distancia con el radicalismo y ortodoxia de Espinosa en la imposición de su programa político. Junto con ello, el conocimiento adquirido por Covarrubias sobre el procedimiento del Consejo Real, visible por ejemplo en sus Variarum resolutionum (1ª ed., 1552), así como la útil confusión entre delito y pecado que se deducía de sus opúsculos penales, que le hacía idóneo para coordinar la política de reformación de costumbres derivada de Trento, fueron factores que llevaron a Felipe II a situarle en la presidencia del Consejo Real. La multiplicación de los roces con la Sede Apostólica hizo ver al rey la conveniencia de situar al frente del Consejo un letrado más flexible, capaz de una práctica confesionalista más suave. Con ese propósito, se dieron a Covarrubias unas precisas instrucciones que encauzaban su actuación de manera estricta respecto a su antecesor, mientras Gregorio XIII sentía alivio al conocer que la vacante de Espinosa no era ocupada por un letrado hostil (como el Doctor Velasco), sino por el compañero que le ayudara en la tarea reformadora en el Concilio.

Este perfil provocó que en su nuevo destino Covarrubias se alejase de los herederos políticos del Cardenal Espinosa y se aproximase al grupo que se iba vertebrando en la Corte hispana en defensa de los intereses del Pontífice. No en vano, sus obras también ofrecían principios acordes con estos últimos, dado que para Covarrubias el poder espiritual y el poder temporal eran independientes, pero el Papado conservaba la potestad de decidir cuándo era necesario aplicar el poder temporal de un rey para el buen régimen de la Iglesia Católica. Los reinos cristianos constituían para él una comunidad natural de pueblos, orgánica e igualitaria en el orden temporal, pero subordinada al pontífice en el orden espiritual, ideas que hicieron muy elocuente su acceso al Consejo de Estado.

Diego de Covarrubias, Obispo de Segovia y Presidente del Consejo Real
Sepulcro de Diego de Covarrubias. / E.A

En la presidencia, Covarrubias, además de desatender desde bien pronto la llamada a la ecuanimidad en la provisión de plazas formulada por el rey, como demostró la designación para el Consejo de su propio hermano, el licenciado Antonio de Covarrubias (1573), supo conciliar el despacho del organismo con el estudio y la investigación, que, en palabras de González Dávila, no abandonó ni “en el golfo de los negocios y gobierno del mundo”. La fase final de su presidencia acogió notables progresos del grupo de poder heredero de Espinosa, que dieron contexto al traslado de Covarrubias a la sede episcopal conquense. En respuesta, la Sede Apostólica formuló nuevas exigencias jurisdiccionales, en relación con las rentas de la sede toledana vacante y los expolios del propio Covarrubias, fallecido el 27 de septiembre de 1577, mientras se desplazaba a tomar posesión de su nueva sede. Su refinado sepulcro estuvo inicialmente situado en el trascoro de la catedral de Segovia, si bien, sin salir de ella, fue posteriormente trasladado a la capilla del Cristo del Consuelo. La mano maestra de El Greco nos dejaría un retrato póstumo del letrado, encargo de Pedro Salazar de Mendoza (c. 1586-1600), a partir de otro al natural obra de Alonso Sánchez Coello.


(*) Investigador (IULCE-UAM/CEDIS-UNL).