Calvo-Sotelo, el legado de un político culto

Hoy se cumple el décimo quinto aniversario del fallecimiento de uno de los presidentes del gobierno de la Transición menos conocidos entre los jóvenes pero cuyas decisiones estratégicas marcaron profundamente el desarrollo de lo mejor de nuestro sistema político constitucional, así como el anclaje de España en el mundo que por tradición, intereses y derecho, nos correspondía. Me refiero cómo no, a Leopoldo Calvo-Sotelo Bustelo, ministro en diversos gobiernos de la Transición y sucesor en la presidencia del Gobierno de Adolfo Suárez. Porque su corto mandato de apenas dos años (1981-1982) y el hecho de haber sido un paréntesis entre dos grandísimos estadistas como el ya citado Suárez y Felipe González, hacen que tendamos a olvidar un mandato -que no por temporalmente corto- fuera menos importante.

Porque suceder a Adolfo Suárez, en medio de una crisis económica, con un grupo parlamentario con amenaza constante de ruptura y tras un golpe de Estado no fue una tarea fácil para Calvo-Sotelo. Tuvo claro que su mandato debía pivotar sobre tres ejes estratégicos cuyos efectos seguimos disfrutando los españoles: la consolidación democrática y supremacía del poder civil sobre el militar, el ingreso de España en la OTAN como paso previo para pertenecer a la Comunidad Económica Europea y el establecimiento de cierto orden en los procesos autonómicos a través de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico, conocida como la LOAPA.

Tras tu tormentosa investidura y la “reducción a términos de normalidad” del problema castrense por su ministro de Defensa Alberto Oliart y director del CESID, Emilio Alonso Manglano, Calvo-Sotelo más que el ruido de sables, lo que le preocupaba era el “ruido de tenedores” en clara alusión a esa costumbre tan castiza de la conspiración en los manteles de los restaurantes y que tanto sufrieron él y Adolfo Suárez. Cuando los miembros del ‘Cuadrilátero’ (Cavalcanti, Saro, Dabán y Berenguer) se reunían con Miguel Primo de Rivera en los preparativos del pronunciamiento que este año cumple su centenario y ante la incorporación a la reunión del ayudante de Cavalcanti, el Capitán General de Cataluña le saludó espontáneamente con un “¡Hola, Agustín! Aquí nos tienes, conspirando”. Business as usual.

Y fue en ese ambiente en el que el Consejo Superior de Justicia Militar juzgó a los 33 arrestados implicados en el golpe, acusados por un delito de rebelión militar, penado en el Código de Justicia Militar con hasta 30 años de prisión. El Gobierno consideró la sentencia demasiado benigna y la recurrió al Tribunal Supremo mediante un recurso de casación, fallando éste en junio de 1983 a favor del agravamiento de penas que pedía el Gobierno. Fue, por tanto, una muestra más del correcto funcionamiento de las instituciones y prueba de la prevalencia del poder civil sobre el militar.

Tuvo Calvo-Sotelo, la inteligencia de rodearse de primeros espadas y continuó con lo que él llamaba la ‘transición política exterior’ que de la mano del ministro de Asuntos Exteriores José Pedro Pérez-Llorca (en palabras de Suárez, ese “pura sangre al que hay que darle palmaditas en los flancos antes de la carrera y un terrón de azúcar al final si ha corrido bien, como suele”) integró a España en el sistema defensivo de nuestro entorno, como elemento fundamental de nuestro ingreso en las Comunidades Europeas.

Y finalmente, tuvo el coraje de embridar los procesos autonómicos que se sucedían en cascada, cuyas competencias el Título VIII había dejado algo ambiguas -dicen unos- o la deslealtad institucional -decimos otros- lo convirtieron en un foco de confrontación entre las regiones y el Gobierno central, no en vano, Calvo-Sotelo lo definió como “la aventura más peligrosa” de su carrera política a pesar de una sentencia parcial de inconstitucionalidad, según él, no tanto por lo que la LOAPA decía, sino por “el hecho de que lo dijera la LOAPA” por entender el Tribunal que esa atribución no le competía al Parlamento.

Leopoldo Calvo-Sotelo fue muchas más cosas. Fue un firme defensor de la monarquía, desde los tempranos tiempos de su juventud en que se partía la cara por las aceras del paseo de la Castellana con los falangistas, poco amigos de nuestra dinastía. Tuvo una carrera exitosa en la empresa. Fue un firme defensor de la institucionalización de nuestro sistema democrático, de ahí, al perder las elecciones, su insistencia a los ministros en hacer un traspaso de poder ejemplar, que lo fue. También un hombre culto, con una biblioteca de más de 15.000 ejemplares, melómano, pianista y compositor de versos, todas estas facetas reflejadas en Leopoldo Calvo-Sotelo, un retrato intelectual, editado por su hijo Pedro. Nos dejó varios magníficos libros de memorias entre los que destacaría Memoria viva de la Transición, Papeles de un cesante y Pláticas de familia donde transmite al lector un humor mordaz, una fina ironía y una capacidad para analizar y sintetizar lo esencial fuera de lo común, así como una cultura general que se echa de menos en nuestra clase política actual. También se echa de menos a un presidente del Gobierno que se arrepienta de algo, como Calvo-Sotelo cuando decía que se acusaba de vanidad porque “pensó durante algunos años que había entendido a Pío Cabanillas”, “de aburrimiento en las reuniones de partido”, de “preferir más de la cuenta, la mano visible del Estado a la mano invisible de Adam Smith” porque eso era lo que le pedía el cuerpo cuando era empresario y lo que le pedían los empresarios cuando era ministro, o “de haber sido suarista mucho después de 1980, porque el corazón tiene razones que la razón no alcanza”.


(*) Director de la Fundación Transición Española.