Jesús Fuentetaja – “Qué demonios pasa con el diablo”

¿Qué hace una persona seria como yo, fuera del cubículo dominical asignado por la dirección del periódico, para divagar sobre alguna de nuestras cosas, ocupando ahora el espacio de otros tribunos, en un día que ni tan siquiera es festivo? Me lo advirtió el pasado domingo mi amigo Juan Antonio, el primero de todos mis críticos en wasapearme su opinión nada más levantarse y leer cada domingo mi colaboración de la página tres: “Fíjate lo que son las cosas, tu metido entre santos (San Frutos y San Alfonso Rodríguez) y van y te colocan una cuña sobre el diablo”. Eché mano enseguida de la edición en papel del pasado día 28 y efectivamente, me vi en medio de la polémica, con un artículo sobre el tema escrito por José Manuel Vallés a mi izquierda en la página dos y la doble informativa de la páginas 4 y 5, en donde se anuncia que el diablo siembra la discordia entre los segovianos, comercio y hostelería incluidos.

Cuando al día siguiente, lunes 29, me encuentro con sendos artículos de mis compañeros de opinión en el medio: Manuel Fernández Fernández y Miguel Velasco Alvaro, es cuando ya me he visto obligado a plantearme la pregunta que da título a esta fábula, porque no de otra forma pienso considerar el hecho: “Qué demonios pasa con el diablo”. Inmediatamente la polémica me ha traído a la memoria al Diablo Cojuelo, producto de la imaginación conceptista y humorística de Luis Vélez de Guevara. El libro publicado en 1641 con el subtítulo Novelas de la otra vida, nos presenta a un diablillo travieso que levanta los tejados del Madrid de los Austrias, para mostrar agradecido al estudiante que le liberó de la redoma donde estaba encerrado, las miserias, engaños y picardías que se cuecen bajo techado. Levantemos la porción de la bóveda celeste que cubre la ciudad de Segovia y algo de todo esto quizá podamos observar con el polvo de azufre levantado con la polémica, que altera a unos, solivianta a otros y no encuentra justificación entre los más sensatos.

Mi abuelo Eusebio, que era sabio como todos los abuelos de antaño, me insistía que hay tres cosas en la vida que terminan en lo mismo y que no podemos perder nunca de vista. Eran ellas el honor, el amor y el humor. Pues bien, sin perder lo primero, con unas gotas de lo segundo y en clave de lo tercero, me permito formular la siguiente fabulación para ayudar a comprender esta grave cuestión diabólica. ¿Y si montáramos un parque temático en la calle San Juan para asustar a los niños propios y a los de los turistas que nos visitan? Ya tenemos en el arranque de la calle a la loba y al final se va a colocar un demonio, sólo tendríamos que montar dos nuevas esculturas, una con el Hombre del Saco y otra con el Coco, que podrían ir situadas una en cada acera. La polémica surgiría de nuevo con la elección de los modelos que deben representar a estos dos últimos paradigmas del acojonamiento infantil, porque candidatos/as no habrían de faltar. Además, ¿el hombre del saco subiría con él vacío o bajaría con el lleno? Difícil cuestión ésta con tan pocos niños en el caso antiguo a los que raptar y tantas administraciones públicas en donde poder medrar, porque entiendo que los amigos de AVRAS, que me perdonen por el símil y por la broma, no pasan ya por ternera.

Si echamos la vista atrás, solo cuatro décadas, tampoco faltó la polémica con la ubicación de la Loba Capitolina, que con motivo de los actos de celebración del bimilenario del acueducto, cambiamos a la ciudad de Roma por uno de los sillares del monumento romano -¿sería el sillar que le faltó por poner al diablo cuando le pillo el canto del gallo con él en la mano? El gracejo popular y la inspiración mesteril hizo correr entonces por la ciudad las coplas de la Loba Capitolina, con joyas como estas: Segovia supo que Roma/había hecho el acueducto/contenta compró una loba/y pagó con un pedrusco. O refiriéndose a su ubicación: La Loba Capitolina / está muy bien situada / pues no está en medio del monte / sino en medio la cañada. Y para terminar: Si se acaba el cochinillo/ y la trucha y el cordero/ la loba va ir a parar / al horno del mesonero.

Para poner fin a esta onírica fabulación, únicamente me gustaría aconsejar a José Antonio Abella, excelente escritor, gran conocedor del mundo sefardí como demostró en su novela “Yuda”, buen escultor, fenomenal médico y mejor persona, como tuve ocasión de comprobar por ser uno de sus agraciados pacientes, que si al final se tiene que erigir la obra escultórica, pues que represente al diablillo con una sonrisa de oreja a oreja y a sus pies coloque la siguiente inscripción: “Yo sólo levanté el acueducto en una noche y otros tardaron más de seis meses en arreglar esta calle”. Para reforzar la leyenda debería dejarse de colocar el último adoquín de la calle San Juan, el más próximo a la estatua, pues ¿qué es un adoquín?, sino sólo un sillar del acueducto jibarizado.

Hasta aquí llega la fábula, a la que no se añade moraleja. Que el inteligente lector se imagine la que le parezca más creíble.