La fiesta de San Sebastian y las mujeres soldados de Navafría

J. Fuentetaja

Me han dicho y debe ser cierto, que vi mi primera luz en Navafría, una Nochebuena de hace unos cuantos años, que debió serla para casi todos menos para mi madre que sufrió lo suyo con mi insistencia en nacer en tan señalado día y no esperarme para hacerlo en la capital, que es donde estaba destinado que lo hiciera. Estaba claro que antes de nacer ya quería ser de Navafría. Además, creo que lo hice en un salón de baile, el que regentaba mi abuela Luciana y en medio de villancicos y alegres cantos populares: “Si quieren saber señores / donde reina la alegría/ en un pueblo de Segovia / que se llama Navafría.”

Con estos precedentes debería haber salido un inquieto danzante o un experimentado tañedor de instrumentos musicales de cuerda, como lo fue mi abuelo materno y lo fueron todos los hermanos de mi madre. Nada más lejos de la realidad. La actividad profesional que terminé ejerciendo no admitía muchas juergas, aunque es posible que si que hayamos podido dar alguna que otra pirueta en el aire con la aplicación y manejo de leyes y reglamentos, especialmente con el de Recaudación. A cambio, he sentido siempre correr por mis venas la sangre de la tradición que fluye desde el corazón de las raíces que penetran en la tierra. Raíces que nos lleven a asentarnos en lo que somos, pues seremos lo que somos si sabemos ser fieles a lo que hemos sido. Esta es la clave de la pervivencia de nuestras tradiciones, incluidas las fiestas y celebraciones populares, con las que intentamos mantener activas nuestras señas de identidad.

Y una de ellas, quizá para mí la más singular de todas, es la fiesta de San Sebastián que cada 20 de enero se celebra desde tiempo inmemorial en Navafría, de una manera que no es posible contemplar en ningún otro sitio (algunos expertos datan su origen en la época medieval). Porque el ejército femenino en orden cerrado con el que se rememora al santo (soldado romano convertido al cristianismo y martirizado dos veces por el emperador Maximiano), no ha presentado batalla en ningún otro lugar que no hayan sido las calles de mi pueblo. La fiesta es protagonizada en sus papeles principales por cuatro mujeres casadas y otras tantas solteras. Las casadas se reparten los cargos de Quitavergüenzas, que porta sable; Capitana, con palillo; Teniente Capitana, con sable y la cuarta el de soldado -ahora sería soldada- armada con palillo. Y las solteras, los de Moza Primera, portadora de la bandera; Moza Segunda; Cabo de Escuadra Primera y Cabo de Escuadra Segunda, provistas estas tres últimas de cuchillón y ataviadas las ocho damas con el traje popular segoviano.

La Quitavergüenzas es la encargada de ir formando la tropa, que va reclutando casa por casa, dejando para el final a la Capitana, que nada más asomar la cabeza por la suya se encuentra con toda la formación ya en orden de revista. Así acuden a la iglesia parroquial a celebrar al asaetado santo y después de la misa procesionan ceremoniosamente por las calles del pueblo, acompañadas las casadas por sus maridos y las solteras por sus padres, turnándose los hombres en portar la imagen de San Sebastián. Todo ello a los sones de la dulzaina. Tampoco falta la popular tajada y los bollos que comparten con los vecinos y visitantes. Luego por la tarde y después de dar cuenta de un bien servido “rancho cuartelero”, vuelven a procesionar y a celebrar animados bailes.

Mantener vivas las tradiciones es mantener viva una parte esencial de nuestra existencia, la que se alimenta de recuerdos, evocaciones y nostalgias, incluida la de este humilde cronista que disfrutará hoy en la distancia con sus paisanas de Navafría, a quienes desea gocen de una muy feliz jornada: “Entre los santos del cielo/ San Sebastián el desnudo/ como no gasta calzones/ lleva siempre limpio el culo” ¡Viva San Sebastián!