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Dos corredores del Peñalara Vertical Trail en uno de los tramos iniciales de la ascensión. / JCD FOTOGRAFÍA

Las carreras por montaña crean un improbable matrimonio entre agonía y hedonismo. En pocas disciplinas un esfuerzo explosivo dura tanto; el cuerpo se acostumbra a una rutina en la que el corazón pide salir por la boca y convive con un nivel de ácido láctico por las nubes. Ese simple sufrimiento es una fuente de placer inherente al deporte, pero esta disciplina ofrece un componente extra: el visual. El regreso del Peñalara Vertical Trail hizo honor a cinco años de ausencia -lo hizo como Campeonato de Castilla y León– mientras la montaña recibe a cada vez más deportistas que han descubierto sus virtudes en la pandemia.

Robert Macfarlane explora en ‘Las montañas de la mente’ las razones por las que el ser humano se lanzó a las montañas, un lugar inhóspito y temido hasta bien entrado el siglo XVIII. Habla del valor de la geología para ver en ellas no solo su presente, sino los millones de años de historia que cuentan sus piedras. De la pasión del ser humano por el punto más alto, consecuencia de la divinidad. De la necesidad por descubrir nuevos territorios. O del gusto por asomarse al balcón de la muerte. “El mejor final es el que sobreviene en la cima de una montaña. De la muerte en los valles, líbrame Señor”, subrayaba el autor.

La pandemia ha empujado a muchos a la naturaleza. La necesidad de desconexión, de aire libre, de un lugar sin aglomeraciones y sin mascarillas. Las marcas deportivas han subido beneficios en los últimos meses; parte del consumo que regaba la noche se ha ido a los riscos. La carrera planteaba un desnivel positivo de 1.350 metros y una longitud aproximada de 9,3 kilómetros; un tramo cronometrado entre el kilómetro 2,1 y el 9,3, con 1.100 metros de desnivel, hasta la cima de Peñalara. Y la obligación de subir y bajar en menos de cuatro horas para que el tiempo de la ascensión fuera válido.

Soy uno de esos recién llegados a la montaña. La de Peñalara era mi primera prueba competitiva y apenas había pisado el techo de Madrid y Segovia (2.428 metros) dos veces; ninguna antes de la pandemia. Pasé de disfrutar de rutas por esos privilegiados pinares a hacerme la pregunta que marca un antes y un después: ¿Hacemos este tramo corriendo? Por si la montaña no suponía agonía suficiente. Esos primeros trotes son una adicción: siempre quieres más.

El primer desafío que asume un novato está en la equipación. Unas buenas zapatillas son innegociables; desde conseguir apoyos en pendientes demenciales a protegerse en bajadas peligrosas que la élite hace como si pisara una alfombra. Otra incógnita está en la mochila, la decisión más personal. Yo opté por un cinturón en el que llevaba el móvil, las llaves del coche, dos geles y un recipiente de agua con textura de Flubber.

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Un grupo de atletas asciende por el Esquinazo. / FRANCISCO JAVIER SÁNCHEZ

Para respetar los protocolos sanitarios, la salida se hizo con turnos de dos corredores cada 30 segundos. La neutralizada, desde la plaza de toros de La Granja, tenía una trampa de primer orden: el Esquinazo. Lo conocía por mis rutas habituales por la zona; con una pendiente dura, es un tramo largo que te enseña cómo están las piernas y, en esencia, te desvela cómo serán tus próximas horas. Poco después llegó el Rincón del Abuelo y la lectura de chip que ponía a correr el reloj.

Mientras la élite es capaz de correr en casi cualquier pendiente, la primera decisión de los terrenales está en saber a partir de qué pendiente no resulta rentable hacerlo. Con la frescura del inicio, fui más rápido de lo que esperaba en ciertos tramos. Hasta que llegó la ‘pala’ que desemboca en Raso del Pino, una ascensión terrible que pone durante más de diez minutos tu corazón al límite. La pendiente es tal que resulta obligado apoyar las manos en las rodillas para vencer la gravedad. Sorprende la relatividad del espacio-tiempo; cómo unos simples metros pueden parecer saltos entre galaxias. El cuerpo te pide parar, te pregunta por qué haces esto. Pero sigues. Cuando pasó lo peor, con los lumbares doloridos, seguí unos metros más de ascensión andando y me animé a correr hasta el avituallamiento. Primera etapa superada.

La siguiente era el puerto de los Neveros, un tramo que me gusta por su constancia y por un momento mágico en el que aparece imponente el risco de Claveles, la novedad del recorrido después de que los gestores del Parque Nacional prohibieran la ascensión por el canchal norte. Es un camino estrecho que exige técnica y piernas para correrlo; yo, sin llegar a ese punto, me sentí con fuerzas y aceleré la zancada. Llegaba mi zona favorita de la ascensión y la motivación ayuda. En Neveros adelanté a un corredor que quedó maravillado por la vista y no pudo evitar sacar el móvil: “Has salido en la panorámica”, me dijo. Agradecí el honor y emprendí la marcha hacia la cima.

En mi progresivo flechazo por la montaña hubo días dulces como la primera vez que hice el risco de Claveles por la cornisa de arriba bajo la guía de mi amigo Jorge Alonso. El reto exige atención y la organización obligó, con buen criterio, a sortearlo por abajo, porque el cansancio puede jugar malas pasadas. Encontré ese tramo congestionado entre el tráfico de un domingo por la mañana y la bajada de los primeros corredores, que debían hacerlo por el mismo recorrido y no escatimaban unas palabras de ánimo cuando te cruzabas con ellos. O te ‘engañaban’ con lo cerca que tenías la cima. Les doy las gracias.

Avisté entonces la cima y la ilusión me hizo correr. Tuve entonces un pequeño susto porque sentí que se me subían los gemelos, sin consecuencias. Llegué, celebré mi tiempo de 1:30:14, intercambié el papel de fotógrafo con otro compañero y, sin tiempo que perder, inicié la bajada porque había que devolver el chip antes del fuera de control. Ya sin agua, superé un momento de debilidad con mi último gel y empecé el descenso; la bajada es un tedio directamente proporcional al placer de la subida.

De vuelta a Raso el Pino recuperé agua y compañía. Y bajé de vuelta a La Granja con Laura de Arriba y Pedro Rodríguez, compartiendo anécdotas sobre qué picos habíamos escalado o qué carreras por montaña habían sufrido más. La montaña no solo implica conocer lugares, sino personas. Ese es su gran activo. Y el formato, sin móviles a la vista, invita a conversaciones dignas de ese nombre.

Cuando crucé por el arco de la plaza de toros y el speaker anunció mi anónima llegada sentí ese placer de haber superado un reto valioso. Vi la utilidad al sufrimiento, la recompensa a más de una hora de agonía. Recogí mi bolsa, agoté la Coca-Cola –también comí dos deliciosos bollitos- y me di el permiso de yacer en la sombra mientras mi cuerpo me pasaba la factura por cada músculo que había exprimido.

Una vez recuperada la funcionalidad, me interesé por la entrega de trofeos. Me contaron que Daniel Sanz Sanfrutcuoso, el ganador masculino, había llegado tan exprimido a meta que no quería saber nada cuando le ofrecieron el cortavientos. Cuando vi su tiempo (53:50), me pregunté si pertenecíamos a la misma especie. Ganó por poco a Guillermo Ramos (54:14), que salió unos minutos después que él. Rodrigo Andueza (56:12) fue tercero.

Los márgenes fueron también muy estrechos en la categoría femenina. Ganó la gran favorita, Verónica Sánchez (1:11:13), pero Sonia Martín, la primera atleta local, le pisó los talones (1:11:46) en un circuito que se aprendió al milímetro. Suya era la única pancarta de ánimo en la cima, portada por amigos que la habían subido desde la vertiente madrileña. Tercera fue Claudia Corral (1:13:32). Suya es la gloria de una montaña que crece cada día.

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Verónica Sánchez Romero, la ganadora femenina. / JCD FOTOGRAFÍA