Cruces de las cofradías de Sepúlveda, en un entierro, en 2018. / Guillermo Herrero

Honorio Velasco (*)

En muchas de las pequeñas poblaciones castellanas apenas se celebran en la actualidad bautizos y bodas, y sin embargo sí, entierros y funerales. Estos han quedado como únicos rituales del ciclo de la vida, un ciclo que formaba la trama básica de las comunidades tradicionales, sucediéndose en el tiempo coordinadamente las biografías de los individuos y la sucesión de las generaciones. Eran tiempos de intensificación de los vínculos familiares, pero también de los vínculos comunitarios. Y le daban a la vida social un dinamismo particular, de forma que tiempo antes la vida cotidiana giraba en torno a los momentos de celebración de los rituales, y trascurridos estos, se retornaba como una vuelta obligatoria, pero reanimada, a la rutina.

En estos tiempos de globalización y al contrario de lo que predecían los sociólogos de la modernidad, no han desaparecido los rituales tradicionales. E importa mucho que además se trate de los rituales en torno a la muerte, porque si hay algo que en las sociedades modernas se ha intentado ocultar es precisamente la muerte. Parecería entonces doblemente improbable que en la actualidad subsistan rituales tradicionales en relación ella. O tal vez lo más probable sea que en el caso de mantenerse algún ritual tradicional sean precisamente los que ayudan a afrontar la incertidumbre, la experiencia del dolor y la pérdida de los seres queridos, en la medida en que la modernidad no parece tener otros recursos para abordarlos que la evitación y el ocultamiento.

Por otra parte, el individualismo que caracteriza a las sociedades modernas sería responsable de la desaparición de las múltiples formas comunitaristas que mantenían la vida social en las sociedades tradicionales, lo que tendría como consecuencia en particular la desaparición de las cofradías que, durante siglos, proporcionaron un anclaje social a sus miembros y un eficiente sistema de reciprocidad y ayuda mutua tanto en momentos de júbilo festivo como en otros de aflicción o dolor.

Pero tampoco ha ocurrido así, al menos no aún y no del todo según un estudio reciente realizado por L. M. Usero, J.L. González y J. Pérez sobre cofradías en tierras de Segovia, que será publicado por el Instituto de Cultura Tradicional. En el último tercio del siglo XVIII había en España unas 25.000 cofradías y estaban muy implantadas en algunos centros urbanos, pero también en el mundo rural. Los historiadores sociales han documentado las numerosas funciones que han desempeñado las cofradías: ayuda en la enfermedad, en la invalidez, en el paro, en la vejez, acompañamiento y entierro en la muerte, ayuda para viudas y huérfanos y también a doncellas pobres para sus dotes y apoyo a presos o cautivos. Y también hay constancia de toda una cuidadosa organización y elaborado trabajo en rituales festivos del ciclo anual y del ciclo de la vida con lo que eso supone en tiempo dedicado, en acopio de materiales, en formación y mantenimiento de patrimonio, etc. Y con la garantía de preservación a lo largo de generaciones, en tanto que “instituciones” sociales.

Aun no es posible corroborar la vieja tesis de Philippe Ariès que postulaba que el origen de las cofradías en los orígenes de la Europa Moderna cristiana estaba en la necesidad de garantizar la asistencia en el momento de la muerte, la celebración de exequias y el enterramiento en lugar sagrado, a la vez que facilitar la salvación para la vida eterna. El amplio espectro de necesidades de asistencia y seguridad justificarían también la existencia de las cofradías, lo que revela que la configuración del modo asociativo que llamamos ‘cofradía’ ha tenido una enorme capacidad de lo que hoy se llama resiliencia. Está ampliamente documentado que una de las necesidades a las que atendieron era la asistencia en la muerte. No sólo de los y las cofrades, sino que algunas en particular, también y como acto de caridad, de cualquier persona y en particular de los pobres. Las cofradías eran la garantía de que nadie iba a morir en soledad, o de que nadie iba a quedar sin sepultura o de que a nadie le iba a faltar asistencia religiosa en el momento de la muerte. Y esa función se fue consolidando a medida que se sucedían períodos de hambruna y sobre todo de epidemias que conformaron en el imaginario colectivo escenarios de terror y miseria en el más acá y de miedo a una condena perpetua en el más allá. Pero, además, los cofrades se aseguraron de tener una muerte digna, unos funerales honrosos, un duelo duradero de familiares y allegados, una sepultura honorable, regularmente cuidada, y un consuelo espiritual de misas y responsos para sus penitentes almas. Las honras fúnebres fueron siempre acontecimientos sociales relevantes en los que se forjaba el compromiso de guardar la memoria del difunto y a la vez se fortalecía el vínculo que permitiera asegurar la continuidad de la comunidad. Además de ser un acontecimiento en el devenir de la vida en las comunidades rurales en el que la presencia se consideraba obligada para muchos, como correspondencia por actos anteriores, como compromiso por los vínculos familiares, laborales, económicos, vecinales, etc., como expresión de respeto a la familia o… como acto de “buen cristiano” que se hace explícito en el “pésame” y en el “acompañamiento”.

En la actualidad y frente al modelo de lo que se ha llamado la “muerte tecnificada”, que también suele estar tintada de mercantilización, los rituales tradicionales proporcionan una considerable carga de necesaria humanización. El mantenimiento y la revitalización de las cofradías responde también a la nostalgia por los tiempos anteriores que reviste de humanidad lo que en las ciudades se vive con prisa y con distante deferencia. Tiene sin duda un componente de resistencia en estos tiempos de reducción demográfica y envejecimiento de la población. Y a menudo se convierten en núcleos de convivencia necesaria para contrarrestar la amenaza de soledad. De hecho, en no pocas poblaciones de bajo número de vecinos, se han organizado informales redes de asistencia mutua que facilitan la vida cotidiana y sus pequeños azares (comida, medicinas, ayudas en trabajos, etc.). Son igualmente redes de reciprocidad y les basta para constituirse la común categoría de buen vecino. (Más próximas incluso que la de los familiares que residen en las ciudades). Las cofradías se articulan bien con este complejo de redes sociales. Con el añadido de la tradición, unas reglas, un no tan pequeño patrimonio material e inmaterial y un cierto cobijo religioso. Es obvio que también supone una alternativa más económica y más próxima a los modos de vida, a los modos sociales y al mundo de creencias de los habitantes de las zonas rurales a menudo desatendidas por las empresas funerarias. Y que por otra parte permite a los que marcharon tener un nicho social y también material que les acogiera, por si decidieran finalmente que sus restos descansaran “en sus pueblos”.

Resulta decisivo el papel que las cofradías han jugado y siguen haciéndolo en relación con el patrimonio inmaterial. Son numerosos los elementos que siguen teniendo vigor cultural gracias a la cuidadosa dedicación de los cofrades. En algunos casos hay toda una elaborada liturgia que da solidez ceremonial a la organización y significación profunda a los ritos que se activan con la muerte. Si bien hay algo de mayor relevancia en este ámbito. El patrimonio inmaterial es algo vivo y no son tanto los objetos quienes lo sustentan, sino las personas, por eso son propiamente las cofradías como tales las que muy bien podrían ser declaradas manifestaciones representativas del patrimonio cultural inmaterial.
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(*) Catedrático Emérito de la UNED. Miembro del Consejo del Instituto de Cultura Tradicional Manuel González Herrero.