Hacía calor ese 29 de junio de 1910 en Segovia, fiesta de San Pedro. La plaza de El Espolón registraba un “entradón mayúsculo. Había gran número de aficionados de Madrid y de Valladolid y mucha gente de la provincia” (El Adelantado de Segovia, 30 de junio de 1910). Toreaban Manuel Mejías ‘Bienvenida’ y Manuel Rodríguez ‘Manolete’. Toreros de renombre ellos y padres de una dinastía que después los superó en fama. ‘El papa negro’, como también se le denominaba a Manuel Mejías, fue el progenitor de varios toreros, entre los que destacó Antonio Bienvenida. Manuel Rodríguez tuvo como hijo al famoso Manolete, el diestro enjuto, austero, que atornillaba sus pies a una imaginaria losa en el albero. A Manolete, hijo, le recriminaron los taurinos su poca hondura, la ausencia -en su capa y en su muleta- de la «música callada del toreo», que diría Bergamín. Los más políticos veían en su estampa vertical y en su fisonomía angulosa y pétrea la estética tan del gusto del fascismo. No hubiera pasado de ser un torero más en el escalafón de la memoria taurina si un toro, ‘Islero’, no le hubiera matado en Linares. También a Antonio Bienvenida lo mató a traición una becerra en un tentadero, pero su muerte no tuvo la épica de la de Manolete, ni el país necesitaba ya con tanto ahínco un rimero de héroes y mártires con el que ganar la atención del pueblo.
Pero esa tarde toreaban sus respectivos padres en Segovia. En el coso entonces centenario. La plaza de toros de Segovia es un caso aparte en la historia de la tauromaquia. Auspiciada su construcción a principios del siglo XIX por la Sociedad Económica Segoviana de Amigos del País es una demostración de la esquizofrenia que vivían entonces la burguesía y los liberales del país en su relación con los festejos taurinos. Probablemente su levantamiento en las afueras tuviera como fin liberar a la Plaza Mayor de la ciudad de las molestias y poca salubridad derivadas de unos festejos que dejaban su poso durante semanas en el único espacio público con la dignidad suficiente como para denominarse plaza. Comenzó su construcción en los primeros años del siglo XIX, pero quedó inconclusa tras la promulgación de la Real Cédula de 2 de febrero de 1805, que prohibió la celebración de espectáculos taurinos en España. Triunfaba la tesis de los ilustrados sobre las corridas. Hay que recordar que la ‘Memoria sobre espectáculos y diversiones públicas’ de Gaspar Melchor de Jovellanos (1796) reconocía la necesidad de festejos populares para solaz del vulgo, pero consideraba que eran tantos los elementos negativos de la fiesta de los toros que había que abolirla. Luego, a lo largo del siglo XIX, y tras su restitución por José I Bonaparte, los liberales estimaron que a pesar de su crueldad eran muy seguidos los festejos por el pueblo, y en su ideología el pueblo era el sujeto histórico y conformador de la Nación. De ahí a la consideración de Fiesta Nacional por excelencia hay un paso – a pesar de las admoniciones de Jovellanos-, a lo que ayudó, sin duda, la vena romántica (foránea) y la nacionalista (nativa) que imperaron durante buena parte del siglo XIX.
Esa esquizofrenia de la burguesía ilustrada ante los toros quedó impresa en la conciencia de muchos de ellos durante décadas
Pero, como se decía, esa esquizofrenia de la burguesía ilustrada ante los toros quedó impresa en la conciencia de muchos de ellos durante décadas. Y eso que en 1910, fecha de la corrida de la que hablábamos, la celebración del espectáculo estaba regulada y ordenada. Ya no reinaba la turbamulta descontrolada de un siglo atrás, cuando en los cosos se vivía una algarabía que en ocasiones terminaba en un zipizape bestial, con las masas provocando revueltas sociales porque los toros habían resultado mansos; es lo que ocurrió en las bullangas de Barcelona de 25 de julio de 1835, que concluyeron con una revuelta política que hasta asaltó conventos, porque el elemento clerical –esa es otra- oficialmente estaba en contra de la fiesta de los toros desde la bula de Pio V De salutis gregis dominici, fechada en Roma el 1 de noviembre de 1567. Estas algaradas revolucionarias a los liberales les venían muy bien porque vehiculaban sus protestas políticas contra el bando de los moderados.
José Rodao, periodista insigne de El Adelantado de Segovia, como antes lo fue del Porvenir segoviano o Diario de Avisos, estaba ese día en la plaza de Segovia. Haría la crónica de la corrida. Rodao servía para todo. Él mismo es un ejemplo de la ambivalencia ante la fiesta de los toros. Sus escritos sobre las corridas resultaron muchos allá donde ejerció. Paradójicamente, la única que no relató fue la de otra jornada de San Pedro, esta de 1919, organizada por Daniel e Ignacio Zuloaga, su amigo del alma. Coincidió con la tarde en que toreó Juan Belmonte en el coso segoviano. José Rodao, Pepe, escribía de toros pero era un seguidor crítico. Según le daba ponía el acento en el aspecto folclórico y artístico del espectáculo o en su aparente brutalidad.
Ese día de San Pedro de 1910 estaba acompañado en la plaza centenaria por Daniel Zuloaga. Con una par de limonadas en las manos, obsequio del secretario de Carbonero el Mayor, Antonio Cobas, un buen taurómaco. Daniel, como Ignacio, no le hacía ascos a la Fiesta. Era un aficionado de pro. No descendería al albero ni debutaría como torero, como hizo su sobrino, pero en su labor de artista un año antes había dejado buena huella de su saber taurino en los paneles cerámicos que, a modo de friso, pintó en 1909 para el ganadero vasco Félix Urcola. Lucirían en el comedor de su finca Zahariche, en Lora del Río. También durante su estancia en la fábrica segoviana de los Vargas realizó las cerámicas que ornaron el exterior de la plaza de toros de Txofre, de San Sebastián, terminada en 1903 y desgraciadamente derribada setenta años después.
No vino a la corrida de Bienvenida y Manolete Ignacio Zuloaga, habitual en las ferias y fiestas de San Juan de Segovia
No vino a la corrida de Bienvenida y Manolete Ignacio Zuloaga, habitual en las ferias y fiestas de San Juan de Segovia. Estaba en París. “No sé cuándo me podré ir de aquí. Qué lástima que no me pueda ir para la feria”, le escribe a su tío el 21 de junio. Ignacio Zuloaga llegó el 3 de septiembre a la capital, según informaba el Diario de Avisos. Arribó con tiempo de asistir a la celebración de la Catorcena, que ese año le tocaba a San Juan de los Caballeros. La fiesta la pagaría el pintor. Por dos razones. Primero, porque Daniel pasaba por un momento económico delicado –en realidad, vivió en situación financiera precaria hasta 1919- y después porque jurídicamente se había convertido en el propietario de la desacralizada iglesia siete días antes de la celebración de la corrida de San Pedro. En los trámites que se firmarían ante el notario Ángel Arce –compañero de José Rodao en las tertulias en el Café de la Unión– participarían tío, sobrino y el periodista como apoderado del pintor. Ese mismo año de 1910 Ignacio Zuloaga crearía en el taller de San Juan de los Caballeros uno de los cuadros más excelsos –en el parecer de este cronista- de su producción pictórica: ‘Víctima de la Fiesta’, lo llamó. La imagen derrotada del picador –una de las víctimas-, para el que sirvió de modelo su habitual Francisco, y la factura del caballo ensangrentado –la otra víctima- son impresionantes. Rodao publicó la primera reseña que se hizo sobre el cuadro en El Adelantado de Segovia el 21 de noviembre, aprovechando una visita al taller de Ramiro de Maeztu, Francisco Alcántara y José Ortega y Gasset. Ese día al periodista le salió su vena, digamos, más escéptica sobre sobre el espectáculo taurino. “Es una de las más amargas y acerbas censuras que pueden hacerse contra la llamada fiesta nacional, de la que, a pesar de esto, es resuelto partidario Ignacio Zuloaga”, escribe sobre el cuadro. Análisis particular de la intención del pintor, que dudo mucho que compartiera esta interpretación.
Manolete y Bienvenida
La corrida de San Pedro de 1910 fue organizada por el Ayuntamiento de Segovia a beneficio del Asilo del Sancti Spiritu, del que era el máximo patrono. Por eso la presidió quien ostentaba entonces la alcaldía, Pedro Zúñiga. La celebración de corridas el día de San Pedro es una tradición en la capital. En su libro ‘Los toros en el siglo de oro. Anales segovianos de la Fiesta’, Gonzalo Santonja la remonta, al menos, hasta el 20 de junio de 1450, cuando el entonces Príncipe Enrique ordena que se ejecute la obligación que tenían los arrendatarios de Valsaín y las que se derivaban del almotacenazgo y carnicerías “desa dicha mi çibdad” para que se corrieran toros los días de San Pedro y Santiago. Esta costumbre de espectáculos taurinos en festividades de santos enervaba a la iglesia, que un siglo después las intentó prohibir por la referida bula de Pio V.
Por los toros se pagaron 8.500 pesetas. A Manolete se le abonó 2.000. 3.000 a Bienvenida, quizá en ese momento uno de los toreros más reputado en los carteles taurinos
O sea, que la tradición seguía. Esta vez a cargo del Ayuntamiento segoviano. El Concejo, después de contactar con distintos toreros y ganaderías, se decidió por Bienvenida y Manolete, como maestros de lidia, y por los toros de Manuel y José García, los imprevisibles Aleas. “A los Aleas, ni los veas”, rezaba el dicho. Al patriarca de la familia lo retrató Ignacio Zuloaga, buen amigo de ganaderos. Por los toros se pagaron 8.500 pesetas. A Manolete se le abonó 2.000 –se incluía el coste de la cuadrilla-. 3.000 a Bienvenida, quizá en ese momento uno de los toreros más reputado en los carteles taurinos. Llegaba a Segovia después de haber salido por la puerta grande en Cabra. Manolete había toreado sin tanto éxito en Madrid, en donde lució su principal virtud: la espada.
Dada la relevancia del festejo, el Ayuntamiento encargó 25 carteles al cromo con el coste de 140 pesetas. Uno de ellos luce hoy en la segoviana Venta vieja de Ortigosa del Monte. Ilustra esta crónica. Es un cartel fantástico. De los mejores que el periodista haya podido ver. Se debe al dibujo de R. Esteban y tiene un carácter narrativo que se distribuye en los sucesivos planos del papel: el apartado de los toros (al fondo), el ataque de un ejemplar –precioso de lámina- al caballo rompiendo la garrocha del mayoral y, finalmente, cómo este le quita la manta al corcel e intenta que el toro no se cebe con ellos. Lo dicho. Generalmente, en este tipo de carteles se centra el ilustrador en una suerte de la Fiesta, no en una secuencia de los momentos previos, de ahí, además, su rareza.
La entrada más cara era la correspondiente a los asientos de sobrepuerta, a nueve pesetas cada una. La más económica, la de sol: dos pesetas.
Ese era Rodao y esas sus crónicas, en las que no se privaba de nada
Si nos atenemos a la crónica de José Rodao –que firma Pepe- los toros de Aleas dieron un juego desigual, mansearon y llegaron cortos de fuerza al último tercio. Se ensañó el periodista con los picadores -cual era su costumbre: según él “hicieron lo posible por fastidiar a los bichos”-, con los banderilleros y hasta con los puntilleros, que no atinaban en el remate final. Pero todo hay que verlo en perspectiva. Muy mansos no debían de ser los morlacos cuando el primero de la lidia se llevó por delante a tres caballos y el sexto a otros tantos. Ese era Rodao y esas sus crónicas, en las que no se privaba de nada. Ni de coplillas ni de guiños a las manolas ni de crítica a la gaseosa, que seguro que no sería La Salud, de Luis Frutos Domingo, que por esa fecha anunciaba la compra “en el Extranjero” de unos modernísimos aparatos para fabricar la más superior gaseosa.
Resumen: “una corridita de pasta fiora; ni fu ni fa… Reinó doña Vulgaridad y anduvimos cerca del aburrimiento”.
Los elogios se los guardaba para su amigo Aniceto Marinas, que 15 días después, el 15 de julio, inauguraba el monumento a Daoíz y Velarde a la vera del Alcázar.
ESPECIAL | ‘Segovia y los toros: Una tarde de Fiesta’, por Ángel González Pieras (descarga el suplemento)