Dos mujeres observan los efectos de un bombardeo. Antoni Campañà. Editorial Comanegra.
Dos mujeres observan los efectos de un bombardeo. Antoni Campañà. Editorial Comanegra.

El papel de Cataluña durante la guerra ha sido de importancia capital, en todos los órdenes. Si en tiempo de paz, ya desde la monarquía, las cuestiones políticas y económicas de Cataluña estaban siempre en el primer plano de las preocupaciones del gobierno español y de la opinión, el hecho de la guerra acreció enormemente el peso relativo de aquella región en los destinos de la República.

Todo contribuía, pues, a hacer de Cataluña, en el orden militar, un objetivo de primer orden. En ciertos respectos, el objetivo principal. La resistencia de la República se apoyaba en Madrid y en Cataluña. Perderse cualquiera de los dos, en los primeros meses del conflicto, habría puesto fin a la campaña.

Los grupos políticos y las organizaciones sindicales que, de una manera o de otra, asumieron la dirección de los asuntos públicos en Cataluña, desde julio de 1936, hacían todo lo necesario (y bastante más de lo necesario), para aumentar temerariamente la importancia de la región en los problemas de la guerra. No puede negarse que lo consiguieron, por acción y por omisión. Por acción, atribuyéndose funciones, incluso en el orden militar, que en modo alguno les correspondían; por omisión, escatimando la cooperación con el gobierno de la República. Después que, a consecuencia del alzamiento, y aprovechándose de la confusión, los poderes públicos de Cataluña se salieron de su cauce, se produjo la reacción necesaria por parte del Estado, que se había visto desalojado casi por completo de aquella región. Los que oficialmente representaban la opinión catalana, solían decir que Cataluña y su gobierno eran vejados y atropellados por el gobierno de la República, que les arrebataba no solamente las situaciones de hecho conquistadas desde el comienzo de la guerra, sino las facultades que legalmente les confería el régimen autonómico.

Miraban en el ejército de la República, reorganizado en Cataluña desde que en mayo del 37 el Estado recuperó en la región el mando militar, «un ejército de ocupación». Consideraban perdida la autonomía y menospreciada la aportación de Cataluña a la defensa de la República.

Barcelona. 1937.
Barcelona. 1937.

En las esferas oficiales del Estado la convicción dominante era que la conducta del gobierno de Cataluña, más atento a las ambiciones políticas locales del nacionalismo catalán, y sometido, de mejor o peor gana, a la influencia omnímoda de los sindicatos, estorbaba gravísimamente la función del poder central. Este conflicto, causa de desconcierto y debilidad en la conducta de la guerra, pasó por varias fases, desde la insubordinación plena en el segundo semestre de 1936, hasta el sometimiento impuesto autoritariamente en 1938. Nunca se resolvió con entera satisfacción de nadie, e influyó perniciosamente hasta el último momento. Trataré de resumir el origen y las consecuencias de tal situación.

Por lo menos desde principio del siglo, el nombre de Cataluña venía asociado, en las cuestiones de política general española, a dos problemas: el del nacionalismo catalán y el del sindicalismo anarquista y revolucionario. El primero era un problema específico de la región, y provenía de la expansión creciente del sentimiento particularista de los catalanes. Renacimiento literario de su lengua, restauración erudita de los valores históricos de la antigua Cataluña, apego sentimental a los usos y leyes propios del país, prosperidad de la industria, y cierta altanería resultante de la riqueza, al compararse con otras partes de España, mucho más pobres, oposición y protesta contra el Estado y los malos gobiernos, sobre todo después de la guerra con los Estados Unidos en 1898: todos estos componentes, amasados con la profunda convicción que los catalanes tienen del valor eminente de su pueblo (algunos hablaban de su raza), y de ser distintos, cuando no contrarios de los demás españoles, concurrieron a formar una poderosa corriente contra el unitarismo asimilista del Estado español.

El catalanismo, desde el comienzo de sus actividades políticas, contó con uno o más partidos «republicanos nacionalistas». Pero la fuerza catalanista más importante estuvo representada, hasta el advenimiento de la República, por un partido (o Liga), profundamente burgués y conservador. Este partido colaboró en algunos ministerios de la monarquía y les arrancó la concesión de una autonomía administrativa para Cataluña.

Producido el alzamiento de julio del 36, nacionalismo y sindicalismo, en una acción muy confusa, pero convergente, usurparon todas las funciones del Estado en Cataluña. No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia. El levantamiento de la guarnición de Barcelona fue vencido el 20 de julio. La Guardia Civil, manteniéndose fiel a la República y al gobierno autónomo catalán (que tenía entonces a su cargo los servicios de orden público), decidió la jornada. Las demás guarniciones de Cataluña que secundaban el movimiento, volvieron a sus cuarteles y depusieron las armas. Este triunfo rápido, la percepción de la importancia que Cataluña cobraba para la decisión de la guerra, las dificultades inextricables que embarazaban al gobierno central, desataron la ambición política del nacionalismo y le decidieron a ensanchar, sin límite conocido, su dominio en la gobernación de Cataluña.

Lluis Companys y Manuel Azaña junto a otros diputados.
Lluis Companys y Manuel Azaña junto a otros diputados.

Vencida la guarnición de Barcelona el 20 de julio, y hallándose libre de los estragos de la guerra todo el territorio catalán (las columnas de milicianos barceloneses penetraron hasta las cercanías de Zaragoza), se creyó sin duda que se había logrado todo, y que era el gran momento para hacer política. Nacionalismo y sindicalismo se aprestaron a recoger una gran cosecha. Es difícil analizar hasta qué punto coincidían y desde qué punto diferían en su acción el uno y el otro. La táctica de hacer cara al gobierno de la República y de sustraerse a su obediencia les era común. En todo lo demás, tenían que entrar en conflicto, a no ser que el gobierno catalán se sometiera mansamente a los sindicatos.

El gobierno catalán desconoció la preeminencia del Estado y la demolió a fuerza de «incautaciones», pero dentro de Cataluña estaba sufriendo, a su vez, una terrible crisis de autoridad. La invasión sindical, más fuerte en Cataluña que en ninguna otra parte, desbordó al gobierno autónomo. No pudiendo dominarla, aquel gobierno contemporizaba con ella, y hasta la utilizaba algunas veces para justificar o disculpar sus propias extralimitaciones. Por ejemplo, el gobierno catalán se incautaba del Banco de España, para evitar que se incautase de él la FAI.

Véanse ahora algunas de las situaciones de hecho creadas en Cataluña: todos los establecimientos militares de Barcelona quedaron en poder de las «milicias antifascistas», controladas por los sindicatos. El gobierno catalán se apropió la fortaleza de Montjuich; con qué autoridad efectiva sobre ella, es punto dudoso. La policía de fronteras, las aduanas, los ferrocarriles, y otros servicios de igual importancia fueron arrebatados al Estado. La Universidad de Barcelona se convirtió en «Universidad de Cataluña». Hasta el teatro del Liceo, propiedad de una empresa, se llamó Teatro Nacional de Cataluña. (En él se representaban zarzuelas madrileñas y óperas francesas o italianas.) El gobierno catalán emitió unos billetes, manifiestamente ilegítimos, puesto que el privilegio de emisión estaba reservado al Banco de España. Los periódicos oficiosos de Barcelona comentaron: «Ha sido creada la moneda catalana». También aquel gobierno publicó unos decretos organizando las fuerzas militares de Cataluña. Los mismos periódicos dijeron: «Ha sido creado el ejército catalán». Tales creaciones, y otras más (que no son un secreto, porque constan en las publicaciones oficiales del gobierno catalán y en la prensa de Barcelona), respondían a la política de intimidación, que ya he mencionado. Cuando esos avances del nacionalismo iban siendo corregidos por el gobierno de la República, un eminente político barcelonés, republicano, me decía apesadumbrado: «Si hubiéramos ganado la guerra en tres meses, todas esas cosas habrían sido otros tantos triunfos en nuestra mano».

Bombardeo de Barcelona. 1938.
Bombardeo de Barcelona. 1938.

Por su repercusión inmediata en la guerra, es necesario recordar especialmente lo que se hizo en Cataluña, durante ese período, en el orden militar y en la industria. El gobierno autónomo instituyó inmediatamente un ministerio de la Guerra (consejería de Defensa), para su región. Al principio, estuvo al frente de ese departamento, por lo menos en apariencia, un militar profesional. Más tarde, ocupó el puesto un obrero tonelero. El ministro, o consejero, estaba asistido por un Estado Mayor, formado en su mayoría por oficiales del ejército. Asumieron la dirección de las fuerzas catalanas y pretendieron organizarías. Pocas en número, sin cuadros, sin material, escasas de municiones, continuaron divididas en columnas y en divisiones según el color político de sus componentes. En realidad, la consejería de Defensa fue un semillero de burócratas, un hogar de intrigas políticas. En diciembre del 36, persona que tenía motivos para saberlo, me dijo que había 700 funcionarios para administrar unas fuerzas que en el papel no excedían de 40.000 hombres. Rechazados fácilmente los primeros amagos de los milicianos sobre Zaragoza; fracasada la expedición a Mallorca; concluidas por un descalabro serio las operaciones sobre Huesca, todo el frente de Aragón, desde los Pirineos hasta Teruel, cayó en absoluta inacción. Se había demostrado la imposibilidad de constituir a fuerza de armas y por derecho de conquista, la «gran Cataluña».

Cuanto llevo escrito sobre la situación de Cataluña durante la guerra, y los antecedentes recordados para la mejor comprensión de los hechos, parecen demostrar que nuestro pueblo está condenado a que, con monarquía o con república, en paz o en guerra, bajo un régimen unitario y asimilista o bajo un régimen autonómico la cuestión catalana perdure como un manantial de perturbaciones, de discordias apasionadas, de injusticias, ya las cometa el Estado, ya se cometan contra él: eso prueba la realidad del problema, que está muy lejos de ser una «cuestión artificial». Es la manifestación aguda, muy dolorosa, de una enfermedad crónica del cuerpo español. Desde hace casi siglo y medio, la sociedad española busca, sin encontrarlo, el asentamiento durable de sus instituciones. Las guerras civiles, pronunciamientos, destronamientos y restauraciones, reveladores de un desequilibrio interno, enseñan que los españoles no quieren o no saben ponerse de acuerdo para levantar por asenso común un Estado dentro del cual puedan vivir todos, respetándose y respetándolo. Por eso, en España, las formas políticas liberales, que no ponen fuera de la ley a los disidentes ni a los descontentos, han vivido siempre en peligro. Las «soluciones de fuerza» que periódicamente reaparecen en la historia de ese período, solían decir que se imponían para «acallar las discordias» y restablecer la moral unificadora del patriotismo. En realidad, no venían a salvar un Estado en peligro, sino a confiscarlo en provecho de una fracción, o de una facción de descontentos.