
—¿Cómo llega usted al periodismo?, ¿Fue un asunto vocacional o accidental?
—Parafraseando el principio de Uno de los nuestros… Que yo recuerde, siempre quise ser un periodista. Mi padre, Pedro Altares, era periodista, me crie entre periodistas, correteaba por la redacción de Cuadernos para el diálogo de niño y en el colegio me apunté al periódico escolar en cuanto pude. Es un oficio que siempre me fascinó, porque me gusta contar historias, me gusta la información y la actualidad. Desde muy pronto, empecé a leer libros de periodistas, ver películas de periodistas… Y a trabajar: comencé a los 21 años, en cuanto pude, como becario en la agencia Efe y a los 24 puedo decir que ya había dejado de ser un becario y me había convertido en un periodista profesional.
—¿Tiene algo de mesiánico el periodismo?
—No, por lo menos yo creo que no. Eso no quiere decir que el periodismo deba ser neutral: no puede dar la misma voz a alguien que niega el cambio climático que a alguien que describe sus efectos, ni a alguien que defiende el machismo y a alguien que pretende combatirlo. Pero la forma que tiene el periodismo de influir en la realidad es a través de la información, más que de la opinión. Debe dar voz a los que no la tienen y desvelar lo que el poder no quiere que se desvele. Uno de los ejemplos más claros es lo que ocurrió con la pederastia en la Iglesia: el escándalo nació como una investigación del Boston Globe (que luego se convirtió en la película Spotlight, que ganó el Oscar). Fue una investigación de años, que acabó por sacudir los cimientos de la Iglesia y de la sociedad. O MeToo: que también nació de una investigación periodística de The New York Times. Creo que en España hay demasiados periodistas que se dedican exclusivamente a la opinión, cuando la prioridad debe de estar en la información.
—¿Puede hacer una descripción cronológica de sus andanzas por este mundo?
—Otro de los motivos por los que me hice periodista es porque me encanta viajar. A finales de los ochenta, antes de la caída del Muro de Berlín, hice un Interrail en solitario que me llevó hasta la República Checa, entonces un país comunista. Cruzar el telón de acero una noche de septiembre fue una de las grandes aventuras de mi vida. Luego, en la sección de Internacional de EL PAÍS, mi periódico desde hace 25 años, tuve la suerte de poder viajar por medio mundo, en un momento en que la prensa tenía fondos para enviar reporteros a cualquier lado todo el tiempo que fuese necesario: pasé dos meses en Afganistán cuando cayeron los talibanes, mes y medio en la posguerra de Irak, mes y medio en Líbano durante la última guerra con Israel… Tengo la suerte de haber vivido la edad de oro del periodismo de papel. Ahora mismo, viajo mucho menos y no sería capaz de pasar otros dos meses en Afganistán. Pero el reporterismo, las ganas de contar lo que ves, está siempre ahí. No se olvida.
—¿Cuál es la enseñanza fundamental que ha extraído del desarrollo de la profesión a lo largo de toda su carrera?
—Que tenemos que dar voz a los que no la tienen, buscar información, no ser sectarios, ver hasta dónde nos llevan los hechos, más allá de lo que pensemos. Y tenemos que adaptarnos a los lectores: la nostalgia por el mundo perdido de los grandes diarios de papel no nos lleva a ningún lado. Tampoco un periodismo basado casi exclusivamente en la opinión sobre los hechos y no en los hechos en sí.
—¿Hay un periodismo antiguo y un periodismo moderno o de hoy? ¿Si es así, cuáles son sus características?, ¿cuáles sus diferencias?
—Creo que en su esencia no ha cambiado: el periodismo es un oficio basado en la comprobación de hechos y en la transmisión de esos hechos a los lectores. También en la capacidad para rectificar cuando nos equivocamos. Pero, es indudable que la tecnología ha cambiado la forma en que hacemos periodismo. No tanto el fondo, pero sí en la forma. Nuestra competencia ya no son tanto los otros periódicos, como también Netflix o las redes sociales. Debemos luchar por la atención, buscar formatos nuevos que sean capaces de mantener a los lectores pendientes de lo que les ofrecemos en un momento en que nadan en diferentes estímulos. Pero para mí lo importante es que los modelos de subscripción han funcionado: la gente está dispuesta a pagar por leer información —y opinión— de calidad. Es un modelo que garantiza el futuro para la prensa.
—¿Existe una frontera difusa, confusa, entre la labor del escritor y la del periodista?
—Con el escritor de novelas, sin duda, existe una frontera muy clara. Los periodistas tienen que narrar hechos verificados, y opiniones basadas en hechos verificados, y son responsables de ello ante sus colegas y, sobre todo, los lectores o espectadores. Un novelista puede escribir lo que quiera, mejor dicho, todo lo que su talento y su imaginación sean capaz de dar de sí. En cambio, un escritor de no ficción, como yo, sí que adopta el mismo pacto con sus lectores: lo que cuenta es cierto o pretende ser cierto y los hechos que narra los ha comprobado y los basa en documentos y testimonios.
—¿Puede hacer una semblanza suya como escritor? (los libros que ha escrito, etc)
—He escrito tres libros. Hace muchos años, en 1999, cuando entré en EL PAÍS, y me dedicaba al periodismo cinematográfico publiqué un libro las películas de guerra, Esto es un infierno. Los personajes del cine bélico, pero ahora mismo está descatalogado. Luego, dos décadas después, en 2019, publiqué un libro de viajes e historia, Una lección olvidada. Viajes por la historia de Europa, que alcanzó un cierto éxito —siete ediciones hasta el momento— y recibió el premio de los libreros de Madrid. Y este año he publicado un tercero: Los silencios de la libertad. Cómo Europa perdió y ganó su libertad. Son libros que mezclan el periodismo con la historia y la reflexión. Y por ahora me gustaría seguir transitando por ese camino: el de la historia y el periodismo. De hecho, me cuesta definirme como escritor porque me siento periodista en varios formatos: tengo una responsabilidad en una redacción —soy jefe del área de cultura de EL PAÍS—, escribo artículos y también libros (además de participar semanalmente en una tertulia en Onda Cero llamada La Cultureta).
—¿Cuáles son sus referencias en el mundo de la escritura?
—Sería imposible describirlas todas. Primero diría que me encanta leer periódicos y revistas: leyendo The New York Times y Le Monde a diario y The New Yorker, y otros medios cuando puedo y tengo tiempo, se aprende muchísimo a contar historias. Leer periódicos, empezando por el mío, es uno de los placeres del verano. Sin pensarlo mucho, creo que hay dos periodistas españoles que me han influido más que nadie, y los conocí a ambos, así que les puedo considerar mis maestros: Luis Carandell y Manu Leguineche. Sus libros me han enseñado muchísimo y creo que no sería el mismo periodista sin ellos, sobre todo Leguineche. También me han influido muchísimo los libros de no ficción de Carmen Martín Gaite —y su amistad y sus consejos—; Bill Bryson, por su sentido del humor y su ritmo narrativo (hace que cualquier cosa sea interesante). En la ficción, no sé, diría que John le Carré y Graham Greene, la buena novela negra… Soy un lector muy poco sistemático, muy omnívoro. Mañana podría decirte otros autores diferentes.
—¿Usted que es un observador habitual de los avatares que se producen en el mundo, me puede describir, brevemente, qué es lo que está ocurriendo?
—Vivimos uno de los momentos más interesantes, y peligrosos, de la historia de la humanidad. No se trata solo de la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin, de la posibilidad de que alguien como Donald Trump pueda volver a ser presidente de Estados Unidos, ni de la subida en toda Europa de partidos de ultraderecha que rechazan los valores sobre los que se fundó la UE y las democracias posteriores a la Segunda Mundial, ni de la pujanza mundial de China que está cambiando los ejes geopolíticos del planeta. Creo que lo más peligroso que ocurre ahora mismo es la crisis climática: nuestro planeta está cambiando a más velocidad de lo que los científicos podían prever y las medidas que se están tomando son más que insuficientes. Los momentos en que, por motivos naturales y de una forma mucho más lenta, ha cambiado el clima del planeta han sido terribles para la humanidad, basta con pensar en la llamada pequeña edad de hielo, en los siglos XVI y XVII, que fue una época desastres, hambrunas y plagas. Esta vez no es natural y va muy rápido. Nos estamos jugando nuestra propia existencia como especie. Nuestra civilización se basa en un clima previsible, algo que está desapareciendo.
—¿Cómo prevé, según su análisis que se va a salir de esta situación?
—Creo que ahora mismo nadie tiene una respuesta porque hay demasiadas variables en juego. Tiendo al optimismo, pero no es fácil serlo ahora mismo a largo plazo. Es muy difícil prever por ejemplo lo que puede pasar en Ucrania: depende la capacidad militar de Kiev, de lo que ocurra en las elecciones de EEUU (Trump y los republicanos en general son putinistas), de lo que ocurra en Moscú, del apoyo internacional, de la posición de China… ¿Quién podía imaginar lo que ha ocurrido con Prigozhin en el último mes? El intento de golpe, la retirada, que se estrella, de manera misteriosa, el avión en el que viajaba. Vivimos en un mundo en el que muchas certezas están desapareciendo, un mundo cada vez más imprevisible. Y eso en el terreno geopolítico. No resulta fácil imaginar hasta qué punto la inteligencia artificial puede cambiar nuestra existencia. Basta con ver cómo era el campo hace 100 años, antes de la industrialización masiva, la cantidad de gente que trabajaba en él. O como era nuestra vida cuando no existían los teléfonos inteligentes, que llegaron hace menos de quince años.
—Usted tiene una entrañable relación con Segovia, ¿Cómo se ve Segovia desde fuera?
—Cuánto más viajo, cuántas más ciudades conozco, más me gusta Segovia. Creo que hay pocas ciudades en el mundo que tengan una oferta cultura, histórica, patrimonial, gastronómica, paisajística tan intensa como Segovia. Los jardines de la Granja, por ejemplo, son unos de los lugares que más me pueden emocionar en el mundo. El otro día visité por primera vez las pinturas románicas de San Justo. Son bellísimas. Segovia ha sido siempre una ciudad abierta al mundo, que formaban parte de las rutas culturales y comerciales de Europa desde tiempos inmemoriales. Para mí, eso lo encarna el románico de la ciudad. Su conexión con el resto del continente. Tal vez Segovia se ve demasiado como un lugar al que ir a comer, que está muy bien, pero a veces eclipsa el lugar cultural que ocupa en Europa, que está a la altura de Siena o de cualquier otra ciudad italiana Patrimonio de la Humanidad.