Sergio Plaza Cerezo
Confieso que, en la sobremesa del pasado 26 de julio, estuve asustado. Un incendio aparatoso se propagó por la parte trasera del tramo no urbanizado de la calle de los Novillos, junto al centro de salud de San Lorenzo en la ciudad de Segovia. Llamas y humareda imponían; mientras, la quema de arbustos y maleza era acompañada por un sonido, casi murmullo, asemejado en el imaginario a las brasas de la caldera de Pedro Botero. Algunas pequeñas explosiones azuzaban el desasosiego. Apostados en la linde donde confluyen Gascos y Antonio Coronel, atemorizados por encontrarnos a las puertas del averno, percibíamos cómo el fuego se acercaba en la dirección donde nos encontrábamos. El peor momento se vivió cuando alguien dijo que las llamas ya estaban apenas a seis metros de la casa más antigua, central e icónica de la última calle referida, construida en piedra y con tejado inclinado. Una mujer, inquieta, le gritaba al marido: “vete a por mi coche; mi coche”. Gracias a la intervención de los bomberos, todo quedó en un susto; por la noche, todavía olía a quemado.
Cuando era niño y pasaba aquellos veranos interminables con mis abuelos, allí vivía el segundo hombre más viejo al que he llegado a conocer, una especie de Matusalén, bautizado en los años postreros del siglo XIX. Era bajito; hablaba poco; portaba boina; y siempre conducía una carretilla. Su hijo era enterrador; y, además, fabricaba lápidas mortuorias. Cuestión de sinergias dentro del negocio funerario, vía mobiliario fúnebre. De la misma forma, un viajero refirió cómo, en el Buenos Aires de mediados del siglo XIX, un mercader británico de licores reciclaba las barricas del whisky distribuido, su negocio principal, para hacer ataúdes.
El plano del viejo Hanói, antiguo Chinatown antes de la Guerra de Vietnam, conserva su estructura gremial, con agrupamiento de pequeños comercios agrupados en rubros muy diversos. Como aviso premonitorio, en los paseos por dicho casco histórico, laberíntico, con sus casas-tienda de dos plantas, siempre llegábamos al mismo punto: la calleja donde los marmolistas exhibían, en el exterior de sus talleres, las lápidas inscritas con nombres en vietnamita, occidentalizado con los caracteres latinos impuestos por los colonizados franceses.
Según creo recordar, Julio Caro Baroja refiere en uno de sus libros cómo la familia judeoconversa que “compró” ejecutoria de hidalguía y genealogía postiza a un montañés, apellidado Coronel, solía invitar a comer al pariente de adopción. Y siempre le decía: “siéntese a la mesa, tío”. La calle de Antonio Coronel era fuente de miedos infantiles. Cuando aparecía por allí un hombre desgarbado, también ataviado con boina, los niños, algo mayores que yo, le gritaban: “Pinto, Pinto”. Y todos nos echábamos a correr, asustados. Pinto vivía en un chamizo; se lavaba en la fuente que ya no existe; y, según parece, trabajaba a jornal en la huerta aledaña. El hijo de su antiguo patrón me dice que el tal Pinto era buena gente: zamorano errante, desarraigado, ex minero en León. La dependienta veterana de una pastelería también me ha contado que el pobre hombre murió de repente, infartado, en un bar de San Lorenzo hace muchos años.
El miedo se encuentra detrás del instinto de supervivencia de las especies animales. La “paura”, como dirían los italianos, es una de las fuerzas que mueven el mundo. La versión española del libro titulado “Miedo: una historia alternativa del mundo”, de Robert Peckham, ha sido novedad editorial durante esta pasada primavera. Le encargué un ejemplar a Carlos Iglesias, mi librero de confianza de Ecobook en la Facultad de Económicas de la Complutense; pero, resulta que la tirada se agotó nada más salir y debía reimprimirse. Una prueba del poder atrayente del miedo sobre los lectores potenciales, cual fuerza atávica y ancestral. Las películas de terror fascinan a muchos espectadores; mientras, los programas sobre temas de misterio son aquellos más longevos en radio y televisión. El miedo es consustancial a la condición humana; y, por regla general, solo los psicópatas desconocen lo que es.
El fuego me asusta. Creo que nunca llegué a encender una cerilla; mientras, detesto todo lo que tenga que ver con petardos y pirotecnia. Que no me esperen en las Fallas de Valencia. Un hermano de mi abuela paterna, natural de Oviedo, inventor, diseñó un dispositivo preventivo, de forma que se bajaran los plomos cada vez que salía de su casa.
En la ciudad de Burgos transcurrieron tres años de mi infancia, durante los cuales cursé párvulos, primero y segundo de EGB. Vivíamos en la casa más elegante de Burgos, ubicada en la calle de Eduardo Martínez del Campo, dentro de la que ahora llaman milla de oro en la cabeza de Castilla, junto al Arco de Santa María y Paseo del Espolón. Uno de mis recuerdos más vívidos me conduce a un pequeño incendio que se declaró en el edificio. Mi madre y yo llegábamos; y, de forma sorpresiva, nos encontramos con los bomberos. Allí, en el exterior, estaba mi padre, quien se había preocupado por evacuar la jaula con las dos cotorritas inseparables, ahora disecadas tras habernos acompañado hasta Logroño y Madrid en los años siguientes. Al morir una de ellas, daba pena ver cuán triste quedó su pareja, quien, además estaba afeada por los sabañones que su compañerita ya no le podía quitar. Ambas se aseaban, la una a la otra; y siempre dormían juntas. Ellas simbolizaban los años buenos pasados en Burgos, ciudad idealizada por mi padre, donde alcanzó su cénit profesional.
Atravieso por un momento en el que necesito releer “La náusea”, novela existencialista escrita por Jean-Paul Sartre. El reencuentro con esta obra clave del pensamiento del siglo XX me dejará un poso adicional, enriquecedor; estoy seguro. En la tertulia porteña donde disfruté de grandes momentos, le manifesté a Juan José Sebreli mi querencia por Albert Camus; mientras, el pensador argentino me expresaba su preferencia por Sartre y “La náusea”.
Antes de iniciar la lectura de cualquier libro, me gusta echar un vistazo al ejemplar en cuestión. Y, en los últimos tiempos, suelo practicar un juego de lectura automática, consistente en clavar los ojos sobre un párrafo escogido de forma aleatoria, nada más abrir el volumen. Así, en la víspera del incendio referido, durante la tarde del día anterior, en la página 168 de mi edición, me topé, por casualidad, con el texto siguiente: “las ciudades me dan miedo. Pero no hay que salir de ellas. Si uno se aventura demasiado lejos, encuentra el círculo de la Vegetación” –esta última palabra escrita con mayúsculas en el original-.
Me inquieté; y así se lo expresé a mi madre. Interpreté cómo antaño vivíamos en Madrid, lejos de la naturaleza; pero, ahora estamos cercados, sin exagerar, por la vegetación en nuestra cotidianeidad segoviana. Las huertas arrabaleras resultan consustanciales a las ciudades de traza medieval. Por supuesto que no imaginé el simbolismo adquirido por aquellas palabras apenas veinticuatro horas después. Pura serendipia.
Apenas recuerdo mis sueños; pero, compartiré con ustedes, lectores, mi última experiencia onírica, que me condujo a despertarme sobresaltado en la mañana del día 27 de julio, unas horas después del incendio en el entorno de Novillos. La base del peñasco sobre el que se alza el casco histórico de Segovia se encuentra detrás de mi casa. Sin embargo, dicho perfil orográfico fue trasladado, por arte y gracia de la imaginación de mi subconsciente, a la ciudad de Burgos. De repente, resulta que, en plano ficticio, alternativo, surrealista, los tejados de los edificios de la calle de Eduardo Martínez del Campo se encontraban al pie de una montaña, pegados a la misma. Y, en mi sueño, ahí nos vemos mi familia y yo, dentro del coche, bloqueados, sin carretera por la que abandonar el monte silvestre para retornar a la vía pública. Como en intersección de conjuntos, mis miedos al fuego, los miedos del ayer, los miedos de hoy, quedaron entremezclados en mapa imaginario que fusionaba una calle de Segovia con otra de Burgos.
En mi artículo titulado “Popper frente a los bomberos de Segovia”, aunque tenía temática diferente, apunté, de soslayo, el riesgo de incendios existente en la parte trasera de la calle del Pozo, ubicada a la izquierda de Antonio Coronel –los Novillos se sitúa a la derecha, algo más adelante en dirección a la Plaza de San Lorenzo. Esta calleja tan desconocida tiene forma de “L”; y justo en la confluencia de ambos tramos, siendo muy estrecho aquel enclavado en la base del peñasco, suelen estacionar vehículos. Este auténtico tapón conforma cuello de botella. Me asusta que, en caso de necesidad, la intervención de los bomberos podría quedar dificultada. Además, téngase en cuenta que la vegetación aledaña ha crecido de forma exponencial durante los meses previos al último verano; y bien parece un bosque tropical, como si se tratara de la Floresta de Tijuca en Río de Janeiro. En caso de llegar a mayores, las consecuencias serían desastrosas, dada la dificultad mucho mayor de combatir el fuego en pendiente, con densidad extrema de masa forestal.
Como corolario, sugiero que, en la entrada a la calle del Pozo, desde Gascos, se instale una valla con cadena metálica, que impida acceso y mal estacionamiento de vehículos particulares. En paralelo, el ayuntamiento debe priorizar la poda de arbustos y maleza en las faldas de la montaña donde se yergue la ciudad de intramuros.
Y, por añadidura, en Antonio Coronel resultaría pertinente: mejorar la iluminación; colocar bandas rugosas para evitar infracciones de velocidad; y ampliar el ancho de la calle, casi carente de acera para peatones en el lado derecho, con vereda mínima a la siniestra.