Cuanto mayor es el esfuerzo, mayor es la gloria. Una máxima con especial sentido ayer entre quienes emprendieron la segunda etapa del ‘Camino de San Frutos’. La ruta, entre Santo Domingo de Pirón y Orejanilla —poco más de 25 kilómetros—, se presentaba ya de por sí dura. Pero luego la lluvia se encargó de exigir un esfuerzo extra a los peregrinos.
Quien más y quien menos barruntaba que el cielo podía llorar durante la jornada. Sin embargo, en Santo Domingo de Pirón el suelo de la Plaza Mayor estaba seco poco antes de las nueve de la mañana, cuando un autobús de ‘La Sepulvedana’ dejó al grupo de andariegos. Entre los participantes, buen humor. Y algunas caras nuevas con respecto a las del sábado. Se percibían las ganas de empezar a caminar.
09,07 horas. El grupo salió desde la Plaza Mayor, compacto. La mañana era similar a la del sábado, con el cielo gris y la temperatura fresca. En un santiamén se dejó a la espalda el caserío. El ritmo de la marcha no era muy alto. Quizá se notaba el cansancio de la primera etapa. Tras girar a la izquierda se entró en una vereda. A la diestra quedaba la Sierra de Guadarrama, todavía somnolienta, con la típica niebla en las cumbres propia de los amaneceres de otoño e invierno. Aparecieron, una detrás de otra, extensas dehesas de fresnos. Y, de vez en cuando, afloraban las rocas, a modo de un berrocal.
Sin percibirlo, los peregrinos penetraron en término municipal de Sotosalbos. Las casas del pueblo, desde ese lugar, parecían acorraladas por los árboles, con la torre de la iglesia ejerciendo de faro. La naturaleza se iba despertando. Menudeaban los fresnos, algunos de ellos majestuosos, distribuidos en mosaico. Un paseo relajante, sí señor.
Faltaba un paso más para toparse con Pelayos del Arroyo. Su alcalde, Francisco Javier Rodríguez, madrugó un poco para tener todo preparado. Uno por uno, los caminantes accedieron a la Casa Consistorial para sellar el carné. Quienes jamás habían estado en el pueblo se sorprendían por un monumento. Se trataba de una horca (también llamada picota), restaurada hace no mucho. “Que esta horca, cuyos lazos se utilizaron para matar, sirva ahora de testimonio de amistad entre los hombres y hermandad de los pueblos”, se leía en su placa.
Aunque sin un cartel de bienvenida, el Parque Natural “Sierra de Guadarrama” acogió, durante un buen rato, a los peregrinos. Dejando el cementerio nuevo de Pelayos del Arroyo a mano derecha, el grupo siguió avanzando. En esa zona, el rey era el roble. Una larga cuesta, recta, castigó un poco más las piernas de los andariegos.
Arriba, el paisaje volvía a cambiar. Tocaba descender hasta Torre Val de San Pedro, al principio entre jaras que parecían querer comerse el camino. Merecía la pena parar unos instantes para contemplar el cuadro de la derecha, espectacular. La Sierra de Guadarrama lucía esplendorosa, dejando entrever sus perfiles. A mitad de su falda, una anchísima franja desnuda de vegetación, la Cañada Real Soriana Occidental —también llamada ‘la Vera de la Sierra’—, por la que durante siglos transitaron las miles y miles de ovejas que tanta riqueza dieron a Segovia. Cerraba la pintura, por su parte inferior, La Salceda, minúscula.
Alegrada la vista, tocaba un descenso pronunciado hasta Torre Val de San Pedro. Se pasaba un leve valle por un puentecito para, a continuación, iniciar el ascenso. Había que cruzar una estrecha carretera, la que conduce a los pueblos de Santiuste de Pedraza, hasta llegar a la SG-V-2332, la que va desde La Salceda a Pedraza. Durante unos minutos, los peregrinos fueron por un arcén de la carretera, hasta encontrarse con uno de los mojones del ‘Camino de San Frutos’, situado junto a dos cruces y el cartel de un comercio de antigüedades, ‘Cosas Viejas’. El núcleo de La Torre permanecía casi desierto. Sus vecinos, dijeron, estaban preparándose para una boda. Los peregrinos pararon unos minutos en la Plaza Mayor. Era el momento del avituallamiento. Y allí mismo se presentó la lluvia, dispuesta a acompañar al grupo hasta el final de la etapa. Al principio apenas calaba…
De La Torre se salió por el camino a Val de San Pedro —en esa calle figuraba un cartel de ‘Aquitania’—. Entre los dos pueblos se produjo otra transformación del paisaje. Las calizas pedían su momento. En Val de San Pedro está uno de los cerros más singulares de Segovia, el de “La Muela”, casi plano en la cumbre pero con laderas de pendientes acusadas, a modo de cárcavas.
Ya en Val de San Pedro hubo que zigzaguear entre su entramado urbano —calles Eras y Vallejuelo—, hasta salir del caserío y distanciarse de él. A mano derecha quedó la abandonada ‘tejera de Ramón’, un artesano que se ufanaba, antes del trágico accidente de tráfico en el que falleció, que sus antepasados habían fabricado las tejas de la Catedral de Segovia.
Un empinado ascenso y ante el grupo se abrió el valle del Cega, bellísimo en esta época del año. Sin embargo, surgió un inconveniente: una batida de jabalíes. Así que los andariegos no tuvieron más remedio que detenerse, hasta que se presentó una patrulla del SEPRONA. Luego, los peregrinos avanzaron en dos grupos, con precaución, pero sin sufrir más contratiempos que los derivados de la incesante lluvia, que no paraba de caer.
El valle del Cega era una delicia. Parecía un un escenario de otra época, con su molino y sus puentes rústicos por los que se cruza el Cega y su afluente el Ceguilla.
Otra dificultad, el ascenso al monte Medina. Por allí, los más retrasados se encontraron con una sorpresa, una piara de cinco jabalíes trotando a su libre albedrío. En dirección a Pedraza, el enebro se erige en dueño y señor, aunque de vez en cuando cede ese papel a la encina. Es un paisaje típicamente segoviano.
De repente, los peregrinos salieron a una zona menos arbolada, más clara, y de ahí, en dos patadas, se pusieron en las tenadas de El Guijo, buen mirador de la villa amurallada. Una brusca bajada, con su posterior subida, y los caminantes saludaron a Pedraza desde escasos metros de donde se halla la ‘cueva de la Cárcel’, la primera cavidad de España donde se realizó una exploración científica, allá por mediados del siglo XVIII.