Hace diez días, escribíamos en este periódico la posibilidad de que la moción de censura presentada por Luis Tudanca en Castilla y León saliera adelante. Decíamos que suponía una posibilidad remota, pero posibilidad al fin. Una moción de censura es un instrumento legítimo, pero un uso indebido, o a destiempo, puede tener efectos perversos, incluso ganándola. Y al revés. Ejemplos los hay de uno y otro signo en nuestra democracia.
Desde aquel comentario, las escenificaciones sobre la oposición a la iniciativa socialista se han multiplicado, con lo que todo indicaba que la moción no prosperaría. Hasta que el viernes, un procuradora de Ciudadanos, María Montero, abandonó su escaño y se pasó al Grupo Mixto. La misma procuradora que días antes había participado en una manifestación conjunta de la unidad del partido frente a la censura presentada por el PSOE. Se ha justificado diciendo que es un ‘ejercicio de honestidad’ con las personas que la votaron y a las que representa. Podrá ser de todo menos un ejercicio de honestidad. Ejercicio de honestidad sería que abandonara el puesto de procuradora y no haber participado en ese acto con el resto de compañeros. A no ser que la citada procuradora suponga que sus votos proceden de sus cualidades personales y no de las siglas bajo las que se presentó.
Este cambio augura también sus futuras intenciones, porque los actos de este tipo no son gratuitos.
Este cambio augura también sus futuras intenciones, porque los actos de este tipo no son gratuitos. Y menos cuando van acompasados con el criterio de la oportunidad. Y aunque lo fueran no es el proceder adecuado ni el más leal con el partido que la ha nombrado ni con los electores que le han prestado su confianza. Hace muy bien Luis Tudanca, y es un ejemplo de honestidad e inteligencia política el suyo, al decir que no aceptará el voto de los tránsfugas, y desmarcarse de cualquier acto de fullería política.
Ejemplos como lo de la procuradora Montero —y de otros tránsfugas— envilecen la política, y la degradan hasta límites insospechados. Y el argumento vale para Castilla y León y para Murcia, para Madrid —recuerden el precedente del Tamayazo— y para Sebastopol. Todo parece regirse entonces bajo las leyes del mercadeo, en donde es más provechosa una prebenda que cualquier contenido ideológico; más un apoyo que un razonamiento. A la generación más floja de políticos en cuarenta años se ha sumado el todo vale para conseguir el poder o para mantenerse en él. Y aquí, y no en cualquier otra causa, reside el verdadero empobrecimiento de la democracia española. Y el mayor peligro para la estabilidad del país. Decía Karl Popper que una nación en la que predominan los intereses particulares antes que los generales; en la que se abomina de las ideas en aras del poder, es una nación que está cavando su propia tumba. Volver a pedir un pacto que evite cualquier rédito al transfuguismo parece absurdo en una coyuntura, como la actual, en la que impera el cortoplacismo y el interés personal o de partido más que el criterio de Estado. La falta de ejemplaridad política la aleja de su condición de servicio público y la introduce en un simple modo de lanzamiento particular para quien no tiene una manera mejor de proyectarse en la vida.
Que el olvido no vuelva a ser, una vez más, el aliado de la mala política
Puede argüirse en contra que son estos meros ejemplos, como pueden ser escasos y contados —en proporción aritmética— los casos de corrupción. Es cierto. Pero su importancia relativa es mayúscula. En una democracia parlamentaria, como la nuestra, la soberanía reside en el pueblo. Debe ser él quien imponga su voluntad con su herramienta más precisa: el voto. Por más que cunda el desaliento y cueste pronunciarse en una contienda electoral, es imprescindible esta participación ciudadana. Y mientras tanto, tomar nota, allá en donde el elector se encuentre, del comportamiento de unos y de otros. Y que el olvido no vuelva a ser, una vez más, el aliado de la mala política.