
Entre 1880 y 1920 recibe Segovia a unos foráneos peculiares. No buscaban la luz, la magnificencia del paisaje, la contemplación de sus monumentos, el gozo ante viejas glorias de civilizaciones pasadas, sino la parte más sombría de la ciudad, las ruinas que sustituían a los antiguos esplendores por el mero acontecer del tiempo y de la desidia de los nativos, los tipos más deformes, más estrambóticos, más alejados de una modernidad a la que se quería abrir la nueva Europa tras décadas de convulsiones. Buscan, en definitiva, un submundo que subsiste y transita en paralelo al mundo ordenado, racional en los modos y en la organización societaria, que se localiza a un tiro de piedra del epicentro de la sociedad moderna y burguesa que encuentra en la ciudad y en los avances tecnológicos su acomodo.
A lo largo de más de cuarenta años -los mencionados que transcurren desde 1880 a 1920; y las fechas sin ser aleatorias siempre son aproximadas- aunque el objeto que se rastree por esos artistas no varíe, sí cambian las intenciones dependiendo de quién empuñe la pluma o maneje el pincel. Quiero decir que aun obedeciendo a semejante naturaleza las visitas de un Darío de Regoyos, Ignacio Zuloaga, Pío Baroja, Ramón Gómez de la Serna o José Gutiérrez Solana, su finalidad no fue la misma, persiguiendo con sus obras distintos objetivos, aunque en la superficie pudieran parecer los mismos con una simple observación de los resultados. Lo analizaremos en las próximas líneas.
CRÓNICAS DEL 120 ANIVERSARIO | La Segovia negra, por Ángel González Pieras
En todo caso, este foco de atención en la Segovia finisecular es síntoma de una evidencia objetiva: la degradación a la que había llegado la anteriormente próspera y bella ciudad monumental pañera. Una degradación que posiblemente era la consecuencia de al menos dos siglos de regresión económica y deterioro patrimonial. Los planes urbanísticos de Joaquín Odriozola, a partir de 1881, con sus alienaciones –sin juzgar aquí los resultados buscados, dado que no es este el momento- son una clara manifestación de esa necesidad de renacimiento producto de la paupérrima situación que se vivía en esos años. Eduardo Martínez de Pisón, en su indispensable ‘Evolución de un paisaje urbano’, Barcelona, 1976, lo define con dos palabras: Segovia era una ciudad “destartalada y pobre”.
Antes de descender al detalle con la fotografía de la situación particular segoviana en aquella época, es interesante recalar en el análisis de la situación del país que realizan dos hombres imbuidos por el espíritu regeneracionista. Un espíritu que se desarrolla a partir del repliegue español hacía sí mismo una vez que se evidencia la mediocridad de la nación tras las pérdidas de Cuba y Filipinas, y que tiene como guarismo un poco estúpido el de 1898. En la ‘España invertebrada’ dice Ortega y Gasset: “El espíritu castellano ha concluido su misión en España (…) La nueva civilización es industrial, y Castilla no es industrial; el moderno espíritu es analítico, y Castilla no es analítica; los progresos materiales inducen al cosmopolitismo, y Castilla, metida en el centro de naturaleza africana, sin vista al mar, es refractaria al cosmopolitismo europeo… Castilla ha concluido su misión directora y ha de pasar su cetro a otras manos”.
Seguimos ahora con Antonio Machado, y en concreto con un poema recogido en ‘Campos de Castilla’, Madrid, 1912, y con el número XCIII de su ‘Poesía completa’. “Castilla miserable, ayer dominadora,/ envuelta en andrajos desprecia cuanto ignora (…) La madre en otro tiempo fecunda de capitanes/ madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes”.
Siempre me ha sorprendido la lectura parcial y a menudo equivocada que en ocasiones se ha realizado de los hombres del 98 o que derivan del 98 –Ortega-, y en especial de ‘Campos de Castilla’ de Antonio Machado y de ‘En torno al casticismo’, de Miguel de Unamuno, que pretenden, como Joaquín Costa, cerrar con siete llaves el sepulcro del Cid y el historicismo de hechos y mitos que subyace a la idea imperial de España (según Unamuno, buscar la tradición en el pasado muerto es encontrar la eternidad de la muerte). Una lectura que particularizo en lo referente a lo castellano y a los castellanos. No es tampoco momento de profundizar en ello aunque sí de esbozar algunos esquejes de su obra como hemos realizado antes. El caso es que nos encontramos ante el espejo de una España negra, de una Castilla negra, de una Segovia negra, que en su negritud y decadencia histórica atrae a determinados artistas que lejos de la búsqueda de la luz o el paisaje esplendoroso de unos pioneros como Aureliano Beruete o Joaquín Sorolla, persiguen plasmar la otra cara de la realidad como se decía al principio de estas líneas.
Entre 1880 y 1920 se proyecta sobre la ciudad y en determinados autores un estereotipo que la vincula a hechos sórdidos, a pobreza, a decadencia, reino de la oscuridad, de la falta de higiene e incluso de la ruindad material y moral. Pero es una imagen paralela a la decadencia de la historia de España. Una historia oficial materializada en viejos esplendores que en el presente –de ese tiempo- eran ruinas, en una nobleza venida a menos que vivía de las rentas y del glorioso pasado en viejos caserones destartalados, inhóspitos, fríos; que se anclaban en la caridad como manera de contribución social. Y que, de puertas hacia adentro, desarrollan en las pequeñas ciudades en donde viven viejos esquemas artísticos ligados a la tradición formal –clasicismo-, al costumbrismo folclórico y a la historia más antigua y presuntamente esplendorosa, ajenos a lo que intelectual y artísticamente se cocía en Europa e incluso en España.
En el paso del siglo, hay una tendencia en las artes plásticas y literarias europeas a reflejar lo más sórdido de la sociedad, lo más lejano a la civilización moderna o, por otra parte, el detritus generado por ella. Las ideas de Emile Zola están todavía latentes. Por su parte, el expresionismo, con sus espejos deformantes, lo vincula con el submundo de la gran ciudad. Los últimos coletazos del romanticismo se siguen fijando en los países en donde todavía no ha llegado el progreso. Ahí veían la autenticidad. Precisamente en un libro sobre Dario Regoyos, su autor, Rafael Benet, recogía la visión francesa sobre la cuestión en la época: “¡Qué magnífico país España (…) ¡Qué magnífico país que deja caer sus monumentos antes de restaurarlos! (…) ¡Cree usted que existe en Francia una sola piedra vieja? Pues ni una. Todo ha sido remis a neuf. Viollet-le-Duc hizo lo que quiso con las catedrales francesas. Todos nuestros monumentos son pura farsa”.
Esta visión se une a la tristeza y a la conciencia de crisis que se vivía en los intelectuales españoles tras el desastre de 1898 y el que se experimentaba por el desarrollo de la guerra en Marruecos. Los intelectuales del 98 quisieron levantar las alfombras, pero lo que vieron mientras tanto, y reflejaron en sus escritos, fue pobreza y marasmo. Así titula Unamuno uno de los capítulos de su libro ‘En torno al clasicismo‘, de 1902, y escribe: “El porvenir de la sociedad española (…) no surgirá potente hasta que la despierten vientos y ventarrones del ambiente europeo” (Gómez de la Serna, en cambio, con mordaz ironía decía de la Segovia de la época: “No necesita espiar a los extranjeros. No es comadreadora. Vive de sí misma, sin comercio con nadie. Come solo pan candeal”).
Los intelectuales del 98 quisieron levantar las alfombras, pero lo que vieron mientras tanto, y reflejaron en sus escritos, fue pobreza y marasmo
Mientras tanto, como se decía, se seguía en la oficialidad política y artística recorriendo la senda que marcaba el historicismo, el clasicismo, el folclorismo, el canto a los héroes nacionales y el horror a la vanguardia. Cuanto más en Segovia. El 15 de julio de 1910 se inauguraba con toda la pompa y el boato el monumento a Daoíz y Velarde en los jardines de El Alcázar y en 1921 la Real Academia Española otorgaba el Premio Fastenraht a Poemas castellanos, de Juan de Contreras, publicado un año antes, un canto romanceado a la historia de Castilla. La perspicacia del Marqués de Lozoya, adivinando por dónde se oían los tiros en el campo literario, le hizo abandonar por completo la lírica y la narrativa y concentrarse en labores de investigación histórica. En 1930, en fin, Alfredo Marquerie las pasaba canutas intentando justificar la presencia del vanguardista Esteban Vicente en la exposición que albergaba la Universidad Popular en la antigua iglesia de San Quirce.
La Segovia de la época
¿Era una imagen real la que trasladaron en sus escritos autores como Gómez de la Serna, Baroja, Darío de Regoyos o José Gutiérrez Solana, o a sus lienzos el propio Solana, Emile Verhaeren o Ignacio Zuloaga? Rindamos culto al positivismo sociológico y demos algunos indicadores que nos permitan entender la base social de la Segovia en el paso de los siglos.
Según Ángel García Sanz hablamos de una ciudad de unos 15.000 habitantes y una población activa de poco más de 6.000 personas. Muchas de ellas dependían de las peonadas invernales que el Ayuntamiento de Segovia creaba para aliviar la situación, y que no poca polémica alimentó en la época. La esperanza media de vida rondaba los 27 años.
Como siempre, la hemeroteca de El Adelantado de Segovia es una herramienta eficacísima para realizar la radiografía sociológica de aquellos años.
En un artículo publicado el 6 de julio de 1919, el decano apuntaba al déficit suministro eléctrico y a la mala distribución del agua como dos de los impedimentos para el desarrollo de la ciudad. Hablamos, incido, de 1919. Sobre la luz, el suelto decía lo siguiente: “La situación es lamentabilísima, intolerable. Las calles se hallan casi siempre a oscuras; el alumbrado particular llega a tales deficiencias que apenas si se puede leer a la luz de una lámpara de cincuenta bujías”. Paradójicamente, Segovia había sido una de las primeras poblaciones de España en tener luz eléctrica, con la constitución en 1889 de la Sociedad Eléctrica Segoviana y con el impulso urbanizador de Odriozola. A finales de siglo se había empezado a cambiar el viejo alumbrado de aceite por el eléctrico.
En su libro ‘El secreto del Acueducto’, de 1922, Ramón Gómez de la Serna da su particular versión sobre la cuestión. “Su fábrica de luz eléctrica se apaga a cada instante, y no admite abonados, sino accionistas, porque solo la puede ayudar el que le da una gran cantidad. No la sacaría de pobre el abonado. El abonado más bien la (sic) robaría lo que consumiese”. Y concluía: “De pobre que es, no enciende sus candiles a la noche”. Cosa que a los ciudadanos venía bien para no contemplar la pobreza del rancho que se llevaban a la boca, según el maledicente escritor.
El técnico certifica que el agua de Segovia es la mejor de España
Lo del agua llama más la atención siendo como es la ciudad del acueducto. Problema endémico este el de la distribución, la calidad y sobre todo la cantidad de agua disponible. El 12 de julio de 1918 lo remarca un artículo publicado por el periódico segoviano a resultas de otro aparecido en el semanario local Renovación. Se constataba la vejez y deterioro de la conducción acuífera y de la considerable pérdida que en los trece kilómetros de la cacera se producía al día: ¡más de un millón de litros de agua!, a razón de quince por segundo y como término medio. Otra vez acudimos a la particular visión literaria de Ramón. “Segovia pasa sed en la época estival en que no llueve, secos los antiguos atanores y las modernas cañerías”. He remarcado el continuo interés del segoviano por el agua. Volvemos a El Adelantado. El 22 de septiembre de 1928 publica un artículo sobre la pureza del agua potable de Segovia. Se basa en un informe del geólogo Alberto Carsi. El técnico certifica que el agua de Segovia es la mejor de España. Una de las tomas que realiza es en la plaza de la Reina Victoria, por lo tanto la que transcurría por el acueducto subterráneo, en ese ensamblaje entre construcción romana, medieval y de Felipe II. Se evidencia que entonces estaba en funcionamiento esta conducción hidráulica, y que el agua venía de la sierra. Apostilla El Adelantado: “Mucho nos complace (el resultado del informe) deseando que muy pronto podamos decir lo mismo respecto a su cantidad”. 1928.
La higiene era otro cantar. “Al extremo del barrio (de San Millán) (…) hay una almáciga de árboles regadas por el Clamores, que en aquel sitio ya va dando al aire el veneno de sus emanaciones”. Esto escribe con esa prosa tan particular Julián M. Otero en su magnífico Segovia, itinerario sentimental, la única obra salida de una mano segoviana en el que la oscuridad –esta es una umbría azul- preside el relato. La obrita es de 1915, y va acompañada de los dibujos del genial Manuel Martí Alonso que tanto ayuda al tono del relato. Segovia siempre ha tenido obsesión por la podredumbre del Clamores, adonde venían a parar las aguas residuales de los barrios de Santa Eulalia y San Millán, populosos barrios del extrarradio. Cuando décadas después se cubrió todo él, la ciudad respiró más aliviada.
El higienismo era señal de civilización, y en aquellos primeros años del siglo XX se pretendía implantar con poco éxito, en primer lugar por la escasa adecuación de las casas, pero también porque el urbanismo de una ciudad como Segovia poco ayudaba en el embate. En su más que interesante ‘Guía y plano de Segovia’, editada por el Diario de Avisos en 1906, Félix Gila describe el caserío. “Existen muchas casas estrechas, tortuosas de poca higiene, son casas miserables y sin capacidad de viviendas humanas (…) Queda el ánimo entristecido y apenado al visitar la población”. Un año antes, en 1905, el Ayuntamiento de Segovia había intentado en sus ordenanzas municipales prevenir la venta de alimentos en malas condiciones, producidos o manipulados sin garantía de salubridad. En su artículo 268 prohibía la apertura de establecimientos que expendieran artículos de consumo sin la preceptiva licencia, pero era papel mojado según denunciaba un artículo de Tomás G. Olalla firmado el 6 de febrero de 1906 y publicado en El Adelantado con el título ‘La higiene en Segovia‘. Comenzaba con contundencia. “Es verdaderamente lamentable cuanto ocurre con relación a la higiene en nuestra España y doblemente (el subrayado es mío) en Segovia y su provincia (…) No hace falta que se hagan leyes, si no se cumplen”.
Veintitrés años después, el 17 de agosto de 1929, con ocasión de la festividad de San Roque (y en el recuerdo la maldita peste de 1599), Gonzalo España escribía en el diario decano: “Justo es que los vecinos del grueso rebaño de casas que se agrupan en las proximidades del poético –solo en el nombre- arroyo Clamores, rueguen al cielo que no vuelva a cebarse en ellas la peste asoladora. Pero también es justo que nuestro municipio no desdeñe las tristes enseñanzas del pasado, higienizando por completo a la ciudad. ¿Y lo hace así?…Procura conseguirlo, aunque lentamente”.
En su libro citado, Martínez de Pisón señala casos en que la falta de retretes y aún corrales compelía a la gente a echar los detritus a la vía pública. Quien pasee por la actual calle de Juan Bravo deparará cómo, en la bajada a la Alhóndiga, aledaña al establecimiento de Germán Elías, a duras penas subsiste un rótulo pintado en la pared con advertencia de multa por el vertido de basura a la calle.
Lo negro en el arte
No es de extrañar que este magma social fuera todo un arsenal de munición literaria y pictórica para los amantes de lo negro en sus diversas variantes. E incluso para novelistas de sensibilidad diferente. El gran Wenceslao Fernández-Florez, en un artículo publicado en El Adelantado el 21 de abril de 1914, hablaba de la plaza del Azoguejo como la de “porches desiguales, mal empedrados” y de “rincones que forman las casuchas humildes”.
Un año antes, en ‘Camino de perfección’ (utilizo la edición de Renacimiento, de 1913), Pío Baroja dibuja una ciudad ganada por una atmosfera agobiante –“calor bochornoso (…), aplastante, (…) campos, abrasados y secos”; “viejas negruzcas (que) charlaban sentadas en el suelo; dos o tres dormían con la boca abierta”; “rezongueaban los moscardones y las abejas; algunos lagartos amarillos corrían por entre las piedras”- y además aburrida: “se respiraba allí un pesado aburrimiento; las horas parecían más largas que en ninguna parte…”. Un escenario plagado de ruinas en el que el protagonista, Fernando Ossorio, se movía con poco que llevarse a la boca –en la posada del Potro la dueña le dijo que allí no le daban de comer, que cada uno “comía lo que llevaba. Era costumbre ésta añeja de mesones y posadas de siglo XVII”, apostilla el autor-. Esta descripción barojiana fue reproducida quince años después por la revista manantial en su primer número de abril de 1928, bajo el epígrafe ‘Carteles de Segovia’.
En el mismo número de la revista se recoge la compra del castillo de Pedraza por parte de Ignacio Zuloaga, y el redactor dice: “Ahora sí que, de veras, Zuloaga será nuestro”. La compra se produjo en 1926. El pintor ya había puesto los ojos en el castillo años antes, en el verano de 1912 camino de Sepúlveda. El viaje lo relata José Rodao en las páginas de El Adelantado de Segovia el 4 de agosto de 1912. Lo titula ‘A Sepúlveda en auto’, y es uno de los mejores artículos de los muchos que escribió el polígrafo. Ese viaje fue más tranquilo que el realizado con la misma compañía tres años antes, el 1 de septiembre de 1909, cuando fue apedreado el flamante coche nuevo del pintor por parte de los lugareños. El segovianismo de Zuloaga formaba parte de una vieja polémica. El eibarrés frecuentaba Segovia desde el otoño de 1898.
Fue en otoño de 1907 cuando Zuloaga pintó dos cuadros terribles y fantásticos a la vez: Las brujas de San Millán, hoy sin exponer en el Museo de Buenos Aires, y Gregorio el botero, propiedad del Museo Moderno de Moscú. Ya escribimos en otro capítulo de esta serie la polémica que surgió en la ciudad cuando Julián M. Otero siguió la estela abierta por Zuloaga años antes y publicó en manantial el relato La novena de las brujas. El mismo Otero había calificado a Las brujas… del pintor vasco como el que levantara en Europa “la leyenda negra de Castilla”.
¿Pinta Ignacio Zuloaga la Segovia negra de la época? Desde luego
¿Pinta Ignacio Zuloaga la Segovia negra de la época? Desde luego. En las caras de las protagonistas del cuadro de las brujas o en ese enano deforme y patizambo, que en los pinceles resulta magnífico por ser extraordinario, y que moriría dos años después exhalando alcohol por todos sus orificios, se concentra la vida oscura, el submundo que subyacía en una ciudad como Segovia, y que era reseñado y resaltado por un artista de fama. Ortega y Gasset en La estética de ‘El enano Gregorio el botero‘ (1911) vincula a Gregorio a una raza a una raza que se niega a aceptar las transformaciones sociales, morales e intelectuales propias de la modernidad. Es decir, tradición y raza frente a modernidad. En eso consiste la España negra.
Pero en las intenciones que subyacen en la pintura del pintor no se puede obviar su fino olfato de comerciante. Extraordinario pintor y hombre de negocios, Ignacio sabe el interés que en esos primeros años del siglo se ha despertado en Europa por las pinturas del XVI y XVII salidas de España. Bartolomé M. Cossío ha descubierto para la crítica al Greco, que se une a Velázquez y a Goya en las preferencias europeas. “La España tétrica y sombría/ que se cubre con viejas vestiduras/ sobre un fondo de ruinas y negruras” tiene su expresión en los pinceles de Zuloaga (el poema es de su cronista, José Rodao). El propio Rodao es consciente de que dichos cuadros “recorrerán en triunfo el mundo del arte” (El Adelantado de Segovia, 25 de noviembre de 1907). Y no se equivocaba. 1908 es un buen año para el vasco. Y vuelve a Segovia “El artista regresa tras haber triunfado con los cuadros realizados en el año anterior (…) Las brujas y el botero han dejado boquiabierta a media Europa”, reconoce Carlos Álvaro en su libro José Rodao, ¡Ese soy yo! Zuloaga ha adivinado el buen camino que supone en Europa la España negra, en este caso, la Segovia negra, y lo transita. Ese año de 1908 pintará ‘Los flagelantes’ y el ‘Cristo de la sangre’. Ya utiliza en los fondos de los cuadros no solo el paisaje castellano, sino también ciudades, para que no haya dudas en la contextualización. Elige unas murallas que recuerdan a Ávila. Castilla profunda. En dos años Ignacio Zuloaga ha pasado del costumbrismo de Tipo de Segovia, que entronca con los protagonistas de la intrahistoria unamuniana o con las “buenas gentes que viven, laboran, pasan y sueña”, machadianas, a la pintura negra lisa y llana.
La España negra de Zuloaga es conformada por el propio pintor con dos elementos: el peso de la tradición, religiosa o profana –dos caras de la misma moneda- y una fisonomía exótica, poco habitual en los mercados de destino a los que iban dirigidos esos cuadros. Tiene razón Valeriano Bozal cuando dice que “Zuloaga pintaba la España negra como él quería que fuese”. Por ello se centra en la España interior; por eso toma como referencia a Segovia.

José Gutiérrez Solana dota de un plus de sordidez a sus cuadros en comparación con Ignacio Zuloaga. Y si este se centra más en los personajes, en cuyo dibujo desarrolla fineza y maestría, Gutiérrez Solana pone el acento en la realidad social que atrapa a esos personajes. En los pueblos de Castilla o en las grandes ciudades, con esos seres producto de la inmigración, de la pobreza derivada de la industrialización: obreros o putas, chulos y chulas. En ocasiones, es un colectivo mayor el protagonista de sus cuadros. El perfil personal se desdibuja entonces. Ahí están esas magníficas obras que son ‘Corrida de toros en Sepúlveda’ y ‘Capea en Turégano’. Los primeros planos nunca esconderán el protagonismo del pueblo y de la arquitectura escénica que forman estos dos lugares de Segovia en donde sus monumentos más representativos –la vieja Casa Consistorial que se introduce en las murallas y el castillo de los obispos de Segovia y la iglesia de San Miguel- tutelan, protegen, dan sentido a los espectadores. La tragedia –el caballo muerto, el toro en pugna con el picador- se coaligan, en un lazo imperecedero, con el espíritu del pueblo. Qué diferentes ambos cuadros con La víctima de la fiesta, la obra maestra de Zuloaga, en la que el protagonista es el picador derrotado, un viejo cansado –Francisco, el segoviano- que hace compás con su caballo como Don Quijote lo hacía con Rocinante. Hay poca sordidez en este cuadro, pero sí mucho fracaso. La arista más lacerante de la vida.
Los personajes terminan por desaparecer en la obra de Darío de Regoyos, que posee la patente de la España negra. Gutiérrez Solana viajó durante veinte años por los pueblos y ciudades de España. Pintó y escribió. Como hizo Darío de Regoyos. Fruto de sus andanzas fueron dos libros: ‘La España negra’, Madrid, 1920, y ‘Dos pueblos de Castilla’, Madrid, 1924. Darío de Regoyos viajó solo por España en 1882, y en 1888 y 1889 lo hace en compañía de Emile Verhaeren. Producto de este viaje último es ‘La España negra’ de Verhaeren, una obrita en la que la exageración señala bien a las claras que la negritud, el esperpento, también reside en los ojos del artista. En su libro Regoyos no habla de Segovia porque no recala en Segovia. Gutiérrez Solana sí lo hace. Y escribe sobre lo que ve. Pero como Regoyos, lo hace preñado de subjetividad. No es impostura. No es merchandising, sino visión desbordada, nada comedida, nada acomodaticia. Escuece lo que dice Solana como escuece lo que se ve en los cuadros de Solana. En eso se diferencia su obra de la de Zuloaga. Zuloaga sabe para quién pinta. Gutiérrez Solana sabe por qué pinta. El espectador se rinde ante Zuloaga. A Solana o se le rechaza o se le venera. No hay término medio. La visión de ‘Mujeres de la vida’ (1916) genera los mismos efectos que su prosa. A Segovia, Gutiérrez Solana le dedica siete páginas. Y se centra en su Plaza Mayor. Es llamativo el interés que despierta la plaza, todavía en 1920 sin terminar porque faltaba el edificio adosado a San Miguel, pero ya muy definida. Lo vimos en el anterior capítulo. La pintaron Darío Regoyos por dos veces, Daniel Zuloaga e Ignacio Zuloaga. A ella y a su entorno se refiere Solana. Habla de la plaza. “Esta famosa plaza”, dice, “la forman unos lienzos de casas derrengadas, todas apretadas y unidas, cuyos balcones de madera están tan curvados y hacen tantas bajadas y subidas que parece de un momento a otro van a venirse abajo”. Y luego habla de la ‘Taberna de los Artistas’, “donde vienen los albañiles y obreros a comer; en su escaparate cuelga algún trozo de cecina y cordero en carne viva con los ojos fuera, y nada más, pues en Segovia se come poco y hay mucha hambre; en un plato se ve (sic) las calvas blancas y tristes de esqueleto de los pájaros fritos cazados a ballesta”.
Volvemos a Darío Regoyos. El asturiano no escribe sobre Segovia. Y es una pena porque fue mejor escritor que Solana, más libre, menos azoriniano. No escribe pero sí la pinta. Lo hizo en su viaje de 1882. Fue por lo tanto el más madrugador de los pintores que llegaron a Segovia. Pinta ‘Place à Sègovie’ (1882), óleo sobre cartón, y ‘La Diligencia de Segovia’, que durante un tiempo se fechó en 1889 porque así parece deducirse del propio cuadro, pero que se cree de la misma fecha que el que realiza sobre la plaza mayor.
En Regoyos, se decía, los personajes casi desaparecen engullidos por el entorno o la acción que se representa. Son miniaturas en unos cuadros miniados. Parecen manchas. Es la huella del estilo impresionista. En ‘La Diligencia’ juegan un papel secundario ante la rotundidez del coche y de los jamelgos. En ‘Place’ casi no figuran, aunque el pintor coloque un manchurrón azul claro en medio para minorar el efecto del albero inicial. Qué es, al cabo, para Regoyos la gente sino una anécdota del acontecer diario; un mechón despersonalizado y tenue que ni siquiera como un elemento más da vida al teatrillo de la existencia.
Darío Regoyos no llena su paleta de ocres y colores umbríos, ni fija los contornos de sus personajes para exaltar su aspecto primitivo, cadavérico, pero sí pinta la cotidianidad de un mundo en declive, reacio al cambio. Hay un cuadro con un marcado carácter simbólico (tendencia predominante a final de siglo en Francia, cerca de la Bélgica en donde vivía el pintor), que expresa la diferencia entre la “España que muere y (la) otra España que bosteza”. Se titula ‘Viernes Santo en Castilla’ (1904): una procesión va camino de ninguna parte. Por encima pasa un tren humeante, que tiene como fondo de escenario un cielo azul.
CRÓNICAS DEL 120 ANIVERSARIO | La Segovia negra, por Ángel González Pieras
Una mala propaganda
Se lió una de aúpa en la ciudad con la publicación de un artículo en la prestigiosa revista La Esfera, editada en Madrid. En su número 247, con fecha 21 de septiembre de 1918, salía un suelto titulado Una ciudad castellana acompañado de una vista de la catedral desde los Altos de la Piedad. Se puede ver en la ilustración que se adjunta a este comentario. Se le atribuía a esta ciudad, entre otras lindezas, las siguientes: “Viejos suburbios, aduares sórdidos e infectos”. “Abundan los blasones, fosilización de la vida pretérita de un pueblo estratificado en visiones medioevales”. “Los tejados se hunden; los muros se desmoronan”. “Los edificios, festones de calles y callejuelas tortuosas y pinas, son viejos y sucios”. El artículo iba firmado por Benito Artigas y Arpón, periodista y político obrerista soriano, muerto después en el exilio.
Era la traslación de la Segovia negra al cuché de la época. Mala propaganda, por lo tanto. Tal se montó que la revista tuvo que rectificar en el número siguiente. Lo hizo con rapidez. Especificaba que el artículo era una simple colaboración literaria sin que se refiriese a ninguna ciudad en concreto. La aclaración venía acompañada de una foto de El Parral, en aquel momento un monasterio deshabitado y en ruinas. Significativa paradoja.
El contraste cultural
La decrepitud general de la ciudad y de la provincia en los primeros XX –tan solo el 10% de la población se asentaba en la capital- no fue óbice para que Segovia mantuviese unos índices de alfabetización por encima de la media española y una incipiente vida intelectual. Por supuesto, esta afirmación se matiza con todo lo dicho en el artículo general en cuanto a la absorción de corrientes artísticas foráneas. Pero es innegable y resulta, a la postre, significativo este pulso cultural frente a la atonía industrial y económica. Segovia fue de las últimas ciudades españolas en recibir al ferrocarril, pero las cifras de analfabetos eran menores que las del conjunto nacional. Tomamos la referencia de Jean-Louis Guereña citado por Isabel Pérez-Villanueva: en 1920, siendo la media de España del 52,23%, en Segovia se reducía al 33%. Y en la capital sabían leer más de cuatro habitantes de cada cinco. Mariano Quintanilla, en Daniel Zuloaga y la Segovia de su tiempo (1949), lo focaliza en el ámbito cultural: “Segovia se podía lamentar con razón de su atraso económico, pero no de su decadencia cultural”.
Otra vez hay que aludir a iniciativas particulares y a personas concretas. Imposible no citar el precedente de la fundación Ochoa Ondategui o la de Ezequiel González. U olvidar a las colonias escolares impulsadas por el doctor Segundo Gila con el concurso del naturalista Félix Gila, en 1899. Y a personajes tempranos como Joaquín María de Castellarnau, Andrés León Maroto o Rubén Landa, que participaron en la Junta de Ampliación de Estudios (1907), que tuvo un alto componente krausista. Es justo mencionar las becas para formación artística en el extranjero de la Diputación de Segovia, siempre tan activa en la provincia.
La lista de nombres de inquietos segovianos se podía alargar; decir que estos impulsos concluyeron en la creación, en 1919, de la Universidad Popular. Como dice Pérez-Villanueva: “Segovia se convirtió desde época temprana en un pequeño laboratorio de experimentaciones pedagógicas, abonando el terreno para las reformas del periodo republicano”.
Como salido de una guerra
A mediados del siglo XIX se produce un tímido intento de reforma en la ciudad. Pivotará en dos actuaciones: el embellecimiento externo de los edificios con el especial revoco de las fachadas denominado esgrafiado y un afán destructor de viejas reliquias de iglesias y conventos, desafectadas de culto y desamortizados. En 1859, el arquitecto municipal Miguel de Arévalo propuso el derribo de determinados edificios y puertas de acceso al casco histórico. En 1864 vendrían abajo el Postigo del sol; en 1866, la iglesia de San Román. Después seguirían, ya en tiempos de Joaquín Odriozola, el derribo de San Pablo (1881); San Facundo (1884), el Postigo de la luna (1885), la Puerta de San Martín (1886) y la de San Juan (1887). La ciudad parecía salida de los efectos de una guerra destructora. Con la venta de los materiales se pretendía financiar la terminación de la Plaza Mayor. De la construcción de los distintos edificios hablamos en el capítulo anterior.
La acción de la piqueta fue mayúscula, como se ha visto. Segovia era también un amasijo de piedras caídas, solares y edificios en construcción. Y lo que no hicieron los bárbaros lo hizo Barberini. En este caso el fuego destructor que aceleró los cambios. O un rayo (San Esteban, 1894). En 1862, un incendio afectó a El Alcázar. En 1899, la antigua sinagoga mayor, (iglesia del Corpus Christi) fue pasto de las llamas. Y en 1920, concretamente el 26 de diciembre, un incendio que comenzó en la central de Telégrafos, en la Calle Real, afectó al aledaño Círculo Mercantil. Las maderas saltaron como piñas incandescentes y llegaron a la iglesia de San Miguel. “El fuego prendió en el palo que sujetaba la bandera y se corrió a la torre, que ardía por completo a los pocos instantes”, decía la crónica de El Adelantado de Segovia del lunes 27. Y remarcaba: “todas las casas adheridas a la iglesia (…) tuvieron que ser rápidamente desalojadas, ante la inminencia del peligro”. Eran las casas del paramento norte, el más vistoso de la iglesia levantada en el siglo XVI después de la caída de la anterior en 1532, lo que evidenciaba que no se esperaba el adosado de casas. La fachada quedó tal y como la enseñamos en la imagen. Así estuvo durante años. En 1927, el arquitecto Silvestre Pagola –el anterior arquitecto municipal había dimitido tras el incendio de 1920- se encarga del Plan de Mejoras urbanas y proyecto de alineaciones, en el que se incluyó la terminación de la Plaza Mayor y su conexión con la de los Huertos. Fue entonces cuando nació la calle Colón. El debate sobre lo que hacer una vez derribados los edificios adosados a la iglesia se abrió en la ciudad. Y El Adelantado contribuyó a él. El 8 de junio de 1928, Julián de Torresano califica de “mamarracho” el intento de volver a construir un edificio en donde a principios de ese año ya no se citaba ni una casa. Poco éxito tuvo. Cabello Dodero levantó su tercer edificio en la plaza. San Miguel volvía a estar arrinconada.