Manolo Matjí, guionista.

-La narración cinematográfica es elipsis. Tiene más que ver con la poesía que con el teatro. Y eso no se puede aprender. Una narración es un organismo. Todos los elementos se relacionan sistemáticamente –bien o mal, pero ese es otro tema- en una acción que te conduce al desenlace. Y deben hacerlo en armonía, que es una palabra que conviene buscar en el diccionario. Un día, un chico, al escuchar esto, se levantó y dijo: “Ya lo entiendo. Es exactamente igual que un grano de arena, que te cuenta el desierto. Porque todos los elementos que constituyen el desierto están contenidos en ese grano de arena”. Hay otro concepto que no se enseña y se debería enseñar: el espectáculo. El cine es espectáculo. Eso quiere decir que está hecho para que el espectador participe. Cuando era niño había una trapecista famosa que se llamaba Pinito del Oro a la que íbamos a ver al circo Price cada vez que actuaba en Madrid. Hacía el pino sobre el trapecio. El marido estaba debajo para recogerla si caía porque ella trabajaba sin red. El tambor redoblaba… ¡Brrrrrrr! Y acompasaba tu corazón. Había momentos donde parecía que se iba a caer. Y el público gritaba: la participación del público, buscar su complicidad.

 

-Primero, fechas…

-Nací el día de la Inmaculada Concepción de 1943, a las siete de la tarde, en una casa de la calle General Pardiñas (Madrid), mientras mis hermanos estaban en el cine Padilla, que ya no existe. Veían una película portuguesa, Aldea de ropa blanca (1939). En la que había una canción que ellos todavía me cantan. De modo que hubo algo de predestinación.

 

-¿Cuáles son sus orígenes?

-Mi padre era militar, jefe de la Guardia Civil. Era un personaje… Yo le tenía mucho miedo. Le quería mucho y le tenía mucho miedo. Era un hombre que gritaba, que mandaba mucho y era una persona de aspecto imponente. Nunca tuve una buena relación con él… hasta que murió mi madre en el año ’67. Él vivió cinco años más y en esos años hablamos, porque él estaba débil y yo también y nos hacíamos compañía. Estuve durmiendo en la cama de mi madre, a su lado, y le oía sufrir por las noches. A veces hablábamos. Luego, se volvió a casar. Estuvo en el desembarco de Alhucemas. Hizo la guerra de África. Era mallorquín, de Felanitx, y mi madre, menorquina. De Mahón.

 

-Su segundo apellido es Tudurí…

-Tudurí. Parece francés… El caso es que cuando mi padre vuelve de África, le destinan en Mahón. Le llamaban “el alférez guapo”. Y a mí madre, que era muy guapa también, la llamaban “la sultana”. Venía de una familia de la burguesía de Mahón que se había arruinado. Mi madre era una mujer con mucho carácter. Nunca se arredraba ante nada. Mahón tiene un teatro de ópera, el “Lírico”, y allí fue donde se conocieron mis padres. Para sacar a la familia adelante mi padre se pasó a la Guardia Civil. Mi madre era monárquica, conservadora radical, y mi padre era… pues un militar. Cuando estalló la guerra murió en el frente de Teruel un compañero de mi padre, que era gran creyente y que fue enterrado entre banderas rojas, puños en alto, la “Internacional” a todo trapo y demás rituales marxistas. Estaban en el lado republicano, es decir, la guerra les había pillado a contrapié. Aquel entierro se hizo sin una cruz, sin un responso, sin consuelo cristiano. Y entonces mi madre le pidió a mi padre que se pasara al lado franquista porque no podía soportar la idea de que, si le ocurriera algo, fueran a enterrarle así. Entonces, mi padre se pasó al otro bando con toda la compañía menos un brigada.

 

-¿Esto fue en el ’36?

-En el ’37. Creo que fue en la segunda batalla de Teruel. Se levantó por la mañana y le dejó una nota debajo de la almohada a mi madre: “Esta noche me paso”. Pasó a la zona nacional, lo depuraron y le preguntaron: “¿Quién responde por usted?” y él contestó: “Pregúntele a Franco, que me conoce de África”. Fue adscrito a las órdenes del general Varela y estuvo con él toda la guerra e, incluso, después. Lo más importante es que mi padre era un gran narrador. La pasión por contar, de hablar y no parar, viene de mi padre. Me encantaba escucharle. Contaba muchas cosas de África, de cuando era joven, y alguna de la Guerra Civil.

 

-¿Cuáles son sus películas de referencia?

-Las que me quedan, las que me dejan huella. Estoy poco interesado en ver si están contadas así o asá, me tienen que dejar algo. Supongo que esa es la diferencia entre una buena y una mala película. Por eso, desde un punto de vista arqueológico o psicológico, las referencias importantes tienen que ver con la infancia, con las que vi entonces y me regalaron algo. Algunas, clarísimas. Por ejemplo: Los tres mosqueteros (1948), la de Gene Kelly.

 

-Otras películas que le marcaron…

-Así, al pronto, La máscara de hierro (1939), la de James Whale. El final, cuando el rey malvado escapa de la prisión, con la máscara puesta, y la diligencia cae al río. Mientras el coche se hunde, el rey con la máscara de hierro se asoma a la ventanilla. Le has odiado pero sientes compasión. El monstruo se ahoga y tú sientes pena. Es un plano lleno de riqueza: el malo es castigado pero te inspira compasión. ¡Esos son regalos maravillosos! Es otra vez el lenguaje de los sueños, que era en vedad el lenguaje del cine mudo. Tú ves ahora Y el mundo marcha (1928) y se te caen los palos del sombrajo. O ves El gran desfile (1925) cuando marchan hacia el frente… ¡Pam-pam-pam!… De pronto, el que va detrás de John Gilbert cae; el que va al lado, cae… sabes que han muerto y no oyes los disparos. No oyes nada… Por no hablar de Amanecer (1927)… Por no hablar de Las manos de Orlac (1924), la primera, la muda… El hombre que ríe (1928) cuando la marquesa se excita y se lo lleva a su alcoba y él tiene la sonrisa que le han operado en la cara, tan perturbadora. Los besos de Greta Garbo y John Gilbert en El demonio y la carne (1927). O Lirios rotos (1919). O Las dos tormentas (1920)… Griffith, Chaplin… sacar cerezas. ¡Y solo del cine mudo!

 

-¿Qué género prefiere?

-Para simplificar: a mí me gustan las películas del Oeste y las de aventuras. Historias que parecen sencillas pero que no siempre lo son. Gente corriendo. Películas que transmiten energía. Siempre me ha gustado que las películas se muevan y tú con ellas. La persecución mueve algo profundo. Tanto el que persigue algo como el que huye… Indiana Jones escapa del bolondrio aquel que en realidad es otra vez el puto tiburón o el camión de El diablo sobre ruedas (1971). Ahora parece que la bola nos ha alcanzado y nos aplasta. Y el tiburón de la crisis nos devora… Pero también a la inversa: el que va en pos de algo. Eso es del western y de la mayoría de las historias: hombre que busca algo. Moverse en el sentido del teatro clásico, de la mudanza: cambiar de emociones, de afectos, de expectativa. Como nos enseña Lope de Vega en El arte nuevo de hacer comedias. Pero no es indispensable que sean corre-corre-que-te-pillo. También hay movimiento en Plácido (1961) y en La tía Tula o en Hable con ella (2002) y en El desencanto (1976).

 

-También actuó en una de las prácticas de Manolo Marinero. Néstor no corre (1968-69) se titula.

-La primera práctica de Manolo se llamó Handicap (y como perderlo) (1967-68) y la segunda Néstor no corre. Manolo y yo tuvimos muchas cosas en común: nos gustaron las mismas películas por los mismos motivos, tuvimos idénticas debilidades, bebimos como cosacos y fuimos hermanos de alcohol. Creo que hay que llamarlo así. El alcohol es una droga muy canalla. El día en que lo conocí me dijo: “Tú y yo seremos amigos”. “Ah, ¿sí? ¿Por qué?” “Porque tus orejas son una tentación para El Coyote…” El Coyote disparaba en los lóbulos de las orejas a sus enemigos. Y me dijo: “César Echagüe no fallaría. Y yo tampoco”. Cuando alguien te dice algo tan abracadabrante y tan estrafalario ¿cómo no vas a ser amigo suyo? A veces iba por casa de mis hermanas, por la mañana, cuando no había nadie. “Vengo a bañarme”, y se bañaba. Luego decía que le gustaba más aquel cuarto de baño que el de su casa. A veces nos reuníamos para escribir alguna crítica. La empezábamos juntos y al día siguiente la traía él terminada. En casa había una Smith-Corona, una máquina de escribir que trajo mi padre de Estados Unidos. Era la que utilizaba Hemingway, pequeña y muy silenciosa. A Manolo le gustaba aquella máquina y me dejaba historias escritas. O algún arranque que yo seguía… Era como un juego.

 

-Fueron buenos amigos…

-Durante cuatro o cinco años compartimos muchas vivencias. Y luego, discutíamos… Siempre que discutíamos estaba el alcohol de por medio, que es mal compañero, aunque pueda parecer lo contrario. Rataput era otra categoría de Manolo. Nosotros éramos rataputs… ni ratas, ni putas. La categoría máxima era ser fronteras. Manolo escribió cosas estupendas sobre la frontera y tardé mucho en descifrar lo que era y por qué fue tan importante para él. La frontera era el lugar utópico, mental, no sé cómo decirlo la verdad…. La ocasión de la aventura, del peligro, del riesgo, de estar a un lado y en el otro, sin límites… Y Manolo era un apóstol de todo esto, un tipo muy especial. Y la frontera de la que él hablaba, que yo pensé poética, luego resultó ser muy real. Era la frontera entre la razón y la locura. Pensábamos que las cosas que hacía y que decía eran producto del alcohol y era otra cosa. Tardé años en darme cuenta.

 

-¿Cómo entra en la profesión?

– Siento que entro en la profesión cuando descuelgo el teléfono y escucho una voz que me dice: “Soy Eugenio Martín. Me ha hablado de ti José Vicuña, en Impala. Estamos con un proyecto y me gustaría conocerte”. Fui a Vega, la productora de Eugenio, que estaba en Doctor Fleming. Y en la productora estaba Antonio Fos, un guionista valenciano que había ido a despedirse: “Así que tu eres el nuevo. Te deseo mucha suerte. En España no se puede vivir de escribir guiones”. Antonio se fue –aunque volvió a Madrid un par de años después y escribió, entre otros, el guion de El virgo de Visanteta (1979)- y nos quedamos solos Eugenio y yo. Eugenio había trabajado con Phillip Yordan, con Bernie Gordon y Ben Barzman, los guionistas americanos que se vinieron con Bronston. Había rodado, entre otras películas, Hipnosis (1962) y Pánico en el transiberiano (1972), que además de ser una joya es un claro antecedente de Alien (1979). Me inspiraba respeto. Lo único que me preguntó fue por los libros que había leído últimamente y después me hizo hablar de los que me gustaban… Quería escribir sobre los exiliados españoles en el maquis francés durante la guerra mundial: gente que luchó contra los nazis en Francia, una manera de continuar la guerra contra Franco.

 

-También pasó por TVE…

-Cuando cerraron la Escuela de Cine, a principios de los setenta, hubo alumnos que por el hecho de haber secundado la huelga se quedaron sin el título y, por lo tanto, sin el carnet del Sindicato Nacional del Espectáculo. Juan Antonio Bardem tomó cartas en el asunto. Era el presidente del Sindicato y les dio el carnet a los compañeros y en los morros a Fraga. Y entonces pasó otra cosa casi milagrosa. Televisión Española puso en marcha la segunda cadena. Me parece que lo llevaba Salvador Pons, no me hagas mucho caso. Y por encima, Miguel Ángel Toledano. Gente que venía de Falange, del Frente de Juventudes, y, curiosamente, van a ser ellos los que les den trabajo a los de la Escuela. No solo eso, sino que además los pusieron en nómina. Gracias a esto entraron en TVE Antonio Drove, Ramón Gómez Redondo, Jaime Chávarri, Emilio Martínez-Lázaro, Fernando Méndez-Leite… Esto te lo cuento entre el recuerdo y la fábula… Entraron como realizadores de la segunda. Antonio Drove hizo con Tip y Coll un nosequé que se llamaba Pura coincidencia (1973). Ramón Gómez-Redondo, un programa que se llamó Galería (1972) y que era una agenda cultural que estaba francamente bien… Tan bien que le encargaron hacer Los pintores del Prado: pequeñas historias alrededor de algunos cuadros. Y esos son mis orígenes en televisión.

 

-¿Se “colgó” con Rubens?

-Escribí Rafael (1972) de Los pintores del Prado, sobre el retrato del cardenal Alidosi: ese que da tanto miedo. Luego escribí sobre el cuelgue de Rubens con Elena Fourment, a la que llevaba treinta años. El de Rafael lo hizo Ramón y el de Rubens, Chávarri. Rubens me impresionó porque no dejó de disfrutar ni un solo momento de su vida. Era un gozador, un gran pintor con una energía inagotable… El episodio se llamaba La osadía de vivir (1972) y tenía unas ínfulas acojonantes. Vamos… que para trasladar a la pantalla lo que había en ese guion habría hecho falta un presupuesto veinte veces mayor.

 

-¿Todo lo que hacía entonces era para la segunda cadena?

-En la segunda cadena estaba la cultura. Y el Departamento de Cinematográficos, que dirigía Fernando Moreno, y que rescataba películas que no se habían estrenado aquí. A cuenta de los pases de esas películas mis hermanas organizaban auténticos cine-fórums en casa y después nos daban de cenar… Miguel Marías se enteraba de que había un ciclo de Budd Boetticher y se lo enchufaba entero con ellas. Por allí iba un montón de gente, y cuando digo un montón digo entre veinte y treinta personas.

 

-¿Trabajó para la Warner?

– A principio de los años setenta escribo varios guiones para Warner Española. No tenía exactamente un contrato… Hice cosas con Eugenio Martín y con Escrivá… Eugenio y yo escribimos el guion de La conciencia tranquila. Utilizamos el cuento de Carmen Martín Gaite como punto de arranque y explorábamos qué sucedía cuando este hombre decide que no puede hacer nada más por ella. Entonces, se volvían a encontrar y se enrollaban. Barajamos un título como Cambio de pareja o Cambio de chaquetas, porque era el momento de aquel baile de máscaras, donde auténticos fascistas se hacían pasar por demócratas… Como ahora. Carmen lo leyó y no le gustaron los diálogos: “El guion está bien pero hay que hacerle una trasfusión de sangre en los diálogos”. Entonces nos reuníamos en el Café Lyon d’Or y ella reescribía lo que le daba la gana.

 

-En aquella época se inicia como productor…

-Joaquín Hinojosa, a quien había conocido por mediación de Manolo Marinero, había hecho Tigres de papel (1977), que es una película estupenda y el pistoletazo de salida de la comedia madrileña. Nos invitó al estreno de ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? (1978) en el cine Bulevar. Allí me presentó a Fernando Trueba y a Carlos Boyero. Entramos en sintonía de forma inmediata. Fernando Colomo, que estudió en los Sagrados Corazones, aunque seis años después que yo, y que también es hijo de militar, había hecho con Fernando Trueba Cuentos eróticos (1980) y estaban escribiendo La mano negra (1980). Yo tenía algo más de experiencia, compartía vivencias con Colomo y además había leído a Trevanian, así que empecé a colaborar con ellos en el guion de La mano negra. Ese verano –tiene que ser el verano de 1979- vinieron a Porto Colom, en Mallorca, a una sesión de trabajo… estábamos los tres hablando en el agua, con la playa ya vacía… No me lo invento, eh. Lo veo. Estoy allí… Y Fernando Colomo le dice a Fernando Trueba: “Fernando, tendrías que pensar en dirigir una película en cuanto hagamos La mano negra”. Y Fernando se echa a reír y dice: “Mi primera película se llamará Ópera prima (1980) y tratará de un chico que se encuentra con su prima en la Plaza de Ópera de Madrid”. A la vuelta del verano, Fernando escribe con Óscar Ladoire el guion de Ópera prima. Me lo pasan. Lo leo. Y me gusta. Porque es algo nuevo…

 

Mañana: “Así escribimos el guion de Los Santos Inocentes”