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Archivo del Corregidor. / Fotografía facilitada por el Archivo Histórico Provincial de Segovia

En un artículo antes que este, hablamos sobre los delitos más habituales cometidos en la Comunidad y Tierra de Segovia durante la Edad Moderna, y en él nos comprometimos a ocuparnos de la organización de la justicia.

Se han revisado 4.395 legajos que se conservan en el «Archivo del Corregidor», custodiado en el Archivo Provincial de Protocolos de Segovia, y de estos, 3.304 legajos contienen información sobre las actuaciones del Corregidor y sus tenientes. La inmensa mayoría de estos legajos se refieren a la actuación política, administrativa, recaudadora o de recluta de soldados; pero, además, existen 106 legajos, que contienen 3.667 expedientes, que tratan sobre la actividad judicial del Corregidor.

La lectura de los pleitos que hemos considerado más significativos y que mejor ejemplifican la variada casuística delictiva, nos ha permitido conocer a las instituciones o cuerpos actuantes, a los ejecutores de la justicia y a sus auxiliares, y la dinámica inherente a los cambios producidos entre estos funcionarios, además de conocer los procedimientos seguidos en los diferentes tipos de procesos. Gracias a esta información, hemos podido reconstruir, en parte, la organización de la Justicia.

Conocemos con certeza la existencia de códigos destinados a regular las normas de conducta y de convivencia entre los miembros de las comunidades ciudadanas de las más antiguas civilizaciones. Me viene a la memoria el «Código de Hammurabi», como ejemplo de conjunto de leyes destinadas a lograr este fin en la antigua Mesopotamia.

En tiempos posteriores, las civilizaciones griega y romana fueron perfeccionando estas normas de vida ciudadana y, sin duda alguna, de estas fuentes bebieron los reyes medievales para organizar la ley y la justicia en sus respectivos reinos o territorios. Las especiales circunstancias que concurrieron en la Península Ibérica durante el periodo denominado como la Reconquista, obligaron a los reyes a establecer legislaciones particulares con la concesión de fueros específicos para cada población cabeza de las distintas Comunidades de Ciudad o Villa y Tierra, entendidos estos como privilegios consecuentes a la conquista y repoblación de los territorios ganados a los musulmanes y anexionados a los distintos reinos peninsulares. Pero la necesidad de organizar una Justicia Real que fuera efectiva en todo el Reino, fue derivando de este derecho particular que significaban los fueros, hacia un derecho estatal ejemplificado en las Partidas y las Pragmáticas Reales como cuerpo legal con el que salimos del medievo para entrar en la etapa codificada que se produce en la Edad Moderna. Esto supuso un monopolio del derecho penal como instrumento de imposición de la autoridad absoluta de los reyes. Del mismo modo, significó, también, una evolución desde el teologismo, consiguiente al clima religioso de la época, hacia la Ilustración racionalista con la que se salió, a su vez, de la Modernidad. No fue hasta el siglo XIX cuando se sustituyó el sistema penal propio de la Monarquía Absoluta por el del sistema Liberal Burgués, lo que significó una dulcificación de las penas y la caída en desuso del tormento como instrumento para lograr la confesión de los delitos por los delincuentes.

Podríamos decir que el uso de la fuerza y la violencia son inherentes al ser humano y que éste trata de imponer su voluntad a través de ellas a los demás miembros de la sociedad. Como consecuencia de este proceder es por lo que se hacen necesarias las leyes y las normas de conducta que hacen posible la vida en comunidad. Son los reyes quienes tienen que velar por el orden en el reino y establecer unos códigos de conducta que respondan a los desafíos fruto de la violencia estructural de la sociedad, y a las rivalidades entre los poderosos en los que necesariamente se tienen que apoyar para el gobierno de los distintos territorios. De este modo, las armas y las leyes son necesarias para mantener el orden.

La ley, en oposición al delito, es necesaria para el bien común y el arma necesaria para doblegar a aquellos que quieren quebrantar el orden establecido y la convivencia ciudadana. Y si la ley emana del poder establecido, por ello, quien delinque no solo ataca a su víctima, sino que también atenta contra la autoridad. Bien por la costumbre o bien por la reflexión, la vida en sociedad exige tener una clara conciencia de lo que es bueno o malo para sí misma. Del mismo modo y como consecuencia de una deliberación previa, los individuos que forman la sociedad, tienen que asumir el castigo del que promueva el mal o del que por su comportamiento, sus acciones resulten nocivas para el resto de los vecinos convivientes.

Durante el Antiguo Régimen, el soberano era la fuente de toda justicia y era, también, quien poseía el derecho de administrarla. La Justicia era, por tanto, una regalía, que emanaba del soberano y que éste delegaba en otras personas con el fin de que llegase a todos los rincones del reino. El sistema judicial durante la Edad Moderna se correspondía en lo fundamental con las necesidades de la organización social. En una sociedad desigual —en la que el sistema de privilegio discriminaba a las personas según fuera su linaje, el estamento al que perteneciera, su lugar de nacimiento o su dedicación— existían diferencias jurídicas para cada súbdito, estamento o corporación. De este modo el administrado recibía el tratamiento legal correspondiente a su rango o a su grupo de pertenencia.

La facultad de nombrar jueces estaba reservada al soberano, quien la ejercía a través de la Cámara de Castilla. De este derecho nunca se desprendió el rey, razón por la cual nunca se enajenaron los oficios de justicia. El Consejo de Cámara se encargaba de la provisión de los oficios, cuya designación correspondía el rey. Durante el periodo de tiempo que cubre este estudio que aquí iniciamos, aparecen cuatro figuras judiciales que gozan de la facultad de dictar sentencias y que se van sucediendo en el desarrollo de su actividad, aunque con preponderancia de unos sobre otros. Durante los siglos XVI al XVIII el Corregidor será el máximo responsable de la administración de la justicia ordinaria en la Comunidad de Ciudad y Tierra de Segovia, juez que será auxiliado por el Teniente de Corregidor (dos hasta el año 1610) hasta que este cargo desaparezca en la segunda década del siglo XVIII; y el Alcalde Mayor que sustituirá al anterior hasta el final del periodo, en el primer tercio del siglo XIX.

Para ser nombrado juez, aunque existía un baremo de méritos específico —que no solía cumplirse—, se prefería a los que tuvieran experiencia en otros empleos anteriores, capacidad y formación; pero también se exigía pertenecer a determinada extracción social, cierta edad (26 años) y buenos hábitos y costumbres. Se prefería antes a los pertenecientes a la nobleza media urbana que a los plebeyos, pero fueran unos u otros, debían de poseer una desahogada fortuna con el fin de conseguir su imparcialidad, lo que no impedía la corrupción entre los oficiales de justicia. Aunque los había de «capa y espada», es decir de formación militar o caballeresca, lo recomendable era que pertenecieran al mundo de los letrados, pues en el caso de carecer de formación jurídica, se requería que un oficial le asesorase en leyes, quien era realmente el que actuaba. Pero había algo negativo en este sistema y era, que por el hecho de que su retribución consistiera en gozar de parte de las condenas, favorecía considerablemente la corrupción, de ahí que se buscase a pretendientes bien situados económicamente y que no tuviesen la necesidad de corromperse para aumentar sus ingresos. Lo que no evitaba que la corrupción campase a sus anchas entre los oficiales de justicia. La organización de la justicia contaba, por tanto, de los tribunales superiores de la Cámara de Castilla, como el Consejo Real y los demás Consejos de Corte, el Consejo de Navarra, las Chancillerías y Audiencias. Mientras en primera instancia actuaban los corregidores, gobernadores, intendentes, alcaldes mayores y alcaldes ordinarios. Las sentencias dictadas por los tribunales ordinarios o de primera instancia, eran apeladas a los tribunales superiores de las Chancillerías, o incluso, a nivel superior ante los alcaldes de Casa y Corte.

El Consejo Real era el primer órgano de justicia. A su presidente se le reconocía como la segunda dignidad del reino y presidía, también, la Cámara de Castilla. El número de consejeros varió a lo largo del tiempo. Hasta 1480 fueron doce, después subió su número a dieciséis, en 1691 había veinte y, a partir de 1715, se estableció su número en veintidós. Además había un fiscal, un asistente, varios relatores y escribanos, agentes fiscales, un tasador de procesos, porteros, alguaciles y receptores.

Este Consejo se dividía en varias salas: Sala de Alcaldes de Casa y Corte, suprema jurisdicción penal de la Corte, y las Chancillerías, en un lugar intermedio entre la justicia cortesana y la administración territorial de justicia. Funcionalmente también estaban divididas en salas: Sala de lo Civil, Sala de lo Criminal y Sala de Hijosdalgo. En la de Valladolid, había además una cuarta: Sala de Vizcaya. La plantilla estaba formada por un presidente, dieciséis oidores, cuatro alcaldes, un juez de Vizcaya, dos alcaldes de hijosdalgo y dos fiscales: uno de lo civil y otro de lo criminal.

El único instrumento de conexión entre el monarca y los municipios eran los corregidores. Existían desde el siglo XIV, cuando fueron creados para resolver asuntos problemáticos, pero con el tiempo se fueron regularizando pese a la resistencia de las oligarquías locales, ya que mermaban su autoridad al ser su misión reconducirlas al control Real y el Derecho. Las ciudades cabeza de Comunidad de Ciudad o Villa y Tierra y los grandes municipios estaban administrados por oligarquías locales, elegidas conforme a sus fueros, que ejercían el poder y la justicia de acuerdo a sus propios intereses y conveniencias particulares. A lo largo del siglo XV los corregidores se fueron extendiendo y, en el reinado de los Reyes Católicos, se convirtieron en un régimen jurídico y administrativo generalizado a todas las demarcaciones, como autoridades de nombramiento Real, cabeza de gobierno y la administración de los grandes municipios.

Por su condición de delegado regio tenían una categoría superior a la de cualquier autoridad concejil. Su nombramiento dependía de la Cámara, y aunque su duración se estableció en un año, lo más habitual era que permanecieran tres años en el cargo. Su jurisdicción se extendía a todas las causas civiles y criminales en primera instancia, al tiempo que defendían la jurisdicción Real. En su vertiente gubernativa presidían el Regimiento, sin voto, aunque con voto de calidad en caso de empate. Administraba el pósito de la ciudad y la conservación de montes y obras públicas, además de cobrar las rentas reales. También tenía encomendada la vigilancia y la seguridad de la población. Su número osciló entre los sesenta en el siglo XVI, hasta los 80 en el siglo XVIII. Hasta el siglo XIX, cuando despareció, fue aumentando sus competencias de forma progresiva. En 1719 se nombraron los intendentes de provincia y ejército, y en la ordenanza de 1748 los intendentes corregidores de ordenanza, que abarcaban la competencia administrativa y el ejercicio de la jurisdicción, el seguimiento y mejora de la recaudación fiscal, la intervención en la recluta de hombres y medios materiales para el Ejército y la Armada.

Entre sus colaboradores estaban los tenientes de corregidor y los alcaldes mayores. En un principio, los tenientes estaban vinculados a los corregidores de «capa y espada» como sus asesores, al carecer estos de formación jurídica. La elección de los tenientes, de los alcaldes mayores y la del Alguacil Mayor correspondía al Corregidor. Los alcaldes mayores no administraban justicias en la ciudad de residencia del Corregidor, sino en las poblaciones importantes del distrito, donde tenía su sede estable. Con la instauración del Gobierno Liberal la figura del Corregidor, como juez y como alcalde, tendieron a confundirse en los periodos del Estatuto Real de 1834 y en la década moderada de Narváez; pero sus funciones administrativas se encarnaron bien en el gobierno civil —como delegado del gobierno central en la provincia—, o bien en el alcalde moderno —vertiente de la administración local—, mientras que las funciones judiciales las asumió la creación de una nueva figura: la de los jueces de primera instancia e instrucción.

El Corregidor era la autoridad judicial por excelencia, aunque su participación activa en los procesos solamente se detecta en los momentos más relevantes. Por ejemplo, el Corregidor casi no interviene en los procesos civiles, sin embargo, sucede todo lo contrario en los procesos criminales, en los que toma parte con mayor frecuencia. De lo que se deduce que su presencia era requerida en los autos o causas de mayor gravedad. Y en los juicios ejecutivos expedía el mandato de ejecución, pieza clave de la evolución de este tipo de procesos, ya que era el que los ponía en marcha.

Mención especial se merece el Teniente de Corregidor, oficial auxiliar de la justicia, pues era el que realmente conducía los procesos, tanto civiles, como criminales o ejecutivos. Era él quien dictaba la mayor parte de las sentencias. Cuando entre los años 1710 y 1720 esta figura fue cambiada por la del Alcalde Mayor, no obedeció a ningún cambio sustancial en el sistema judicial—pues el Alcalde Mayor seguirá realizando las mismas funciones que antes habían competido al Teniente de Corregidor—, por lo que más bien se trató de un cambio de denominación del funcionario, pero que en nada afectó al desarrollo de sus funciones judiciales.

Por último, la categoría más baja de la judicatura correspondía a los alcaldes ordinarios, es decir, la justicia concejil. Carecían de conocimientos técnicos y solo se les exigía que fueran honrados y hábiles para el desempeño del cargo, es decir, que supieran leer y escribir. Solían ser cargos de naturaleza electiva. Su importancia fue decayendo progresivamente a lo lardo de la Edad Moderna hasta prácticamente desparecer.

A partir del año 1835 desaparecerán definitivamente las figuras del Corregidor y de su auxiliar, el Alcalde Mayor. La nueva organización de la justicia a partir de este momento consistirá en la demarcación de nuevos distritos y nuevos oficiales. Durante el primer tercio del siglo XIX se irán alternando los corregidores con los jueces de primera instancia de forma interina, pero a partir del año 1836 serán estos últimos los que tomen las riendas de la justicia en Segovia. Pero esto ya es harina de otro costal, pues se sale del periodo de estudio o espacio temporal que aquí nos hemos fijado.

(*) Doctor en Historia.