
Hace treinta y cinco años, encontrándome en el Stanislaus, todo el día manejando el pico y la pala, a vueltas con la limpieza de una tierra fangosa en espera de hallar un filón, y sin conseguir nada, fui testigo de la siguiente historia:
La región era una maravilla, llena de bosques, perfumada, deliciosa y había estado habitada hacía años, aunque ahora la gente había desaparecido y el hermoso edén estaba prácticamente solitario. La gente se marchó cuando se agotaron los filones. En un lugar donde hubo una ciudad pequeña pero bulliciosa, con bancos, periódicos, compañías de seguros y hasta un alcalde, no reinaba ‘ahora más que la soledad. Todo estaba cubierto. por una hierba verde esmeralda, y no había la más mínima señal de que en una época relativamente reciente había estado allí el ser humano. El lugar se encontraba río abajo, hacia Tuttletown. Y por aquellos parajes, a lo largo de polvorientos senderos, se encontraban de vez en cuando casitas muy agradables cubiertas de parras y de rosales, hasta el punto de que las puertas y las ventanas quedaban ocultas desde fuera. Esos hogares habían sido abandonados, por familias fracasadas y desengañadas, que no pudieron vender su casa o llevársela a otra parte. De cuando- en cuando, separadas por una media hora a pie, se veían también unas cabañas construidas en los primeros tiempos de la fiebre del oro. Habían sido de los pioneros, los que precedieron a los dueños de las casitas. En ocasiones, bastante pocas, alguna de aquellas cabañas todavía estaba ocupada, y en ese caso, el dueño era siempre el mismo pionero que la edificó. Podía asegurarse que si continuaba allí es porque tuvo la oportunidad de marcharse rico de aquella región y no se fue. En lugar de eso, había perdido su fortuna, y amargamente había cortado toda relación con parientes y amigos, prefiriendo que le creyeran muerto antes de que le supieran fracasado. En California, por aquel entonces, había muchísimos de esos “muertos vivos” con el cabello completamente blanco a los- cuarenta años, pensando secretamente en sus vidas perdidas y deseando apartarse de cualquier lucha en la vida.
Era una tierra solitaria y no se oía un solo rumor en todas aquellas pacíficas extensiones de verdor y de bosques, aparte del zumbido de los insectos. No había ningún hombre, ningún animal a la vista, nada que ayudara a elevar la moral y a infundir la alegría de estar viva. Por eso, cuando a la caída de la tarde divisé un ser humano, sentí un enorme gozo. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años y estaba de pie ante la verja de una de aquellas casitas que antes he descrito. Aquella casita no ‘tenía aspecto de estar deshabitada. Al revés, parecía que su dueño la cuidaba con especial amor. No había más que mirar el jardín de la parte delantera, lleno de flores, resplandeciente, alegre… El hombre me invitó a pasar, ofreciéndome su casa como si fuera mía. Era la hospitalaria costumbre del país.
Era delicioso encontrarse en un lugar como aquel después de haber pasado largas semanas de día y de noche en cabañas de mineros, con toda la promiscuidad que ello supone, sobre suelos sucios y camas sin hacer. Después de días rudos, rodeado de platos y tazas de estaño desportillados, con tocino, judías y café, sin tener más que viejas fotografías de la guerra civil para detener la mirada en las paredes, esta casa era un oasis para descansar el espíritu y el cuerpo. Nunca hubiese imaginado que una simple alfombra pudiera despertar en mí tal sensación de comodidad. Ni que las mil pequeñas cosas que la mano de una mujer distribuye por la casa infundieran en mi alma tan gratas sensaciones. El placer del que se llenó mi corazón debió notarse en mi rostro: el hombre lo advirtió y quedó complacido. Lo vio con tanta claridad, que me habló como si yo se lo hubiese dicho:
—Todo lo hizo ella —hablaba como en sueños—. Lo hizo todo con sus propias manos.
Dirigió una mirada cariñosa a su alrededor. Una mirada llena del orgullo más ‘sincero. Luego me llevó a una alcoba para que pudiese lavarme las manos. Hacía muchos años que no había visto un dormitorio como aquel: paredes empapeladas, cuadros, un tocador con su espejito, cepillos, peines, almohadas blancas, suelo alfombrado… En un rincón ‘estaba el aguamanil, con una jarra y una jofaina de auténtica porcelana, con una pastilla de jabón en un plato, también de porcelana, y una toalla blanca y limpia en el colgador, una toalla demasiado blanca y demasiado limpia para que pudiera usarse sin-un cierto sentimiento de profanación. Mi rostro habló otra vez sin palabras, y el hombre contestó con gratitud:,
—Lo hizo todo ella. Lo hizo todo con sus propias manos. Aquí no hay nada que no conserve la huella de sus manos. Pero estoy hablando demasiado…
Yo me estaba secando y miraba a mi alrededor con la curiosidad de todo el que se encuentra en un sitio que-no conoce, y todo lo que descubre es un descanso para los ojos y para el espíritu. Y comprendí, de un modo instintivo, que en aquella casa había algo que el hombre deseaba que yo encontrase por mí mismo. Sabía, inexplicablemente, que él trataba de ayudarme a que descubriera aquello por medio de disimuladas indicaciones con la vista. Así que me esforcé en descubrirlo, mirando con atención a todos lados. Y por fin mis esfuerzos quedaron recompensados: supe qué era “aquello” por el placer que emanó del hombre en oleadas invisibles. Se echó a reír, muy feliz, frotándose las manos, y exclamó:
—¡Eso es! Lo ha encontrado usted. Sabía que lo en-contraría. Es el retrato de ella.
Me acerqué al retrato colgado de la pared, y vi el semblante de muchacha más encantador que había visto nunca… El hombre leyó en mi rostro la admiración y quedó absolutamente satisfecho.
—Cumplió diecinueve hace poco. Esa fotografía es de cuando nos casamos… Pero, espere a verla en persona…
—¿Dónde está?
—Se fue a visitar a su familia. Viven a cuarenta millas de aquí. Salió hace dos semanas.
—¿Cuándo espera que regrese?
—.Estamos a miércoles… Volverá el sábado a eso de las nueve de la noche.
Sentí una especie de decepción.
—Lo siento, pero el sábado no estaré ya aquí. —¿No estará? ¿Por qué tiene que marcharse? Ella va a sentirse defraudada.
¿Defraudada aquella hermosa criatura? Si aquello lo hubiesen dicho los mismos labios de ella, no creo que me hubiera impresionado más. Sentía una extraña necesidad de verla…, un deseo tan intenso, tan profundo, que llegó a ‘asustarme. Me dije: “Tienes que marcharte inmediatamente de aquí si quieres conservar la paz de tu alma.”
—A ella le gusta que haya alguien en casa…, alguien que sepa cosas y pueda contarlas…, alguien como usted. Siempre está charlando, igual que un pájaro, y ha leído muchos libros. Se admiraría usted si supiese cuántos libros ha leído. No se vaya; sólo tendrá que esperar dos días… Ella se quedaría tan decepcionada…
Oía las palabras, pero casi no entendía su significado, absorto como estaba en mis propios pensamientos. Al cabo de un instante, advertí que el hombre había des-colgado el retrato de la pared y lo colocaba ante mi vista, diciendo:
—Vamos, atrévase a decirle a ella personalmente que pudo usted quedarse para verla y’ que no quiso.
Aquella segunda mirada al retrato dio al traste con todos mis buenos propósitos. Me quedaría. Aceptaba el peligro.
Aquella noche fumamos la pipa de la paz y hablamos hasta muy tarde de muchas cosas, pero sobre todo de ella. Hacía tiempo que no pasaba una velada tan agradable.
Llegó el jueves y transcurrió con la misma placidez. Al caer la tarde apareció un minero —uno de ‘aquellos pioneros envejecidos prematuramente— y nos saludó con calor. Luego preguntó:
—Me he pasado por aquí por si había alguna noticia de la señora. ¿Cuándo estará de regreso? ¿hay algo nuevo?
—Sí, una carta. – ¿Te gustaría oír lo que dice, Tom? Claro, me gustaría mucho oírla, si a ti no te molesta, Henry.
Henry sacó la carta de un bolsillo de su chaleco y dijo que pasaría por alto algunas palabras de carácter íntimo. Luego empezó a leer. Una carta encantadora, serena, con una posdata llena de recuerdos cariñosos para Tom, Joe, Charley y otros ‘amigos y vecinos.
Cuando Henry terminó la lectura, miró a Tom y exclamó:
—¿Ya vuelves a las andadas? Separa las manos de tus ojos y déjame verlos… Siempre haces lo mismo cuando leo una carta suya. La escribiré y se lo pienso contar.
—No, Henry, no lo hagas. Es que me estoy haciendo viejo, ¿sabes? La más pequeña emoción me llena los :ojos de lágrimas. Además, esperaba que ella estuviera aquí y he tenido que conformarme con oír su carta…
—Pero, por todos los demonios, ¿quién te. ha metido esa idea en la cabeza? Creí que todo el mundo estaba enterado de que no volvería hasta el sábado…
—¿Hasta el sábado? Sí, claro que sí. No sé lo que me ocurre últimamente. Claro que lo sabia. Bueno… ahora tengo que irme… Pero volveré cuando ella regrese…
El viernes, a última hora de la tarde, llegó otro vete-rano que tenía su cabaña ‘a una, milla de la casa más o menos, y dijo que los muchachos querían celebrar una pequeña fiesta el sábado por la noche, si Henry creía que ella no iba u estar muy cansada después del viaje.
—¿Cansada? ¿Ella cansada…? Sabes perfectamente, Joe, que se mantendría en pie seis semanas seguidas para complacer a cualquiera de vosotros…
Cuando Joe se enteró de que había una carta, quiso oírla también, y se impresionó tanto como Tom. Y dijo, como Tom, que se debía estar haciendo viejo y que las emociones le afectaban mucho.
—La echamos tanto de menos…
El sábado por la tarde me sorprendí a mí mismo mirando mi reloj frecuentemente. Henry se dio cuenta de ello y me dijo, con cara de sorpresa:
—No irá usted a pensar que llegue tan pronto, ¿verdad?
Me sentí un poco desconcertado. Me habían sorprendido. Me eché a reír, sin embargo, y dije que tenia la costumbre de mirar el reloj cuando estaba en vísperas de algo. El no pareció convencido del todo, y a partir de entonces su actitud se hizo menos natural. Cuatro veces me llevó a una pequeña colina desde la que se divisaba una amplia extensión del sendero. Se quedaba allí de pie mirando, haciendo pantalla sobre los ojos con una mano. Y me dijo más de una vez:
—Estoy preocupado, realmente preocupado. Sé que no tiene que llegar antes de las nueve, pero una especie de corazonada me dice que puede haberle ocurrido algo. Usted no cree que le haya sucedido nada, ¿verdad…?
Empecé a sentirme avergonzado de él por su puerilidad. Al final, cuando me repitió aquella pregunta, implorando por enésima vez, perdí la paciencia y le contesté bruscamente. Quedó tan anonadado, pareció tan dolorido y tan humillado después de aquello, que me odié a mí mismo por ‘haberme portado de un modo tan innecesariamente cruel. Me alegré mucho cuando Charley, otro viejo pionero, llegó al filo del anochecer y le pidió a Henry que leyera la carta, y habló de los preparativos que habían organizado para darle la bienvenida a ella. Charley habló incansablemente, haciendo todo lo que estaba en su mano para disipar los temores y las sospechas de su amigo.
—¿Qué puede haberle ocurrido? No dices más que bobadas, Henry. Vamos, levanta ese ánimo… ¿Qué pone en la carta? Que está bien, ¿no es así?, Y dice que el sábado llegará, a les nueve de la noche, ¿o no? ¿Ha faltado alguna vez a su palabra? Sabes perfectamente que’ no. Por tanto, puedes estar completamente seguro de que esta noche, a las nueve, la tendremos aquí. Alegra esa cara, muchacho…
No tardaron en llegar Tom y Joe, cargados de flores que repartieron por toda la casa. A eso de las nueve, los tres mineros dijeron que iban a afinar los instrumentos para que los chicos y las chicas que llegarían en seguida no tuvieran, que esperar ni un minuto para empezar el baile. Un violín, un banjo y un clarinete: esos eran los instrumentos. El trío se colocó en las sillas preparadas al efecto, y comenzó a interpretar una alegre melodía, marcando el compás con sus grandes botas.
Eran casi las nueve. Henry estaba en la puerta de la casa, contemplando impaciente el camino. Varias veces le habían obligado a beber a la salud de su esposa, y Tom gritó una vez más:
—Quietas las manos, muchachos… Vamos a echar otro trago y la tendremos con nosotros…
Joe colocó los vasos en una bandeja y sirvió la ronda. Fui a coger uno de los vasos, pero Joe me susurró misteriosamente:
—¡No, ése no! El otro…
Le obedecí. El vaso que yo había elegido al principio fue para Henry. En cuanto hubo apurado su contenido, el reloj empezó a dar las nueve. Henry se quedó escuchando las campanadas hasta que el reloj dejó de sonar. Su rostro estaba cada vez más pálido. Por fin dijo:
—Muchachos, me siento terriblemente mal. Ayudadme, por favor… Quiero echarme un poco.
Le ayudaron a tumbarse en un sofá. Quedó completamente inmóvil, como dormido, pero de pronto preguntó, como si hablase en sueños:
—¿No son caballos eso que se oye…? ¿Ha llegado ya…?
Uno de los mineros contestó, muy cerca de su oído:
—Es Jimmy Parish, que ha venido a decirnos que la fiesta se ha retrasado un poco. Dentro de media hora estará todo listo.
—No le ha sucedido nada, supongo… Sería maravilloso que no le hubiera pasado nada, Dios mío…
Casi antes de terminar de hablar ya se había quedado dormido. Inmediatamente los tres mineros le cogieron en brazos y le trasladaron a la cama del dormitorio donde yo me había lavado las manos el día que llegué. Cerraron la puerta y salieron de la habitación. Parecía que iban a marcharse. Yo les dije:
—Por favor, caballeros, no se vayan. Ella no me conoce. Soy un forastero…
Se` miraron entre sí. Joe comentó:
—¿Ella…? Pobrecita. Murió hace diecinueve años. —¿Cómo…?
—Si. Se fue a visitar a su familia medio año después de su boda, y cuando regresaba, un sábado por la noche, los indios la capturaron a cinco millas de aquí y no ha vuelto a saberse de ella.
—¿Por eso él perdió la ‘razón…?
—Completamente. Pero sólo se le manifiesta la lo–cura en esta época del año. Entonces nos acercamos por su casa, tres días antes de la fecha del aniversario, para animarle un poco. Le preguntamos si ha tenido noticias de ella, y el sábado nos presentamos con flores y con los instrumentos para el baile. Lo venimos haciendo desde hace diecinueve años. El primer sábado éramos veintisiete, sin contar a las chicas. Ahora sólo quedamos tres, y todas las chicas se han marchado. Le emborrachamos hasta que se queda dormido como un leño. De no hacerlo así, su locura podía ser peligrosa. De esta forma se queda tranquilo hasta el año que viene. Cuando falten tres o cuatro días para el aniversario, volveremos aquí a pedirle que nos lea la carta…
¡Era una muchacha realmente maravillosa…!
Mark Twain
(Florida, Missouri, 1835-Redding, Connecticut, 1910)
Samuel Langhorne Clemens eligió el seudónimo Mark Twain, directamente extraído de una frase (¡marca dos!) que oía durante sus años de infancia en el Mississippi a los hombres que introducían la sonda en el agua. Impregnado toda su vida del ambiente popular –navegante y minero- de las anchas regiones de los ríos y las montañas auríferas, sus mejores sentimientos habrían de ser para la gente humilde, y sus bromas más despiadadas para los industriales, comerciantes, burócratas y “caballeros” que copiaban las modas capitalistas europeas, vocación en la que iban a demostrar gran aprovechamiento. Huraño y generoso, gran corazón y temido mal genio, es uno de los personajes más pintorescos de la literatura norteamericana. Y desde luego, uno de sus autores más decisivos. Hemingway estimaba libro fundamental de la prosa de su país a Huckleberry Finn, seguramente la mejor novela de Twain.