Elena Pascual con el prototipo de antena. Autor foto: Juan José Álvarez Sánchez.

La universidad pública forma parte de la vida de la población en general y de los segovianos y segovianas en particular. Este hecho elemental que emana de que nuestros hijos e hijas se forman en la mencionada institución a menudo no acaba de hacerse patente, bien porque el ámbito académico a veces aparece como algo ajeno a los problemas del día a día o bien porque desde la sociedad civil no se acaba de entender que el lugar de la formación superior pública también forma parte de la sociedad y tiene mucho que ofrecer para mejorar la vida de las personas.

El caso es que existe una herramienta académica, el Trabajo de Fin de Grado (TFG), que aglutina el conocimiento de los y las alumnas para desarrollar un proyecto profesional como cumbre de su carrera académica y como último requisito para obtener el ansiado título de Grado que habilita para ejercer una profesión basada en los estudios universitarios que se han cursado. Y es, en este punto, donde me propongo exponer en este artículo el desarrollo de un TFG que he tenido la fortuna de dirigir y que ha resultado ganador del concurso de la Diputación de Segovia sobre la Agenda Rural Sostenible.

Todo empezó como suelen empezar las buenas historias: con un punto de locura, mucha ilusión por aplicar lo que se había aprendido en la carrera para hacer la vida más fácil a los que lo necesitan… y un horizonte incierto. Elena, que así se llama la protagonista de nuestra historia, se presentó un día en mi despacho y me dijo que quería hacer un TFG que pudiera expresar lo que, como ingeniera, podría empezar a aportar al mundo. Empezando por echar una mano en el ámbito rural en el que vivía. Casi de inmediato y conociéndola como la conozco (los profes universitarios también somos humanos y detrás de la formación que impartimos hay una persona que aprende de sus alumnos y alumnas) me di cuenta de que tenía el TFG en mente que le iba a gustar: aprovechar la iniciativa de un ingeniero de la Polinesia, Onno W. Purbo que hace más de diez años se propuso interconectar el ámbito rural polinesio utilizando como antena las sartenes “wok” que utilizaban para cocinar a diario y que eran muy baratas. Evidentemente aquí no se usa el wok pero una mirada distraída hacia nuestros tejados muestra un elemento que languidece oxidándose y que ya apenas se utiliza: las antenas parabólicas de televisión (TV). Como ingenieros nos preguntamos ¿sería posible utilizar antenas parabólicas de TV para amplificar la señal wifi inalámbrica que emiten los routers que todos y todas tenemos en casa para conectarnos a Internet? Hay que decir que, desde el punto de vista de las telecomunicaciones no toda antena vale para cualquier cosa y esta era una pregunta que habría que analizar desde el punto de vista de la teoría de antenas y realizar los experimentos pertinentes.

Cabe preguntarse por qué nos planteamos amplificar la señal wifi en un principio. Tanto Elena como yo vivimos en un pueblo y, si bien no tenemos un problema de conexión en el mismo, sí que conocemos de múltiples pueblos segovianos que por tamaño y ubicación sí que padecen de este problema. Pueblos con población envejecida que sufren de la brecha digital que existe entre el mundo rural y el de las ciudades o los pueblos más grandes. Además, la extensión de Castilla y León hace de esta comunidad una de las más desiguales en cuanto a conectividad. El enfrentar este proyecto se justificaba por nuestra experiencia y, como vimos casi de inmediato cuando comenzamos a estudiar la conectividad de nuestra provincia, por unos datos abrumadores: del orden de unas 19.300 personas no tienen acceso a una red de más de 2 Mbps. Esto significa que su conexión es muy, muy pobre (en las ciudades ronda los 300 Mbps en los hogares) según datos del Informe del gobierno sobre Cobertura de Banda Ancha del 30 de junio de 2020.

Como miembros de la Escuela de Ingeniería Informática de Segovia la formación de ambos está más centrada en el desarrollo de software, la generación de aplicaciones informáticas y la capacidad para proveer de servicios informáticos a las empresas del sector. Sin embargo, nos arremangamos y mientras Elena aprendía sobre antenas y montaba un prototipo funcional yo coordinaba su trabajo y le ayudaba con la arquitectura y algunos aspectos técnicos. Fueron muchos meses de frustración, fallos y reuniones interminables en las que establecíamos las fases del proceso ingenieril de telecomunicaciones partiendo de lo que conocíamos del ámbito de la informática. En mi opinión ese es el espíritu de cualquier ingeniería y así debería apreciarse por los tribunales de evaluación de los TFG. Una ingeniera muestra su valía cuando resuelve un problema real partiendo de la madurez intelectual que ha obtenido al cursar todas las asignaturas de la carrera. De eso va el ser ingeniera o ingeniero; de ser útil a la comunidad y de devolver con su conocimiento la inversión pública que hemos hecho como sociedad. No puedo estar más orgulloso, como profesor y tutor, del valor y la capacidad que mi alumna, ahora amiga, tuvo en su momento al salir de la zona de confort de su área de conocimiento y enfrentar un problema tan real como técnicamente complejo.

Finalmente, una mañana de junio, la física de las ondas cuadró con los cálculos teóricos y obtuvimos los resultados del prototipo: obteníamos señal a más de dos kilómetros. Elena grabó todo el proceso de conexión remota (son tiempos de multimedia) y pudo acabar la documentación pertinente para entregar su trabajo en tiempo y forma. Habíamos realizado el primer TFG de la Escuela de Ingeniería Informática de Segovia que se enfrentaba a una cuestión derivada del enorme problema que supone la “España vaciada” en nuestra provincia.

Durante los últimos veinte años he dirigido multitud de TFG (antes Proyectos de Fin de Carrera, PFC) y he de decir que de este estoy especialmente orgulloso y satisfecho. Primero porque mi alumna, Elena, derriba la barrera de cristal que existe para el acceso de las mujeres a las carreras científico-técnicas. Nuestras jóvenes necesitan referentes y Elena se ha convertido en una de ellas por méritos propios. Y, segundo, porque nada nos puede alegrar más a aquellos y aquellas que nos dedicamos a la ingeniería que ver cómo el conocimiento se transforma en posibilidades reales para la resolución de problemas que afectan a los y las más desfavorecidos y desfavorecidas. La universidad pública no es una torre lejana donde sesudos y sesudas profesionales del conocimiento desvelan arcanos conocimientos ininteligibles para la inmensa mayoría de la población. Somos parte de la sociedad; a ella nos debemos y tenemos que acercar el conocimiento, ya sea de investigación básica ya sea de investigación aplicada, a todo el mundo. Convertirnos en la correa de transmisión entre lo que puede ser y lo que será. Citando al famoso astrofísico Carl Sagan “ (…) lo que hagamos con nuestro mundo se propagará a lo largo de siglos. (…) Está en nuestro poder destruir nuestra civilización e, incluso, nuestra especie. Si nos dejamos vencer por la superstición, la avaricia y la estupidez podemos hundir nuestro mundo en las tinieblas. (…) Sin embargo también somos capaces de usar nuestra bondad y nuestra inteligencia, nuestra tecnología y nuestra riqueza para dar a cada habitante de nuestro planeta una existencia abundante y plena, para perfeccionar nuestro conocimiento del universo y para trasladarnos a las estrellas.”

Con este trabajo no salimos del planeta, pero sí que aportamos nuestro granito de arena para que este sea un poco más justo para aquellos y aquellas que sufren de la brecha digital. Y eso mola.

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(*) Departamento de Informática (ATC, CCIA y LSI). Universidad de Valladolid.