“Hay más cercanía entre mi isla, Sicilia, y Andalucía o Extremadura, que entre Palermo y Milán”

Fernando Ciaramitaro, catedrático de Historia en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México


—Fernando, es usted siciliano, de Palermo, catedrático de Historia en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México (UACM). Pero también investigador asociado en el Centro de Estudios Históricos de la Universidad Bernardo O’Higgins (Chile). Es miembro numerario del Sistema Nacional de Investigadores de México (correspondiente al CSIC de España). Su último libro es Santo Oficio imperial. Dinámicas globales y el caso sicilian.¿Quiere ampliar algo más la definición de su especialidad y comentar por qué lo escogió?

—Soy siciliano y desde que tengo conciencia de mi identidad cultural y gracias a mis experiencias de estudios y de vida en España, me he dado cuenta que hay más cercanía entre mi isla y Andalucía o Extremadura que entre Palermo y Milán. Sicilia durante largos siglos (desde el XIII) ha sido parte integrante del complejo sistema imperial de la corona de Aragón y, después, de España y de este imperio ha dividido suerte y caídas. Sicilia ha sido un acontecimiento principalísimo en la construcción imperial de las Españas. El imperio antes de ser atlántico era un poderío mediterráneo.

—¿Qué aspectos de la vida de Fernando el Católico le interesan más?

—El zenit de este imperio se alcanzó entre finales del siglo XV y el siglo XVI. Un imperio católico que se solidificó por la jurisprudencia, el derecho y, sobre todo, la única fe: excluyendo paulatinamente a judíos y musulmanes y convirtiendo a los indios. Como explico en mi último libro (Santo Oficio imperial. Dinámicas globales y el caso siciliano, Gedisa, 2022), antes del imperio español de la primera mitad del siglo XVI, esto es, de la potencia carolina, la monarquía compuesta aragonesa ya había constituido un imperio mediterráneo, que fue modélico para el señorío de los demás Reyes Católicos a partir del Cinquecento. Esta fuerza se confirmó con Fernando de Aragón y fue una fuerza imperial e inquisitorial. En efecto, aquel soberano no fue solo el primer rey de todos los hispanos, de los mediterráneos y los indianos –Hispaniarum et Indiarum rex–, fue aún más concretamente el primer inquisidor de todos los dominios hispánicos. Fue Inquisitor totius Hispaniae. Desde 1478, año en el cual se funda la nueva Inquisición española, después de los emperadores romanos y bizantinos y antes del zar ruso, Fernando de Aragón consiguió en su vasto imperio empuñar las dos espadas del mando: a la del poder civil le sumó concluyentemente la del gobierno de la religión. El Santo Oficio intentó cumplir la inicial misión unificadora que el soberano le otorgó.

—¿Cuál fue su impacto en Italia?

—El oficio inquisitorial, en su nueva versión moderna, se desarrolló de manera dinámica y asimétrica, diferente o similar –según los casos–, en las diversas provincias en las cuales se insertó su poder y su jurisdicción. Este sistema del miedo, vigilancia, supervisión y castigo surgió con anterioridad a la experiencia imperial de los Habsburgo, es decir, del vínculo entre el imperio germánico con el agregado de las coronas ibéricas. El oficio inquisitorial como instrumentum regni es un designo anterior a la casualidad sucesoria y la “bizarría” de los hechos familiares de la nueva monarquía universal de Carlos V y dependió de la voluntad concreta de Fernando de Aragón, para dotar a los dos conjuntos reales de la corona aragonesa, castellana y sus satélites italianos de una herramienta efectiva del poder regio, para un superior control del territorio, de los súbditos y el pensamiento.
—¿La Inquisición de Sicilia a quien estaba sometida?
—En el reino de Sicilia existía un privilegio del siglo XI, la Legazia apostolica, que había permitido la creación de una “Inquisición regia”, semiautónoma de la potestad pontificia. Fernando de hecho exportó este modelo a los demás dominios españoles: la intención del rey era instituir un servicio inquisitorial que fuera directa expresión de su voluntad y para todos sus principados. Las prerrogativas del monarca siciliano eran “absolutas” en relación con el brazo eclesiástico; el rey siciliano era vicepapa y juez supremo de los litigios religiosos y superior a cualquier obispo del reino; era legado papal con derecho de presentación de los altos cargos eclesiásticos y la iglesia siciliana era un devoto artificio a disposición de la corona.

—¿Cómo fue la actividad de la Inquisición siciliana en su primer siglo de existencia?

—Desde un principio, el nuevo aparato burocrático inquisitorial fue constituido con personal español –fueron pocos los oficiales sicilianos o italianos– y se facultó a los inquisidores como jueces de los bienes confiscados. La plantilla se fue conformando como para los demás distritos de España, tomando como modelo los grandes tribunales de Toledo o Sevilla: inquisidores (generalmente tres), jueces de los bienes confiscados, fiscal, escribano o receptor, alguacil, notarios del secuestro y notarios del secreto (máximo cuatro), carceleros, médicos, cirujano, barbero, nuncios, porteros, despensero o mayordomo, capellán. El número de familiares y comisarios siempre fue fluctuante. También consultores y calificadores aumentaban o disminuían según las necesidades de las encuestas. Los consultores eran juristas y su función era la de aclarar las cuestiones legales, mientras que las temáticas teológicas incumbían a los calificadores.

—¿Qué características del tribunal del Santo Oficio destacaría?

—Con Fernando el Católico y después con Carlos V la Inquisición de Sicilia se promovió como cuerpo ya no solo santo, sino también al servicio de Dios y de la monarquía. Formalmente, en Sicilia se definió al Santo Oficio como cuerpo dedicado al culto de Dios, al servicio del soberano y a la buena administración de la justicia. Para los exjudíos las circunstancias empeoraron: en efecto, pues, sin la “cuestión judía” tal vez no hubiera existido la nueva Inquisición española en la isla. Los promotores fueron los estamentos feudales que, con el estado llano, pelearon contra la supremacía económica de las clases medias urbanas, en las que las comunidades o familias de los hebreos y conversos jugaban un papel protagónico. La “caza” en la frontera interior al judeoconverso empezó en 1487-1488, con el proceso contra la zaragozana Eulalia Tamarit Sánchez; tuvo su momento de apogeo en 1492, con el decreto de expulsión del 18 de junio y concluyó en 1540-1560. Hoy en día sabemos que al menos se conformaron 1.890 juicios contra judeoconversos, acusados por la Inquisición de Sicilia.

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Desde otra perspectiva de lucha, la Sicilia-frontera, anclada en el mar Mediterráneo, era teatro principal de la piratería berberisca, otomana y católica. Y con Córcega, Cerdeña, Calabria y Malta, la isla era “linde” que ponía en contacto a las naves cristianas con las de la media luna. Como han señalado los mismos oficiales del Santo Oficio a lo largo del siglo XVI, el tribunal ejerció también una función de barrera frente al mahometano.

—¿Cuántas víctimas hubo en Sicilia del tribunal? ¿Y condenas a muerte?

—Es difícil dar un dato cuantitativo concluyente, podemos solo realizar un cálculo aproximativo del cómputo de las actividades judiciales e investigativas de los magistrados en Sicilia: en tres siglos hubo aproximadamente 5.000 procesos, de los cuales poco más de 500 se resolvieron con el castigo de la hoguera, en persona o en efigie. Pero según algunas bases de datos serían más: alrededor de 6.500 perseguidos, de los cuales 1.900 juicios, poco más o menos, se habrían incoado contra judeoconversos (450 son los relajados al brazo civil). Este fue el conjunto más consistente en términos cuantitativos de los inculpados. Cual fuera el dato exacto, a estos numerosos sentenciados hay que agregar los penados al remo, otra forma lenta de condenación a muerte casi segura. Estos cálculos totales resultarían así subestimados en al menos un 10%. En Sicilia a los judeoconversos siguieron las brujas, los magos y los hechiceros, luego los renegados, blasfemos y maldicientes. Estos son los números y las tipologías de los ilícitos que se podrían esquematizar para tener un cuadro general de la incidencia delictiva.

—¿Podríamos realizar un balance del Santo Oficio en Sicilia?

—Observando, desde el siglo XV, la historia de “larga duración” del Santo Oficio de Sicilia resulta correcto reafirmar la tesis de Antonio Maravall acerca de la “politización” de la iglesia española y la siciliana: a partir de las últimas décadas del siglo XV una serie de factores, religiosos, sociopolíticos y económicos, impulsó a la iglesia a buscar la salida a sus problemas internos en su acercamiento a la monarquía, al “Estado”. En Sicilia esta aproximación concertada tenía, además, la fuerza y la legitimidad de la Legazia apostolica. Cuando las dos esferas que conformaban el andamiaje estructural, sociopolítico y religioso de la sociedad siciliana del antiguo régimen empezaron en el siglo XVIII gradualmente a separarse, el sistema inquisitorial cayó en desgracia y se abatió: la iglesia se redimensionó en su función sociopolítica y cultural y el “Estado” se engrandeció, englobando más espacios de gobierno, administración y vigilancia, caminando así hacia la modernidad. Podemos ver tres etapas en la Inquisición siciliana:
• la primera con un aliento absolutista, de Fernando el Católico que arraiga en la época de los Austrias mayores; son sus inicios, contraseñados por nacientes dificultades político-religiosas, una realidad progresivamente implantada, que empezó en Palermo y de ahí alcanzó a las otras urbes, villas y aldeas. Posteriormente vino una fase de consolidación lenta y una definitiva afirmación de su poder, hasta finales de la década de 1580;
• un largo siglo XVII, que principia por el cambio de política de Felipe II, a través del cese del proyecto confesional y uniformador del catolicismo militante, y acaba con la llegada de una nueva dinastía al trono, en 1713;
• la decadencia o crisis del siglo XVIII, que se inicia por las consecuencias diplomáticas de la guerra de sucesión española, por la incertidumbre e instabilidad institucional de la monarquía siciliana durante unas décadas y por la voluntad regalista del rey Borbón.
En estos tres periodos la Inquisición no fue siempre igual a sí misma: hasta 1547 era un cuerpo denostado por la mayoría de los sicilianos y sus operaciones fueron obstaculizadas por las élites regnícolas. Pero a partir de los años cincuenta del siglo asumió una “repentina popularidad” que, desde finales del XVII y, sobre todo, en el XVIII fue menguando entre nobles, oficiales, letrados, clérigos y el mismo estado llano.

La función primordial del Santo Oficio en Sicilia no fue solo de control y persecución de delitos sociales (bigamia, adulterio, sodomía, etc.), sino que tuvo también un papel de frontera, para la defensa interna y externa del reino. Los judíos y los conversos, los renegados y los musulmanes, los herejes y cualquier heterodoxo, los delincuentes políticos y el traidor al Rey eran todos ellos sus objetivos. Fue un “instrumento total” en la acción, por el miedo que generaba, por el formalismo que exigía como arma de autodefensa frente al riesgo de delación o, peor aún, de una posible condena. Pero fue total también en la estructura, porque era un cuerpo que trasformaba de manera completa a quienes entraran en su entorno, aunque sin anular autonomías, libertades e individualidades.

Los inquisidores sicilianos tenían una doble lealtad, al rey y al inquisidor general, y eran al mismo tiempo oficiales regios y papales, confesores, administradores, magistrados, carceleros, abogados, ecónomos, escribanos, tutores, policías, censores. También eran patrones que, a través de una trama de mediaciones, activa en toda la isla, dispensaban beneficios, mercedes y protección a los satélites y así ejercían hegemonía. En la metodología aplicada a las indagaciones procesales, en la manera de entrelazar redes de contactos, de relaciones, los jueces sicilianos evidenciaron rasgos y pautas más parecidos a sus homólogos indianos que a los ibéricos. Posiblemente por la “libertad de lejanía” o por la condición de Sicilia como reino de frontera. Se manifiesta, en efecto, una gran autonomía de los inquisidores en causas y conflictos, tanto en las etapas excepcionales como en la cotidianidad; una tendencia a la privatización de las funciones inquisitoriales, al ejercicio de facultades circunstanciales (que no siempre coinciden, en verdad, con la injusticia) y una “casi institucionalización del abuso”. Como cuando en 1627 se quebró la comunicación entre el Consejo de la Suprema y los inquisidores sicilianos, de ahí que el juez Martín Real obtuviese un enorme poder, que ejerció sin dar cuenta alguna a sus superiores. Los consejeros de la Suprema se tuvieron que limitar a las quejas epistolares. Pero Martín Real pisaba las huellas dejadas por otros, como es el caso del inquisidor de Lima, Antonio Gutiérrez de Ulloa, que durante 25 años aplicó su potestad de manera privativa, alcanzando un innegable prestigio, simbólico y material. Para muchos inquisidores, Martín Real y otros de sus colegas –Luis Páramo, Diego García de Trasmiera, Antonio Olivas, etc.– existió también una Sicilia propia, una isla exclusiva de los inquisidores. Su escenario, su gran teatro del mundo, el espacio de su ser al mismo tiempo político y religioso.

Al margen de la legalidad, ellos lograron aprovechar cualquier fisura, resquebrajadura, para apuntalar su posición y ocupar más cargos y obtener más venalidades; vengarse; alcanzar objetivos personales o para el oficio; vincularse con la corte del virrey, los comerciantes, los prestamistas de la hacienda real o el mismo pretor de Palermo. Las irregularidades en la gestión del distrito eran así una realidad, una constante en la documentación inquisitorial durante las tres centurias; como en el caso de las solicitudes para limitar los fueros y el número de aforados, o en la cuestión de los abusos de los familiares, registrados en los expedientes de archivo desde la fecha fundacional del tribunal inquisitorial hasta su ocaso.
Pero difícilmente los inquisidores arrinconaron aquel deseo homogeneizador del gran fundador, el rey Fernando. Su plan confesional e imperial sobrevivió y Sicilia quedó en la órbita del catolicismo y luego del mundo occidental, justamente por la “sucia” faena de los jueces del Santo Oficio. Desde el siglo XVIII quizás la isla no ocupe un lugar tan relevante ni en la historia del Mediterráneo ni en la europea, pero ahí sigue como linde exótico y dramático entre dos mundos todavía lejanos y escasamente compatibles.

Entre los tribunales, el Santo Oficio de Palermo se demostró capaz, sin duda más que otros, de ejercer una “informal soberanía” en los asuntos de la fe, de edificar políticas de coalición en el territorio y enlazarse más estrechamente con las élites locales o con facciones de ellas. Así pues, a partir de las últimas décadas del siglo XVII, el detrimento del predominio y de la autoridad del tribunal en Madrid, el centro distante ya herido por los inicios de una política regalista, por su contribución secundaria en la organización del sistema monárquico y dinástico, esta crisis del foco conlleva en el “margen” siciliano consecuencias menos perceptibles, porque en la isla persistían numerosas riñas jurisdiccionales y ceremoniales y así los jueces, con sus oficiales y acólitos, seguían teniendo un papel resbaladizo, a veces triunfante y otras veces más regresivo. Sin embargo, hasta los años de 1730, la Inquisición todavía se percibía indispensable entre los sicilianos para la vigilancia del reino y por las dádivas y los sueldos que proveía a los súbditos, tanto a los más obradores como a los notoriamente mediocres. Ellos, a pesar de todo, seguían creyendo en sus inquisidores.
Finalmente, si el regalismo, el propósito confesional y el esfuerzo homogeneizador hicieron dinámica a la Inquisición española de Sicilia, a partir de 1740, el jurisdiccionalismo borbónico destruyó un Santo Oficio ya siciliano únicamente.