
Los gabarreros siguen vivos. Ahora he contado algunas de sus historias. Cada vez que acabo un libro, me quedo vacío, en un estado de purificación íntima, tras haber volcado en sus páginas recuerdos y emociones que durante un tiempo me han hervido en los adentros. Los griegos llamaban catarsis a este trance pasional, tras la tragedia. No creo que mi limpieza interior llegue a tanto.
Al concluirlo, me siento otro, cansado, risueño y satisfecho, pues todo alumbramiento cambia a una persona y la espolea a seguir caminando. Sé que pronto volverá a lucir la bombilla de la ilusión. La presiento. No ceso de acumular años, pero sigo siendo un aprendiz, con ganas de afrontar nuevos retos. ¡Mañana más! Hay que seguir empujando el carro de la cultura popular. Pronto, habrá que retomar, entre otros, el proyecto de patrimonio inmaterial de la humanidad para Los Gabarreros.
Desde su publicación, en 1996, y el consiguiente reencuentro de este pueblo con sus montes, no han cesado de aparecer nuevas luces en ese camino colectivo.
Dicen de los poetas que siempre están escribiendo el mismo poema, con diferentes mensajes. Por mi parte, nunca he terminado de entender esta historia, que crece y se renueva, con lecturas inesperadas. Una de ellas es la capacidad que tiene la literatura para mover las voluntades de los lectores, consagrando que la función del escritor no es pensar por los demás, sino empujar a otros a hacerlo; de tal modo que, al final, dentro de un simple libro, habrá tantos libros como personas sean capaces de recrearlo mentalmente, tras su lectura. “Hasta que el pueblo las canta, las coplas, coplas no son”.
En un poema, por corto y sencillo que sea, pasa lo mismo.
Durante la etapa de recopilación, reuní numerosas coplas y aforismos. Me enganchó un breve poema popular, con cuatro versos de seis sílabas:
Gabarrerito nuevo,
si no quieres llorar,
echa mucho lazo
y poco sobernal.
Es un mensaje que invita a la prudencia y al detalle, valores propios de la cultura gabarrera. Antaño, era el consejo que daban los gabarreros veteranos a los chavalillos que se incorporaban al oficio, aleccionándoles a que los dos lazos laterales de leña fueran amplios y, sin embargo, quedara pequeño el brazado de ramas que pusieran arriba de la albarda, entre ambas lazadas de leña, como sobernal (sobornal) o sobrepeso. Con esta medida, bajaba notablemente el centro de gravedad y, así, disminuía notablemente el riesgo de que la carga y el borriquillo volcaran, si se desplazaba su línea de equilibrio en alguna curva, durante la bajada al pueblo.
Los cuatro versos siguen vivos en el siglo XXI, así como el vocablo gabarrerito, pues cuando llega la fiesta, aparecen niños vestidos para la ocasión. Son gabarreritos nuevos, que se empapan de esta cultura y la renuevan.
Cuenta el Libro de Buen Amor que, cuando llegó Juan Ruiz al Cornejo, en 1329, encontró a una serrana que cortaba un pino con un hacha. En el fondo, la vida no ha cambiado demasiado desde que por esta tierra pasara el de Hita. El amor y la muerte son los argumentos fundamentales de la existencia, y también la ilusión, que es el motor de la vida. En este caso, escribo sobre el arrojo ilusionado de un niño capaz de subir muy alto, porque antes lo hicieron otros. Es un elegido, que asume el legado.
Alonso Bunes sabe que dos gabarreritos, Julián de Castro y Mariano Fernández, murieron al caer al vació desde lo alto de sendos pinos, a mediados del siglo XX, y que su bisabuelo paterno, Benedicto Muñoz, como consecuencia de su caída de un árbol, arrastra una cojera por una fractura de fémur mal alineada, que al final anudó regular.

Estas historias las escucha Alonso con atención, cuando en su entorno las recuerdan, pues forma parte de una familia gabarrera. Pero no se amedranta, para él es un reto emular lo que ha visto hacer a su padre, a su tío Jorge y a suprimo Geñete.
Alonso tiene en la actualidad ocho años. Este año, en la fiesta, miles de ojos estarán clavados en él. Ya está preparado para las emociones que se le echan encima.
Mientras tanto, empuja a su padre y a su tío para que le lleven a entrenar muchas tardes. Los tres saben que no puede dejar una tarea tan delicada en manos de la improvisación. Ya tienen localizados varios pinos apropiados en el paraje del Charcón de Aguas Vertientes, entre San Rafael y El Espinar. Allí repasan las medidas de seguridad. Alonso mejora su técnica y agranda su resistencia para subir cada día más alto, con mayor destreza. A veces, tienen que frenarle.
Su temple es admirable. Nunca se ha puesto nervioso ni ha sentido miedo escénico, ante la presión colectiva. La primera vez que subió al pino en una fiesta gabarrera fue en marzo de 2020, en la plaza de Guadarrama, cuando sólo tenía cinco años. Desde entonces, ha repetido en Segovia, San Rafael y El Espinar.
He tenido la dicha de verle en estas cuatro ocasiones y he quedado sorprendido por la madurez con las que asume su protagonismo, sin que nadie le haya tenido que explicar la responsabilidad que implica ser el primero entre los iguales, ante los ojos de todos. Os cuento lo que veo: Serio y concentrado, se planta ante el árbol con naturalidad, mira al cielo y al final del palo, que desde abajo no acaba nunca. Se agarra a él con fuerza y ternura, como cuando se abraza a su madre, Ana, cada mañana, antes de ir al colegio Arcipreste de Hita; luego, trepa a ritmo machadiano, golpe a golpe, verso a verso, despacito y con buena letra, impulsado por la fuerza de sus pies y sus riñones, con los brazos pegados al fuste del árbol y los pinchos artesanos de sus botas clavados en la madera.

Tras superar el reloj de la torre, girará su mirada a la derecha, para reencontrarse con su cómplice, la cigüeña del año pasado, que ya le espera. Alonso es un niño con una fortaleza mental increíble, propia de un ser maduro. Tiene alma gabarrera.La plaza vivirá una tensión contenida y, luego, estallará en un clamor. Es la vida y el riesgo de perderla en directo. Y no hay trampa, pero tampoco es una temeridad.
Abajo, su padre y su tío, cuidan de que los resortes de seguridad se cumplan. Antes, han subido a pelo hasta copa del pino y, en el punto más adecuado, han dejado bien sujeta la polea por la que pasará la soga, que en su punta va atada al arnés protector, ceñido al cuerpo de Alonso. Jesús y Jorge estarán bien concentrados durante toda la ascensión para que el protocolo de seguridad se desarrolle sin errores, porque la vida de Alonso pende de un hilo durante unos intensos minutos.
Ya descubrí hace tiempo que la gesta gabarrera iba más allá de un simple oficio y que configuraba por sí misma una cultura. El diálogo de Alonso con su cigüeña amiga es una muestra más, bien sublime. Ya nadie de este valle se preguntará con un rotulador en un banco de la plaza qué cojones es un gabarrero, porque esta cultura ha quedado acuñada como una de nuestras señas de identidad y se renueva cada año, en el colegio y en la plaza.
De divulgar la esencia de estos valores se encargará Alonso y, con él, los protagonistas de estas páginas, personajes épicos, entre otros muchos, que ya han pasado a ser inmortales por sus actos y por el mero hecho que ser ahora glosados en unos folios, así de mágica y generosa es la literatura: Menga Llorente y Juan Ruiz, el vino de Cebreros y los bailes de La Corredera, el cura que buscaba manzanitas en los bolsillos de Román, los Blasillos de un Forges espinariego, San Eutropio, el Caloco, San Antón, San Isidro y el Cristo del Cheli, los primeros besos de amor en el cine y en el parque de Blanca y Felipe, Florencio Escanciano y su swing gabarrero, el Balilla y el Cordobés, la señora Juana, la tía Cachapraos y otras viudas coraje, Benedicto, Juanito, Tomás y Álvaro, Gonzalo Menéndez Pidal y Victoriano Abán, Rafael Alberti, Francisco Díez “Reselvita” y Aurora, Julián el Emigrante, las víctimas del pinar, Pepito Herranz, Gerardo Diego, Antonio Machado y Miguel Delibes, Santa Quiteria, Sarasola y el bonsái de Felipe, Juanito el Taxista, Josefa la Huertera, Iñaki Azcuna, el padre Jesús, Acacio el Bichero de Sabie, Felisarda, las mujeres changanas… y, sobre todo, mi hijo Tatán Saiz Lobo, guardabosques eterno, que desde su muerte sigue alumbrando cuanto hago y escribo. Le cito de forma relevante porque su ausencia es la que más me duele, pero son muchos los trabajadores del monte que en estos años nos han dejado. Es ley de vida. Lo de mi hijo no lo es. Descansen en paz.
Se les recordará en esta fiesta, cuya esencia es la recuperación de nuestro pasado, con el fin de que no volvamos a extraviar nunca más las esencias de nuestra memoria colectiva. De conservar nuestro patrimonio forestal se han ocupado también los gabarreros, que siempre han hecho mucho bien en el pinar, pues cuando llegó el primero de ellos, el monte ya estaba y luego ha permanecido vivo durante siglos. Seguirá en pie, cuando ya no quedemos ninguno. El monte es principio y fin de este pueblo.

En el fondo, esto sólo es un retazo de un libro más, en un mar de letras. Pero nada es inútil ni estéril. Cada acto, por muy pequeño que sea, hasta un simple libro, tiene su causa y sus efectos. Son pequeñas astillas de leña que luego se van sumando a otras, hasta configurar esa gran hacina multicolor que es la memoria de un pueblo. Valga esta reflexión como metáfora gabarrera. El Teo que arde cada año en el Caloco tiene mucha historia detrás. El pasado calienta y alumbra. El presente de nuestro pueblo está en sus pinos en vertical. Su futuro sigue guardado en el monte.
Para poder palpar este hermoso sentimiento común, ha sido necesario que pasaran siglos de trabajo oscuro y sereno, grabado en el monte a golpes de hacha por un gabarrero solitario, y luego por otros muchos. Con el paso del tiempo, los frutos afloran. Hace siete siglos, este valle estaba plagado de espinos… y ahora “es pinar”.
En el instante mágico en que Alonso y la cigüeña de la torre se encuentran, cara a cara, hablan de estas cosas. Y ella le recuerda un lema eterno:
Gabarrerito nuevo, sino quieres llorar…
De un tiempo a esta parte, mi nueva lectura de estos versos va más allá del consejo prudente que daban los gabarreros veteranos a los nuevos; ahora, lo interpreto como una lección de vida para los que vienen: echa mucho lazo (abrazo) y poco sobernal (excesos). Mucho cariño y poco vicio. Así de sencilla, así de profunda es la cultura gabarrera.