Tomás Pérez Vejo, profesor del Instituto Nacional de Antropología de México.

Es usted profesor del INAH en México y un escritor prolífico con libros tan señalados como: “Elegía criolla”, “España imaginada”, “Repúblicas urbanas en una monarquía imperial” o “3 de julio de 1898. El fin del imperio español”. ¿Cuándo nace la nación española?
—Si hablamos de sentimiento podemos leer ya en San Isidoro de Sevilla referencias a España como una comunidad diferenciada de los demás pueblos europeos, no exactamente una nación. Una idea que aparece también en algunos textos medievales, con un componente geográfico más que político, la antigua Hispania romana. Pero es una idea difusa y no sabemos si había permeado a otros grupos sociales. E incluye Portugal. Camoens dice “Castellanos y portugueses, porque españoles somos todos”.
Si hablamos de nación como sujeto político la fecha de nacimiento es la constitución de Cádiz en 1812 en que se dice explícitamente que España es una comunidad política en cuyo nombre se elabora una constitución, no en el del rey. Sin embargo, en 1812, el territorio es muy diferente: la península, las islas y América. Yo creo en realidad que la Constitución de Cádiz no es la primera de la nación, sino la última de la Monarquía Católica. Pero Cádiz es el sueño de una noche de verano y apenas tuvo existencia real.
Tras 1812, en realidad sólo se puede hablar de nación española tras la muerte de Fernando VII, quien, tras la abolición de la Constitución de Cádiz en 1814 y con el breve paréntesis del Trienio Liberal, siguió gobernando “por la gracia de Dios” y no en nombre de la nación.

—Si una nación es un relato ¿Quiénes configuran este relato?
—En mi opinión los liberales del siglo XIX. El nuevo estado ya no puede basar su existencia en la legitimidad dinástica, “por la gracia de Dios” sino en la existencia de una comunidad nacional, “en nombre de la nación”. Aunque el estado es previo a la nación, necesita una nación que le de legitimidad. Esto que sucede en el Estado-nación español decimonónico es lo mismo que sucede en todos los estados-nación europeos. Los autores de este relato, quienes lo desarrollan e ilustran, son los intelectuales, artistas y escritores pagados por el estado en una cultura impregnada de historicismo. Buena parte de las obras de arte del siglo XIX (pintura, novelas, poesía, operas, etc.) son obras históricas. Además de las propias obras de historia como la Historia General de España de Modesto Lafuente en la que la historia es imaginada como una novela cuya heroína es la nación española. Yo he analizado sobre todo la pintura histórica del siglo XIX que es muy abundante, cuya fuerza emotiva es mayor que la de un texto escrito. Tenemos los enormes cuadros de la Toma de Granada, de Villalar. En realidad, lo que se hace en el siglo XIX es lo mismo que había hecho la iglesia con la vida de Jesús. Hay que mostrar la vida de la nación y de sus héroes, que sustituyen a los santos cristianos como protagonistas. Historia nacional en lugar de historia sagrada. El control del estado sobre esta pintura es total pues es quien la encarga y paga. La pintura histórica es la que sirve para obtener premios, reconocimiento y visibilidad. Y curiosamente lo que se pinta es Reyes Católicos, Monarquía de los Austrias y Guerra de la Independencia. Se ignora el siglo XVIII, como un siglo de influencia afrancesada. Dos de las pinturas de historia más tempranas, los dos cuadros de Goya sobre la Guerra de Independencia: Los Fusilamientos del dos de mayo y La Carga de los Mamelucos, son casi contemporáneos a los hechos representados. Lo mismo ocurre con otros cuadros como el Fusilamiento de Torrijos de Gisbert, un homenaje de los liberales a sí mismos y que también nos dice quiénes son los nuestros y quiénes no.

—¿Quién o quiénes trazaron el relato de la nación española? ¿Defendían algunos intereses?
—El interés es que necesitaban construir una nación, en el mundo contemporáneo sin nación no hay Estado, como muestra el caso de la Gran Colombia americana o el Reino de las dos Sicilias europeo. Fueron incapaces de construir una nación y desaparecieron como Estados. La construcción de la nación era un interés primordial. El orden mundial que se configura en el siglo XIX implica la existencia de naciones. Y no es un debate cerrado, hoy en día Putin pretende que Ucrania no es una nación y Zelenski que sí. Presuponemos que solo existen gobiernos legítimos si se basan en la existencia de naciones. Y los políticos de esa época no son cínicos, creen en la nación, lo mismo que los nacionalistas actuales. Castelar creía en la existencia de una nación española, que había muerto en Villalar y resucitado con la Guerra de Independencia. Modesto Lafuente cree sinceramente que lo que está narrando es cierto. España es una realidad que existe y su historia debe ser descubierta y divulgada, es riguroso, se basa en hechos, pero emplea técnicas casi de novelista. Muchos grandes políticos del siglo XIX son también historiadores: Cánovas del Castillo o Castelar. En el siglo XIX historia y política están íntimamente vinculadas. La política es la continuación de la historia por otros medios.

“España se ha visto sometida a un proceso de desnacionalización y pérdida de legitimidad en el relato”
La carga de los mamelucos. Francisco de Goya.

—¿Qué problemas ve que enfrenta hoy la nación española?
—A partir de la Transición española se abandona casi cualquier proyecto de construcción nacional, y se concentran los esfuerzos en la construcción del estado: integración en Europa, derechos políticos, etc. Mientras tanto se dan procesos alternativos a ese vacío nacional: la construcción de relatos de naciones como la nación catalana o la vasca. Pero no sólo, hay una especie de carrera entre todas las autonomías, por construir relatos propios. Es muy llamativo que tras la transición el género hegemónico no es el de la historia nacional de España sino las historias de las distintas regiones o nacionalidades. España se ha visto sometida a un proceso de desnacionalización y pérdida de legitimidad del relato. Pocos niños creen hoy que descienden de Don Pelayo, pero los niños catalanes sí deben creer que proceden de Wifredo el Velloso.

—¿Cuándo nace la nación mexicana?
—Es en principio más sencillo. La fecha es 1821, cuando México declara su independencia. Pero eso que parece sencillo se convierte en complicado: México deriva del Virreinato de la Nueva España. Pero en el nuevo estado hay que convencer a los propios “mexicanos” de que pertenecen a esa nación. Y surgen dos relatos antitéticos e incompatibles: el liberal de izquierdas que entronca la génesis de la nación con el pasado prehispánico, la nación sería una con los emperadores aztecas, habría muerto con la Conquista y durante el Virreinato y resurgido en 1821. Pero el relato conservador es distinto: México nace con la Conquista, es hijo de España, se desarrolla en los tres siglos virreinales y al alcanzar la madurez se independiza. Ni los liberales ni los conservadores son monolíticos, hay detalles. Pero estas visiones antagónicas suponen un conflicto identitario, que es muy difícil de resolver. Por eso la relación de México con España es problemática, porque el conflicto es consigo mismo. España es casi un convidado de piedra en este debate interno de identidad mexicana.

—¿Quién o quiénes trazaron el relato de la nación mexicana? ¿Fueron autónomos?
—Los mismos grupos sociales que están detrás del proceso de construcción nacional español (élites políticas, artistas, escritores, historiadores, etc). Enfrentados al mismo problema de construir una nación que tuvieron que enfrentarse los españoles. Quizás mayores, Nueva España era un territorio enorme, con poblaciones muy distintas, diferenciadas étnica y culturalmente. Más de un 60% de los habitantes del país no hablaba español en el momento de la independencia. Por lo tanto, como en otros casos el estado, para construir la nación traza un relato, y a pesar de los dos modelos que hemos visto, el hegemónico es el liberal.

“España se ha visto sometida a un proceso de desnacionalización y pérdida de legitimidad en el relato”

—¿Qué dificultades tiene la nación mexicana?
—Reafirmar que el desafío del siglo XIX es construir una nación y un estado. En España hay un claro éxito en la construcción del estado: recursos, seguridad, infraestructuras, divisiones administrativas y cierto fracaso en la construcción de la nación. En México es al revés: fracaso en la construcción del estado (inseguridad, reparto de recursos, etc.) pero un gran éxito en la construcción del relato nacional. Un ejemplo interesante lo constituye el movimiento zapatista de Chiapas: en un país europeo hubiera derivado en grupo secesionista, sin embargo, en México piden ser integrados en la nación.

—¿Sólo existe la nación política?
—Puede haber varios tipos: culturales, históricas, etc. Pero para el mundo contemporáneo la nación tiene un componente fundamentalmente político. Covarrubias, en su Tesoro de la lengua española, 1611, define nación como “reino o provincia extendida”, sin ningún sentido político, lo mismo hacen los sucesivos diccionarios de la Real Academia Española del siglo XVIII y principios del XIX, pero el de 1884 la define ya como “estado o cuerpo político que reconoce un centro común supremo de gobierno”. Una definición fundamentalmente política. Un cambió que había comenzado a darse a finales del siglo XVIII, los diccionarios van siempre detrás de la vida, y que culmina el siglo XIX convirtiendo a la nación en lo que antes nunca había sido: el sujeto político por excelencia, en realidad único, del mundo contemporáneo.

—¿Cómo prefiere explicar la España anterior a 1812? ¿Imperio? ¿Monarquía católica? ¿Monarquía polisinodial?
—Yo uso el término de Monarquía Católica, entre otros motivos porque era el término con el que ella se definía a sí misma, los embajadores de Felipe II en la corte inglesa no eran los embajadores de España sino del Rey Católico, un título que se remontaba a los Reyes Católicos. Se trataba de una monarquía compuesta, con diversos reinos, provincias y señoríos formando parte de un imperio de carácter global y en la que cada uno de los reinos, palabras de uno de los consejeros de Carlos V, debía de ser regido y gobernado “como si el rey que los mantiene unidos fuera sólo el rey de ellos”. El término de Monarquía polisinodial se refiere a la estructura político-administrativa, basada en Consejos, que podían ser funcionales o territoriales. Un tipo de estructura que describe muy bien la Monarquía católica en la época de los Austrias, pero menos en la de los Borbones en la que los consejos, fruto de la voluntad de modernización del Estado de esta dinastía, tendieron a perder importancia en favor de las Secretarías de Estado. No soy partidario del uso del término imperio, no porque no fuese un imperio, obviamente lo era y uno de los mayores de la historia de la humanidad, sino porque lleva a confundirlo con los imperios coloniales del siglo XIX, con metrópolis y colonias (el inglés, el francés, y también el español decimonónico) con los que no tiene nada que ver. Se trata de una organización política radicalmente distinta.

—¿Qué papel tuvieron las ciudades en el Imperio español?
—Mi propuesta, como escribí en un libro que se titula precisamente “Repúblicas urbanas en una monarquía imperial”, es que la mejor forma de entender la estructura política de la Monarquía católica es imaginarla como una confederación de repúblicas urbanas. En ella la vida política pasaba por ser súbdito del Rey Católico y vecinos de una ciudad, villa o pueblo. Era esta última condición, la de vecino, la que daba derechos políticos, algo muy próximo a lo que hoy entendemos por ciudadano. La ciudad era también la responsable de mantener servicios como el agua, el abastecimiento de alimentos, escuelas, hospitales,… todo lo que tenía que ver con la vida cotidiana.

—¿Es difícil pasar de Imperio a nación?
—Dificilísimo, no sólo por las reorganizaciones territoriales necesarias: de reinos a provincias, etc sino por el componente de autoestima colectiva que implica: pasar de ser un país que configura el mundo a uno de segunda categoría. Eso sucedió en España en 1898, con sus colonias (en este caso sí) Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Fue un trauma. Hoy vemos lo mismo en la Rusia post soviética. Putin es popular en Rusia, porque dice a los ciudadanos “seguimos siendo un imperio”.

“España se ha visto sometida a un proceso de desnacionalización y pérdida de legitimidad en el relato”
Fusilamiento de Torrijos de Gisbert.

—Recientemente produce cierto resquemor en Francia que se reivindique a los Vendéens. ¿Estaban ausentes del relato canónico de su nación?
—Si, hay un debate muy virulento en Francia con este tema. El relato nacional de Francia está muy bien pensado: la nación que nace de la Revolución, con todos los franceses unidos bajo la bandera de libertad, igualdad y fraternidad acabando con la tiranía y el despotismo de la monarquía absoluta y unos cuantos aristócratas que sólo buscaban la defensa de sus privilegios. Los vendéens son campesinos, que fueron masacrados no por defender sus privilegios sino por oponerse a la Revolución. No encajan en el relato. En el nacimiento de la mayoría de las nuevas sociedades liberales está la guerra civil entre dos formas de concebir y entender el mundo. Se construyen literalmente con la sangre de los hermanos. Es el caso de las guerras carlistas, en España, pero también de los enfrentamientos entre defensores del Antiguo Régimen y de los que buscaban abolirlo en todos los demás países europeos, incluida Francia. En el mundo de las naciones, la guerra civil resulta difícil de asumir y de integrar en la memoria colectiva. La nación es una comunidad de sangre y no es fácil asumir que se ha obtenido la victoria sobre cadáveres, asumirse como hijo de Caín. La solución es presentar al adversario como ajeno a esa comunidad de hermanos. Y por eso los relatos de nación tienen dos opciones, imaginar estos conflictos fundacionales como guerras de independencia, es lo que hace el relato de nación mexicano; o imaginarlos como revoluciones, el enfrentamiento entre la mayoría partidaria del progreso y minorías que sólo defienden sus privilegios, que es lo que hace el relato de nación francés. El problema es que tan “mexicanos” eran los realistas como los insurgentes y que no todos los legitimistas franceses eran aristócratas. Pero en Francia, si no eres hijo de la Revolución, no eres francés.

—Los niños en los colegios de Costa de Marfil recitaban “Nuestros antepasados los galos” Por exitoso que fuera el tránsito a nación de Francia ¿Tiene ahora problemas?
—Nos ancêtres les gaulois estaba escrito en los libros de texto. Parece un chiste, pero no lo es. La nación es también una genealogía: ¿Quiénes son nuestros antepasados? Y el problema me parece más manifiesto no con el África subsahariana, sino con Argelia, a la que Francia trató verdaderamente de vincular. En España se aprendía la lista de los reyes godos, por linaje, y no se aprendía la lista de los reyes del Califato o de las taifas. Hace años España se consideraba descendiente de Viriato. Y México hoy en día de Cuahtemoc. En el caso de Francia su genealogía no ha funcionado y su sociedad multiétnica se topa con dificultades, sin embargo, en México sí: el mexicano más rubio se considera descendiente de Cuahtemoc.

—¿España y México se conocen bien?
—No se conocen nada. La ignorancia de España con respecto a América es oceánica. Pocos españoles conocen quiénes fueron Iturbide, Hidalgo, San Martín. Y si preguntamos por los jefes de los ejércitos realistas, aun menos. Quizás estemos cerca ya de la primera generación de españoles que se pregunte por qué se habla español en América. Una ignorancia que en general es mucho mayor del lado español que del mexicano. No parece demasiado arriesgado afirmar que lo que el mexicano medio sabe de España es mucho mayor de lo que el español medio sabe de México. Sorprendente si consideramos que estamos hablando del mayor país de habla española del mundo y con un peso económico y geopolítico nada desdeñable. No creo que sea sólo con México sino con el conjunto de los países hispanoamericanos. Sorprendente si consideramos que una parte sustancial de los ingresos de las grandes empresas españolas procede de América Latina y que los latinoamericanos constituyen en conjunto el grupo mayor de emigrantes establecidos en España.

“España se ha visto sometida a un proceso de desnacionalización y pérdida de legitimidad en el relato”

—¿Cómo podría mejorarse ese conocimiento, esa relación? Una mejora de las relaciones ¿las afianzaría como naciones en el contexto internacional?
—A través de los sistemas educativos, y si los gobiernos tuvieran alguna política estratégica hacia Latinoamérica, que no tienen en modo alguno. Lo poco que se ha hecho fue parcialmente en época de González o de Aznar y luego las empresas, pero estas de modo fragmentado y al servicio de sus propios intereses, como es lógico. España sin el español y sin América sería un país irrelevante en el mundo. De todas formas creo que hay que asumir que la relación con las izquierdas latinoamericanas siempre será complicada pues combinan indigenismo e hispanofobia. Tanto AMLO como Cristina Kirchner.

—El modelo de nación política del siglo XIX, ¿sobrevivirá al siglo XXI?
—A los historiadores nos gustan las profecías sobre el pasado (ríe) Ningún gran pensador social del XIX consideró que la nación fuera algo más que coyuntural: ni Marx ni Weber. Pero el siglo XX fue un gigantesco conflicto de naciones: las dos guerras mundiales. Y recientemente la guerra en Israel, en los Balcanes, en Ucrania. Son guerras de naciones. No me atrevería a vaticinar su defunción tan pronto.

—¿Qué está investigando ahora?
—Estoy a punto de sacar un libro sobre México con la misma metodología de “España imaginada”, estudiando el relato artístico de la nación mexicana. Tendrá algunas cosas diferentes como el “Via Crucis religioso” y un análisis de la revolución de 1910, tan profundamente nacionalista.

—¿Qué consejo daría a las nuevas generaciones de historiadores tanto en campos de investigación inexplorados como en enfoques novedosos?
—No soy muy dado a consejos, porque cada nueva generación de historiadores se enfrenta a problemas distintos, pero recalcaría algunos principios que me parecen fundamentales.

•La función del historiador no es juzgar sino entender.
•En toda investigación histórica son más importantes las preguntas que las respuestas.
•Entender que “el pasado es un país extraño en que las cosas se hacen de forma distinta”, y en el que por cambiar cambia hasta la propia concepción de la persona. Hace unos años, comisarié una exposición para el Museo Nacional de Historia de México, “De novohispanos a mexicanos”, en la que a través de retratos novohispanos y mexicanos de los siglos XVIII y XIX se mostraba cómo el paso del Antiguo Régimen a las nuevas sociedades liberales o burguesas no sólo cambió la sociedad, la economía y el orden político sino también la forma en la que la persona fue imaginada.