Películas del Oeste y Contracultura parecen términos antagónicos, pero no es así. Los valores tradicionales del western clásico se situaban en las antípodas del nuevo cine de pistoleros -o de indios o de cowboys o de cualquier forma en que se quiera designar el género más genuinamente americano- que surgió entre los años sesenta y ochenta del pasado siglo. Varias décadas más tarde, los estudiosos empiezan a explicar que ocurrió entonces para el resurgir de un estilo cinematográfico que parecía muerto, pero que en realidad solo estaba mal enterrado.
Quizá veinte años no sean nada, pero las veinte películas del género western que se diseccionan en el reciente libro ¡Ese Era Mi Bistec, Valance!, editado por Sílex, abrieron horizontes inexplorados para casi todo lo divino y lo humano. Aparecieron entre 1960 y 1980, un par de décadas donde cristalizaron ideas que dinamitaron la tradición, impuesta por la inercia, por controles ideológicos o por ambos corsés. Los principios fundacionales que encauzaban hasta entonces las “películas del Oeste” volaron en pedazos. El western experimentó una acelerada apertura de miras que engrandeció sus posibilidades narrativas, artísticas y dramáticas. Y fue gracias a un puñado de directores, actores y guionistas que, en plan francotirador y en hábitats convulsos, reverdecieron esa rama casi seca del séptimo arte. De eso se habla en las páginas de este volumen que acaba de lanzar su segunda edición apenas dos meses después de su lanzamiento. Curiosamente, tras un silencio de décadas sobre este complejo fenómeno, coinciden ahora en el mercado editorial otros libros que exploran esa zona resbaladiza, como El Western Renacido del Siglo XXI (Nipho Publicaciones & Comunicación) o Western USA 1962-1992 (Donostia Kultura).
Pero el primero en explicar qué pasó entonces es ¡Ese Era Mi Bistec, Valance!, cuyo subtítulo añade información relevante: “El western de la contracultura en 20 películas (1960-1980)”. Como en cualquier tamizado, el esfuerzo de los autores Andrés Rus y Javier Sanabria atiende a una lógica que no esconden: “Cubrir las muchas vertientes en las que se bifurca el western”. Cabe detenerse en la palabra “muchas”, porque entre la primera (El Hombre que Mató a Liberty Valance) y la última de las veinte películas elegidas (La Puerta del Cielo) cabe el universo multiforme, casi inasible, que edificaron varios cineastas en su empeño por conectar con las inquietudes juveniles. Millones de adolescentes habían dado la espalda a lo establecido y necesitaban forjar una nueva cultura: ese impulso se convirtió en la contracultura. Un diálogo de Las Aventuras de Jeremiah Johnson, también en este libro, lo explica a la perfección:
Jeremiah: “¿Adónde vas, Ben?”
Ben: “Al mismo sitio que tú, Jeremiah. No lo se.
Esta forma de sentir está impregnada de las ideas que difundieron los escritores de la Generación Beat, con acento especial en las novelas de Kerouac, quien en 1957 publica On The Road (En la Carretera). La novela capital de la contracultura alimentó las ansias de libertad de las nuevas camadas, expandiéndose desde la literatura hacia otras artes hasta recalar, de forma dispersa, en las pantallas. Poco a poco, el cine cambia de piel y ese renacimiento alcanza al más árido de los territorios fílmicos: el western.
Lo expresó perfectamente el crítico Ángel Fernández-Santos: “El western, género cinematográfico que se alimentó durante su periodo de incubación y formación de mitologías folklóricas ingenuas, derivó en su madurez y, sobre todo, en su malhumorada vejez, hacia enrevesadas representaciones de las situaciones mayores de la existencia del hombre contemporáneo, llegando incluso a convertirse en una -y tal vez única- supervivencia en nuestro tiempo de la extinguida ceremonia de la tragedia, que encontró en este aparentemente inofensivo conjunto de películas una inesperada resurrección”.
El gozne entre ambos mundos se llama John Ford. El genial crítico Manolo Marinero destacó tres nombres trascendentales en la historia del “cine del Oeste”. Marinero ofreció una hoja de ruta para adentrarse en el género basada en la edad de los espectadores: “Yo diría que para niños y jóvenes Walsh, para los cuarentones Hawks y para envejecer Ford”. Algo parecido respondió Orson Welles cuando le preguntaron por la semilla del western: “Pues si hay que empezar por el principio tendremos hablar de Ford”, situando La Diligencia (1939) como un momento trascendental. Ahondando en el legendario realizador, Antonio Drove sentenció que “Ford supo calar como nadie en las contradicciones del alma y la democracia americanas. Su filosofía de la dignidad en la derrota se oponía a la filosofía del éxito y la competitividad capitalistas”.
El pasado es un prólogo, dijo Shakespeare. El Hombre que Mató a Liberty Valance comienza con la llegada de un tren humeante que rasga el paisaje americano. Esas locomotoras de vapor lo cambiarán todo y el lector comprobará que el caballo de hierro serpentea por muchas páginas de este “Bistec”. Los hermanos Lumière habían mostrado al mundo el prodigio cinematográfico precisamente con las imágenes de un tren que llega a la Estación de la Ciotat (1896) y ahora Ford repite el milagro. Esa máquina simboliza la llegada de un nuevo western y sacude los cimientos de un lenguaje fílmico moribundo, alejado de los tiempos convulsos que atraviesa América entonces.
Sí, precisamente en Estados Unidos, un país que descubrió sus medidas gracias al ferrocarril, justo cuando el 10 de mayo de 1869 unió las costas del Pacífico y el Atlántico por vía férrea y se puso en marcha la primera línea transcontinental. Esa jornada se ancló en la historia con el Clavo de Oro (Golden Spike), un tirafondo dorado que honraba los esfuerzos desplegados por dos imperios ferroviarios, cuya traducción al celuloide ejecutó Cecil B. DeMille en su Union Pacific (1939), sacando lustre al mito.
Las contradicciones y mutaciones que acarrea ese tren afloran en El Hombre que Mató a Liberty Valance. Lo salvaje y el ‘progreso” chocan. Se redefine el sentido del tiempo y todo cambia. Esa máquina, sumada a otros artilugios, domesticará a las gentes y quebrará los espíritus rebeldes, a los inadaptados, a los que se aferran a un mundo en trance de desaparición y niegan su derrota. El traqueteo del tren susurra al espectador que lo conocido va a desaparecer, junto a sus valores y todo lo que no se pliegue al nuevo imperio económico.
La batalla por la renovación se libró desde varios ángulos y de forma simultánea. El paso del Rubicón llega en 1968, cuando un alocado grupo de jóvenes filma en las carreteras Easy Rider, acertadamente elegido por Rus y Sanabria como otro western crepuscular de los esenciales. Dennis Hopper coincide en el asfalto con Francis Ford Coppola, quien rueda también con mínimos recursos Llueve Sobre mi Corazón. El realizador de El Padrino prepara el golpe más duro que recibirá un adormecido Hollywood ya sin pulso y descolgado de las corrientes de su tiempo. La troupe del realizador italoamericano ya había aprendido en Bonnie & Clyde, de Arthur Penn, quien también asoma la nariz en este libro, en concreto con Pequeño Gran Hombre. “La sangre nunca salpicaba al espectador”, escriben los autores, pero tras la saga de los Corleone saltará a la pantalla y lo salpicará todo hasta hoy. Estos rebeldes balbucean los primeros fonemas de un lenguaje cinematográfico inédito que aprovecharán los renovadores para definir un nuevo estilo cinematográfico.
La revolución está servida en cuanto Hopper y Coppola se cruzan en las autopistas. Los jóvenes directores abrieron las puertas de la creatividad y un torrente de asuntos contemporáneos penetran en guiones y ejes dramáticos. Estados Unidos sufre convulsión tras convulsión, con temperatura ascendente por la eternamente sangrienta guerra de Vietnam, y el cine se suma a las críticas del momento, si bien lo hace a cámara lenta. El racismo, la libertad sexual, los derechos de las minorías, el feminismo, el medio ambiente, las drogas o la búsqueda de libertad irrumpen en las pantallas y cuestionan las verdades implantadas, precisamente, por las viejas “películas del Oeste”.
Y el rock. También llega el rock a las salas de cine, con grave retraso respecto al impacto social que habían provocado los genios sesenteros, cuyas canciones se erigieron como la bandera sonora que enarboló la juventud para reclamar protagonismo sobre sus vidas. Las guitarras eléctricas tapan el ruido de los clavos que tachonaban el ataúd del viejo western. En Easy Rider se habían colado los grupos más vanguardistas, pero cuando Dylan deslumbra con sus canciones para Pat Garrett y Billy The Kid, el western crepuscular ya tiene su obra maestra sonora. De pronto, estas películas dejan de ser cosas de carcamales y vuelven con nuevos bríos a primera línea del interés social.
Las películas que cambiaron el western para siempre se unen en ¡Ese era mi bistec, Valance! Varias chapotean en la tragedia, mientras otras se zambullen en el humor, pero todas se complementan y exhiben los elementos comunes que constituyen el bloque fílmico de la contracultura. Incontables pasiones humanas se dejan acariciar por las pupilas y tímpanos en estas obras, cada cual de su padre y de su madre, pero en conjunto representan el ariete con el que se derribó la monotonía estéril de un género que bailó demasiadas décadas en la misma baldosa creativa.
El western de esos años sesenta y setenta se sitúa así en la vanguardia de la ruptura social contra los valores dominantes. Se citan en este artículo varias de las películas seleccionadas, pero en todas golpea un latido común: las heridas de un modelo de vida cuestionado por los jóvenes americanos. Los autores lo apuntan con rotundidad: “Se impone la poética de la derrota”. Por eso cabe concluir que es hora de cabalgar sobre las páginas de este importante libro (muy bien escrito, por cierto) y sus correspondientes películas, a lomos de esa dignidad en la derrota y sin saber a qué sitio se dirige nuestro caballo.
Dos (adictos al cine) cabalgan juntos
Andrés Rus (Sevilla, 1979) se confiesa adicto al cine desde el día en que su padre le llevó “a ver la Diligencia a la Filmoteca” y trata de aliviar desde entonces “los males de su enfermedad” mediante la metadona del teatro. Precisamente estos días dirige la puesta en escena, desde su propia compañía (Calibán Teatro), de Una Cuestión de Formas, obra de Neil LaBute que se representa estas semanas en el madrileño Teatro Infanta Isabel.
Javier Sanabria (Quintana de la Serena, Badajoz, 1976) colabora habitualmente en el programa de radio Carne Cruda y dirige Carretera Perdida, un prestigioso espacio que se acerca ya a las doscientas ediciones radiadas con música, literatura y cine, de donde surge la chispa que ahora es libro. Dice que su pasión por el western procede de “una infancia pegada al televisor queriendo ser indio”. Tal vez por ello también golpea los tambores, más de paz que de guerra, en bandas de rock como Ballad of Sam (Peckimpah, por supuesto).
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* Prologuista de ¡Ese Era Mi Bistec, Valance!