Las hojas caídas ayudan a mantener la humedad.

María Oria Martín (*)

Muchos de nosotros sentimos en otoño una llamada interior que nos alienta a penetrar en el bosque: quizás sea un sentimiento de nostalgia por volver a nuestros orígenes, ya que, como nos recuerda el genial naturalista Joaquín Araujo, “fuimos bosque que un día echó a andar”. También es cierto que los hayedos, especialmente solicitados en esta época del año, nos incitan a conocer el profundo significado de su paisaje, a intentar -humildemente- “emboscarnos”, como dicen los apasionados de los bosques.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

El hayedo de la Pedrosa, en el término municipal de Riofrio de Riaza, único en la provincia de Segovia, es un pequeño tesoro, una especie de utopía natural donde todo parece estar pensado hasta el último detalle. Situado en la vertiente noroeste del macizo de Ayllón, en las laderas de la Sierra del Lobo, a 1500-1700 metros, llega hasta el Puerto de la Quesera. Tiene una extensión de 87 km cuadrados. La otra especie dominante, los robles Quercus pyreanica y Quercus pétrea, forman un tupido bosque hasta los 1600m. El río Riaza nace en la Fuente del Cancho, atraviesa el hayedo y el robledal en dirección noroeste, va cogiendo fuerza con la aportación de varios arroyos en su descenso por el valle, para desembocar en el Duero.

Las hayas, fagus sylvatica, son árboles caducifolios europeos propios de climas atlánticos. Por ello, los hayedos de La Pedrosa, Montejo (Madrid) y Tejera Negra (Guadalajara), del macizo de Ayllón, son únicos en el Sistema Central. Bosques relictos, formados durante la Era Terciaria, su presencia es considerada excepcional en zonas tan meridionales, proponiéndose factores microclimáticos para justificarla. Un estudio publicado en la revista Quercus (noviembre 2020), concluye que la influencia humana fue el factor responsable de su distribución y estado de conservación. Reducida de forma drástica la presión humana, estos bosques se van expandiendo y recuperando. Los hayedos de Montejo y La Tejera fueron declarados por la Unesco en 2017 Patrimonio de la Humanidad junto a otros hayedos primarios de los Cárpatos y otras regiones europeas.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

Durante el siglo XVIII los bosques de la Pedrosa se vieron seriamente afectados por la sobreexplotación humana para obtener madera y carbón. En Riofrío de Riaza se desarrollaba una actividad económica artesanal que consistía en la fabricación de sillas y astiles de madera de haya, utilizando tornos de pie, técnica aprendida de un francés aposentado en el pueblo después de la Guerra de la Independencia. En algún momento se contabilizaron hasta 40 familias dedicadas al oficio.

 

El ingeniero de montes, botánico y gran amante de la naturaleza, Máximo Laguna y Villanueva (Sta. Cruz de Mudela 1826- 1902) es el primero en reconocer desde una perspectiva científica al hayedo de la Pedrosa. En 1865 publica la obra “Memoria de reconocimiento de la Sierra de Guadarrama bajo el punto de vista de la repoblación de sus montes”, fruto de un trabajo de campo que le encarga el Ministerio de Fomento. La obra fue calificada como de muy meritoria por la verdad y claridad con que daba a conocer el estado de los bosques de la sierra de Guadarrama, así como las medidas para restaurar los destrozados montes y repoblar los grandes rasos existentes. En cuanto al hayedo -entre otras cosas- refiere: “Solo quedan brotes procedentes de las cepas de las antiguas hayas, sin piedad y sin orden destruidas”. También afirma que, mejorado y cuidado, podría extenderse y formar un buen hayedo.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

Laguna introduce, siempre alineados con las Ciencias Naturales, nuevos puntos de vista para la gestión de recursos forestales que fueron recogidos por sus seguidores, como Joaquín Castellarnau, que vivió en Segovia y dejó una impronta personalísima en su arbolado. En el jardín de su casa de la calle Martínez Campos está todavía la espléndida haya que él plantó, ejemplar tan notable o más que su más conocido vecino, el cedro.

El abandono de las cortas y de la actividad del carboneo en el hayedo ha propiciado su recuperación, lo que hizo que -en 1974- se declarara Sitio Natural de Interés Nacional y se incluyera en la red de Espacios Naturales de Castilla y León.

En la entrada del bosque podemos leer un cartel redactado por Joaquín Araujo: “Cada hectárea de arboleda ha absorbido 15tm de anhídrido carbónico y ha lanzado a la atmósfera 12tm de oxígeno. Ha cubierto el suelo con 13tm de materia orgánica, dulcificado el clima, humedecido el aire y frenado al viento. Retiene entre sus raíces 500.000 l de agua. Estos árboles que van a hacerte compañía no dejan de trabajar un instante para que tu respires comas y pienses. Estos regalos son los que hacen el mundo habitable”.

A las hayas les gusta vivir en el ambiente acogedor del bosque, en su adorada comunidad. De hecho, tienen una gran capacidad de amistad, estableciendo sistemas de ayuda mutua. Igualan fortalezas y debilidades buscando mantener un equilibrio en su rendimiento. Las micorrizas, asociación de hongos y bacterias con raíces, forman una inmensa red que conecta a todo el ecosistema forestal actuando a modo de cerebro. Existe un intercambio activo de información e instrucciones mediante señales químicas y eléctricas. Además, almacenan y administran los nutrientes y el agua. Podríamos decir que lo que pisamos sostiene lo que vemos.

Son bosques exclusivos, que admiten pocos competidores: crecen en altura por encima de éstos y sus grandes y altas copas perfectamente ensambladas filtran al máximo la luz, dificultando que puedan prosperar. Sin embargo, podemos encontrar, compartiendo su hábitat, robles, majuelos, acebos y otras especies rupícolas.

El ciclo vital de las arboledas está en íntima conexión con el calendario vital, y es que el tiempo climático se expresa a través de luz, agua, aire, tierra, pero, sobre todo, a través del bosque. Las arboledas saben administrar el tiempo, la luz, el agua y el espacio para dar continuidad a la vida en su conjunto.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

El hayedo en otoño ha adquirido una especial aureola por la espectacular transformación del paisaje. La conjunción de los juegos de colores con los juegos de luz nos traslada a un mundo sensorial de belleza casi mágica, el verde da paso a tonos ocres, amarillos, naranjas y marrones. Y es que las hayas están inmersas en sus procesos vitales. Los frutos maduros, hayucos, caen al suelo por debajo de sus progenitores y arropándose bajo las hojas esperan la llegada de la primavera para germinar. Tienen un alto contenido energético y nutritivo, por lo que ayudan a pasar el invierno a no pocos de sus habitantes. Los arrendajos y otros córvidos pueden transportarlos y enterrarlos en otros lugares para comérselos en invierno. Los vecinos de Riofrio han aprovechado también esta fuente de energía.

La reducción de las horas de luz, acompañada de la disminución progresiva de la temperatura, transmite señales de la llegada del invierno. La producción de clorofila en las hojas va disminuyendo junto con su tono verde, dando paso a otros pigmentos como los carotenoides, antocianinas o taninos responsables de los tonos otoñales. La ingente cantidad de hojas caídas forma un mullido tapiz sobre el suelo que le ayuda a mantener la humedad y evitar su erosión. Además, miles de millones de seres diminutos, poliquetos, colémbolos, caracolillos, ácaros… que habitan en el suelo y el subsuelo (a los que el naturalista Gerard Durrell llamó “jardineros activos”) descomponen la materia orgánica transformándola en suelo fértil, el humus. Se crea un ciclo cerrado de vida- muerte- vida que nunca se agota y que no precisa de recursos externos para el mantenimiento de su propio equilibrio.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

Llegado el invierno y con las primeras heladas las hayas pierden la totalidad de las hojas, momento en el que se disponen a hibernar. Suspenden la práctica totalidad de sus funciones fisiológicas -entre otras cosas- para no pasar hambre y frío.

Con la llegada de la primavera el bosque rezuma vida y las hayas se visten de verde brillante, numerosas flores aportan sus vistosos colores y aromas al paisaje y todos los sonidos se hacen música, y es que todos los habitantes del bosque están celebrando la continuidad de la vida. Puedes escuchar al hayedo de Otzarreta, del libro Viaje sonoro y visual por los bosques de España, de Carlos de Hita, paisano de Segovia, gran artista y técnico en paisajes sonoros, en este audio. Es impresionante.

Una vez más es la luz, que aumenta su duración diaria, y las temperaturas más cálidas, las que estimulan la brotación de hojas y flores, activando procesos complejos que requieren mucho aporte energético para completar su ciclo vital. El haya es un árbol monoico y anemófilo que alcanza la madurez sexual hacia los 60 años y tiene una esperanza de vida de 400 a 500 años. Para conservar la enorme diversidad genética que poseen se sincronizan eligiendo el momento adecuado para fecundarse. A las hayas se les considera especies veceras que fructifican cada 3 ó 5 años. Se estima que cada haya produce una media de un descendiente que llegara a ser adulto y ocupara su lugar. Los pequeños retoños crecen bajo el control de su progenitor protegidos de la luz para garantizar un crecimiento pausado y ordenado mientras que, a través de sus raíces, les proporciona los nutrientes necesarios.

El hayedo de la Pedrosa, 87 kilómetros de bosque en la Sierra del Lobo

Las hayas pueden alcanzar los 30 ó 40 m. Los troncos crecen rectos hacia la luz igual que sus ramas. Tienen una corteza lisa y gris. Como regla general, a partir de los 150 años empiezan a envejecer: crecen más en grosor que en longitud, formándose en la corteza arrugas y pliegues sobre las que crece musgo, de manera que, cuanto más se eleva el manto verde por el tronco, tanto más vieja es la haya. En el proceso de envejecimiento natural las pequeñas heridas y grietas se convierten en puerta de entrada de patógenos que finalmente terminan pulverizando su esqueleto, provocando su quiebra y su muerte. Su servicio al bosque no ha terminado, el cadáver en descomposición desempeña durante siglos un importante papel para el ecosistema.

En verano las hayas aprovechan al máximo la luz y trabajan a destajo para almacenar azucares, almidón y proteínas. Son grandes demandantes de agua, son famosas sus borracheras de lluvia. Soportan mal el calor y con las sequías pueden sufrir, se las puede escuchar a través de su corteza. Sin embargo, tienen mecanismos de adaptación y las micorrizas administran sabiamente el consumo de agua almacenada en todo el bosque. Un haya puede transpirar 500 litros diarios de agua, que se evapora creando un ambiente menos cálido y húmedo en los aires bajos.

Mientras transitas por el bosque sigue a las hayas viejas y sabias. Te enseñarán a perderte. Abre los ojos, acorta el paso, respira hondo, entra solo y, en silencio, escucha (Ignacio Abella).

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(*) Fotos de María Oria Martín.