En un artículo antes que éste, vimos como los malos tratos en el matrimonio no eran causa suficiente como para que los tribunales eclesiásticos concedieran el divorcio, ni mucho menos la nulidad matrimonial, pues ésta se concedía en muy pocos casos, como eran los de impotencia y no consumación del matrimonio, aunque se han encontrado algunas excepciones a esta regla.

Hemos visto, en el Archivo Diocesano de Segovia (ADS), 45 procesos de divorcio, treinta y seis de ellos en los que la causa que los motiva son los malos tratos y la violencia por parte de uno de los miembros de la pareja; dos, por ser alcohólica la esposa, dos por impotencia del marido, dos por infidelidad matrimonial, tres, cuya causa se desconoce, y, el más curioso de todos, por el deseo de ambos cónyuges de entrar en religión.

Tras la lectura de estos expedientes se deduce que los tribunales diferenciaban entre anulación matrimonial y divorcio. La anulación matrimonial permitía a los separados volver a contraer nuevo matrimonio, sin embargo, el divorcio, solo permitía la separación de los cónyuges, pero no volverse a casar con otras personas.

De los malos tratos dentro del matrimonio ya nos ocupamos en otro artículo, por lo que aquí, solamente vamos a hacer mención a dos procesos en los que las víctimas son los maridos, como consecuencia del alcoholismo de las esposas. En el proceso iniciado por Francisco Zamarriego al denunciar el mal comportamiento de su esposa, Catalina Callejo (ADS. Exp. 03/11), dice que «la susodicha ha tenido y tiene la costumbre de se embriagar y tomar del vino tanto, que de ordinario y siempre está loca, sin juicio, ni entendimiento, intratable, y muchas veces ha procurado matarme». Pero más curioso resulta el pleito entablado entre Simón Piñor y Francisca de Veguín (ADS. Caja 102, exp. Año 1721-21) por causa de que ella «se ha entregado muchas veces y con gran efusión al vino hasta privarse de juicio y entendimiento natural». Parece ser que el marido había tratado de hacerla recapacitar y que moderase su actitud, pero todos sus intentos resultaron en vano, pues, según declara el marido:«aunque ella llegó en repetidas ocasiones a decir delante de la imagen de un Santísimo Cristo crucificado, que está en la iglesia del Hospital General de Nuestra Señora de la Misericordia, y que ante testigos había hecho juramento de no beber vino, por reconocer que le hacía mucho daño, llegó a cumplir dicha promesa; pero que, ahora, en vez de vino bebía aguardiente, y la servía de lo mismo».

Ni que decir tiene que en ninguno de estos casos les fue concedido el divorcio, sino que se les conminó a que siguieran haciendo vida maridable y de consuno.

Otro de los motivos para solicitar la separación matrimonial es el de la infidelidad de alguno de los cónyuges. Ana Montero denuncia que Francisco de Soto, su marido (ADS. Caja 102,año 1716), «a los diez días de casados, se había ausentado en compañía de otra mujer, con la que mantenía una relación ilícita y deshonesta, continuando esta relación por más de dos años, hasta que hace un mes se vinieron a esta tierra, andando mendigando la referida mujer por las calles de la ciudad; y, su marido, alegando que ya la había dejado, pretendía obligarla a que volvieran a vivir juntos». Curiosamente, en este caso se aprobó la separación por sentencia del tribunal eclesiástico: «Fallamos que Ana Montero probó su acción y Francisco de Soto no justificó nada, por lo que administrando justicia, hacemos entre los susodichos divorcio de matrimonio entre ellos, para que vivan cada uno de por sí separados y apartados. Y que el marido no inquiete ni perturbe a su mujer, pena de excomunión mayor».

Sin embargo, a los esposos doña Mónica de Osorio y don Diego de Tapia y Cáceres, a pesar de pertenecer a la oligarquía segoviana y de terciar incluso malos tratos y amenazas, no se les concedió el divorcio, según podemos comprobar tras la lectura del proceso que entablaron por el mismo motivo (ADS. Caja 102, año 1707). Doña Mónica era hija del rico fabricante y mercader de paños, además de regidor de Segovia, don Francisco Asenjo Osorio; y don Diego de Tapia y Cáceres regidor del Ayuntamiento, como su suegro, y descendiente de una de las familias más nobles de Segovia.

Doña Mónica se encontraba recogida en el convento de la Concepción de San Francisco de Segovia y pedía la nulidad del matrimonio, divorcio o separación a don Diego, su marido, declarando dicha señora : «no tener obligación de hacer vida maridable y tener el deber de vivir apartada de él, exigiéndole la devolución de la dote por cuanto el dicho don Diego desde que se desposó, por su terrible y áspera condición…, a pesar de la calidad de su persona, honestidad y recogimiento…, debiéndola tratar no sólo con respeto más con cortesía y galantería de recién casada, la dijo palabras tan sospechosas de mala voluntad, rigores y malos tratamientos y también veladas amenazas, que le cogió tanto temor que, de sentimiento, le sobrevinieron dos enfermedades y que sólo con verle se echaba a temblar». Para colmo de males, alegaba que, además de haberse casado en contra de su voluntad, poco después de haberlo hecho «se enteró que don Diego trataba desde hacía mucho tiempo deshonestamente con una mujer, y en vez de atajar esa mala afición seguía con su trato deshonesto y carnal con dicha mujer, hasta el punto de que a deshoras de la noche so color de que se iba a pasear, la dejaba acostada para ir a comunicarse y tratar con la dicha mujer, volviendo a la media noche y más a deshoras a su casa».

Una testigo, presentada por parte de la esposa, declaró que estando don Diego un día con ella, dijo que: «doña Mónica, su esposa, estando con él en la cama no había querido hacer lo que él quería», y que por eso le había dicho que: «Mujer que no quiere hacer lo que su marido dice, merecía que su marido la ahogase y otras amenazas de este estilo». Además de afirmar que era de domino público que don Diego estaba amancebado con una mujer casada.

Después de escuchar a los testigos de una y otra parte, el provisor de Segovia dijo que no había causa suficiente como para el divorcio, en cuya consecuencia mandaba y mandó a doña Mónica que: «en un plazo de quince días se uniese otra vez al matrimonio y que hicieran vida maridable»; y a don Diego le mandó que: «tratase bien a doña Mónica sin asperezas ni malos tratamientos, con apercibimiento de que lo contrario haciendo se procedería contra él». Es decir, se les obligó a seguir viviendo juntos.

En los procesos por impotencia, llama poderosamente la atención la crudeza y, a la vez, la naturalidad en el uso del vocabulario, a la hora de referirse tanto a los actos como a los órganos sexuales, hablando sin rodeos ni eufemismos. Tal es el caso de María de Nieva (ADS. Exp. 18/36), esposa de Antonio Morejón, en el que pide el divorcio porque «aunque han pasado cuatro meses desde que se celebró el matrimonio, éste fue ninguno porque es impotente, siendo la impotencia natural y perpetua…, y no tiene fuerza ni por ninguna causa se le levanta, ni tiene semen, de suerte que no sólo no puede tener cópula carnal, más ni aún seminar; por tanto, pido se separe y anule el dicho matrimonio». El marido, en su defensa, alegaba que su mujer era estrecha y que por tanto no había posibilidad de penetrarla. Por ello, leamos lo que declaran las comadres encargadas de verificar los órganos sexuales de la esposa: «Que por mandato de su merced, han visto hoy dicho día a Manuela de Nieva su basso genital y es verdad que la susodicha no es estrecha de su basso, sino apta para que teniendo el hombre fortaleza la pueda romper y tener cópula carnal con ella, y al presente han hallado que la susodicha está entera y con virginidad, aunque parece tener señal de haber tenido alguna violencia en aquella parte, más no se afirman ni pueden decir si fue hecha a mano o con el miembro genital masculino».

Las razones del tribunal para conceder la anulación matrimonial quedan claras en el proceso de divorcio entre María Sanz y Gabriel Álvaro. La esposa expone:« …está impotente, inhábil y sin fuerza para tratos y conocer carnalmente a su mujer ni a otra alguna y por consiguiente sin aptitud ni esperanza de poder tener hijos en Santa Manera, que pueda decirse con toda seguridad que es de los que por tal defecto están prohibidos para contraer matrimonio por el Santo Concilio de Trento».

En este caso en particular se concedió la separación matrimonial.

Pero sin duda alguna, el caso más curiosos es el que protagonizaron los esposos don Francisco Bravo de Mendoza y doña María Jacinta de Miñano y Contreras, miembros de la oligarquía segoviana y descendientes ambos de familias de rancia y antigua nobleza, quienes después de hacer, don Francisco, voto de ser sacerdote, y doña María, de entrar en religión y profesar en ella, solicitaron la separación matrimonial o divorcio para poder llevar a efecto sus deseos.

Por la lectura del proceso (ADS. Caja 102, año 1707) sabemos que ambos esposos, de mutuo acuerdo, y después de haberlo considerado con varios meses de antelación, se pusieron en contacto con su padre espiritual y confesor y le explicaron sus inquietudes respectivas. Dicho padre espiritual les puso al tanto de los sacrificios que requería la vida religiosa y sobre las privaciones a que se tendrían que enfrentar en su nuevo estado y, para que se hicieran una idea sobre ello, les conminó a que durante un tiempo intentasen imitar dicha vida religiosa en su domicilio, antes de tomar una decisión irreversible de la cual se pudieran arrepentir después. Con el fin de experimentar en lo posible la nueva vida a la que aspiraban, intensificaron sus rezos, las lecturas religiosas, la práctica de acciones piadosas y en definitiva, imitaron en lo posible la vida a la que ambos aspiraban.

Superada esta prueba decidieron: «hacer voto recíproco a mayor gloria de Dios y bien espiritual de nuestras almas; yo, el dicho don Francisco, de ser sacerdote; y yo, la dicha doña María, de ser religiosa».

Acto seguido, se dieron permiso por escrito recíprocamente para efectuar dichos votos, y tanto el voto de cada uno de ellos, como el recíproco permiso, los presentaron ante el reverendo padre Diego Feliz de Vargas, calificador del Santo Oficio y Tribunal de la Suprema Inquisición, residente en el Colegio de la Compañía de Jesús de Segovia. «Don Francisco Bravo de Mendoza y doña María Jacinta de Miñano y Contreras, vecinos de Segovia, parecemos ante V.M. y decimos que por cuanto nos hallamos ligados con el santo vínculo del estado conyugal, y de común acuerdo y uniforme voluntad de ambos, tenemos hecho a Dios Nuestro Señor voto recíproco de ser yo sacerdote y yo religiosa profesa por los altos y piadosos motivos y eficaces razones que en él se expresan…, en el cual nos obligamos a su cumplimiento…, a V.M. pedimos y suplicamos que confirmado y aprobado el referido voto se sirva mandar y nos dé el permiso y licencia necesaria para la separación».

Acto seguido, en la Sala de la Congregación, sita en la iglesia del Colegio de la Compañía de Segovia, ante el señor licenciado don Juan Ignacio Alfaro, canónigo, provisor y vicario, se tomó declaración a ambos esposos, para que se ratificaran en su petición y para que afirmasen que dicho voto lo habían tomado libremente y sin ningún tipo de coacción; de igual modo, les preguntaron si dicha decisión obedecía a un deseo espontáneo o si lo tenían previamente meditado. Así, les preguntaron de forma individualizada los motivos de hacer dicho voto y dijeron: «que únicamente el de servir a Dios y parecerles a los declarantes ser el estado de sacerdote y de religiosa profesa el que los convenía para su salvación, para cuyo fin habían hecho las experiencias recomendadas por su confesor y después de tomar su consejo y dictamen».

Y después de hacerles varias preguntas, así acerca de lo arduo y dificultoso de practicar dicho asunto, como también acerca de los inconvenientes gravísimos que en su práctica habrían de experimentar—siendo el mayor de ellos «el de dejar un hijo expuesto a que su crianza no fuera con aquella seriedad de costumbres y buena educación que en otros pupilos se experimentaba»—, se ratificaron en su intención de divorciarse, en separarse del hijo tenido en común y de toda su hacienda, a cambio y por atender a su salvación eterna.

A continuación, se pidió la opinión del padre espiritual y confesor de los esposos, quien confirmó ser ciertos los deseos de entrar en religión y ser sacerdote, y que cuyo único fin era su eterna salvación «imitando en esta resolución lo que practicaron antiguamente algunos santos y en nuestros tiempos practican algunos que conozco».

En virtud de todo lo tratado, el señor licenciado Juan Ignacio de Alfaro, tras escuchar las deliberaciones del señor gobernador eclesiástico y los informes y pareceres de los reverendos Padres Fray Manuel Martínez, lector de Sagrada Teología en el Real Colegio de Predicadores de Santa Cruz, y de Diego Feliz de Vargas, de la Compañía de Jesús y calificador del Santo Oficio, dijo que «Authoritate ordinaria y en vía y forma que mejor haya lugar de derecho, confirma y aprueba el voto…, y les concede licencia, la que se requiere y es necesaria, para que se puedan separar del matrimonio que tienen contraído, y la susodicha entrar en religión y profesar en ella; y a su tiempo, se dará licencia a don Francisco para que reciba las sacras órdenes».

Después de lo dicho hasta aquí, podemos afirmar que el único motivo para conceder, no solo el divorcio, sino la nulidad matrimonial, era la impotencia del esposo. En los procesosde infidelidad, en un caso se concede dicha separación, aunque en otro, por los mismos motivos, no se concede. Desconocemos la razón de comportamiento tan dispar por parte de la autoridad eclesiástica. Y por último, en lo que se refiere a los malos tratos, no hemos encontrado ninguna concesión de divorcio, obligando a los esposos a vivir juntos después de haber mantenido preso al agresor unos días en la cárcel. No resulta infrecuente que en estos casos se volviera a reincidir y terminase el asunto con la muerte de la víctima.


(*) Doctor en Historia por la UNED.