
“El cine olvida el tiempo y atraviesa las fronteras”, nos decía Clint Eastwood.
¡El cine olvida el tiempo! Pero la realidad no lo hace. Asi, recientemente, el veterano Martin Scorsese, decía lo siguiente: “Estoy viejo. Leo material, quiero contar historias, pero no hay más tiempo”.
Me gustan las historias sencillas, sin vueltas, como las de Robert Redford. También a Redford se le acaba el tiempo. Todos pensamos que queda tiempo, el espejismo de la prórroga de la prórroga. Queremos, quiero que Redford siga en el cine, filmando, interpretando, porque es una estrella muy luminosa.
Su historia es la de un niño de once años. Ahí esta todo. Entonces había tiempo. Todo el tiempo del mundo. El niño Redford se da cuenta de lo grande que es el mundo en una visita al Parque Nacional de Yosemite. La madre de Robert conduce acompañada por su hijo y de repente cruzan un gran túnel, el túnel que define una vida. Tantos años después, Redford recuerda lo que pensó ante la naturaleza infinita, ante la belleza apabullante de Yosemite: “Yo no quiero mirar esto. Yo quiero estar en esto”.
Desde ese trueno, Robert Redford quiso ser un activista en defensa de la naturaleza. De algún modo unió esa faceta con la de cineasta, actor, creador de cine. Incluso creando un instituto para los cineastas, Sundance.
Esa defensa de la naturaleza y del cine es hoy en día más importante que nunca. Y Redford ha seguido dando pelea: “Juntos somos nuestra única esperanza. Juntos, podemos ser nuestra propia salvación”.
Es difícil explicarlo. Es para mí una intuición, una imaginación. Para mí el cine de Robert Redford es un cine curativo (con los consecuentes resbalones de todo médico).
La ciudad puede ser destructiva. Todo el mundo a lo suyo, es un sálvese el que pueda. En mi caso, a ratos me aplasta. En plena depresión, postrado en mi litera, sólo la buena música clásica y los árboles, las zonas verdes, un jardín botánico, me daban respiro. Y mi susurradora.

Me había quedado en que la ciudad es el sálvese el que pueda. Y en “El hombre que susurraba a los caballos”, Kristin Scott Thomas hace lo imposible, lo que hace una mujer con agallas. Hace lo que sea necesario por su hija (Scarlett Johansson). La arrastra fuera de la ciudad, con un furgón en el que viaja su caballo herido, roto. Allá lejos de la gran ciudad está el estado de Montana, la inmensidad. Paz.
Es inmensidad de gran belleza. Abruma. Y abrumado queda el susurrador (Redford) ante la iniciativa de Scott Thomas.
El susurrador de caballos, o de almas, se detiene, queda en quietud durante horas, si es necesario, al aire libre. No da por perdido al caballo herido (o sea, a la hija herida). El caballo y la niña son un ser único. ¡¡Cuántos susurradores necesitamos!!
Mientras veo la película me encuentro mejor, siento paz. ¿Es curativo el cine de Robert Redford? ¿El cine puede curar? Aquí él se entrega absolutamente: actor y director. Y el arma secreta: Montana (o sea, Montaña).
Seguiría escribiendo sobre esta película. Quiero verla muchas veces. Tengo la impresión de que su capacidad de cura se multiplica si se ve más de una vez. Quiero volver a ver ese viaje por carretera, de la ciudad al territorio que habita el susurrador. Quiero estar en la piel de Scott Thomas, de Johansson, de Redford, que nos dice sobre el susurrador Tom Booker lo siguiente: “Tiene una vida mucho más sencilla que la mía, eso es lo mejor. Mi vida es mucho más complicada y no siempre para bien. Es un hombre que está más centrado que yo porque sabe exactamente para que está en este mundo, que es lo que tiene que hacer y a que lugar pertenece: está en un sitio haciendo una cosa. Yo estoy en muchos sitios haciendo muchas cosas distintas. Me da envidia la simplicidad de sus intenciones y de su existencia”.
El susurrador Redford también ha necesitado que le susurren. Su familia pensaba que el joven Redford iba a ser un holgazán, un vagabundo.
La pregunta clave de este escrito: ¿Cómo vivir?
El joven Redford estudia Bellas Artes en Europa, viaja a Francia, España, Italia, buscando algo. Entre viaje y viaje encontrará un sentido en una escuela de arte en Brooklyn, y a través de ella cae en la interpretación.
Redford había nacido en 1937, en una familia humilde. Pierde a su madre en 1955, siendo ella muy joven; Redford cae con sólo 19 años en el alcohol, pero en 1957 aparece la mujer que le salva, la susurradora, Lola Van Wagenen. Y el teatro, otro susurrador.
Siento, lector, si uso en demasía la palabra “susurro”. Es una manía. Por un momento me detengo e invito a Carlos Gracia a que me diga algo sobre Redford. Me gusta estar atento a Carlos porque sabe mucho más de cine que yo: “Redford es los 70. Si Newman era un gran actor y a pesar de todo guapo, Redford era guapo y a pesar de todo un gran actor. (…) Para mí el Redford actor es el agente Cóndor, señalando al stablishment, el poder de la prensa (que según el personaje de Cliff Robertson era escaso), al final de sus tres días. Y Henry Brubaker, atravesando un pasillo de aplausos aún a sabiendas de que había fracasado, como sus predecesores, con sus reformas penitenciarias. (…) En resumen, representaba al tipo con ideales que se daba contra el muro burocrático, una y otra vez, sin dejar de intentarlo”.

Luego Carlos me dice que no puede decir nada bueno del Redford director, al que considera sobrevalorado, pretencioso y aburrido.
Evidentemente disiento desde la perspectiva de que soy un tipo perdido, que necesita ser susurrado por ese cine. ¡Necesito un médico!
Pero Carlos nos ha situado ante esos grandes años 70 de su cine. Ya antes, en 1967, la ingeniosa “Descalzos por el parque”. Y en 1969 “Dos hombres y un destino”, la película que tan bien resiste el paso del tiempo. No se me ocurre nada para decir de este clásico, salvo que merece verse muchas veces.
Como el chispeante engaño de “El golpe” y la elegante adaptación de “El gran Gatsby” en 1974.
Pero quizá la mejor película de los 70 y quizá la mejor en general sea “Las aventuras de Jeremiah Johnson”. La soledad atroz y cruel, el absurdo repentino. El intento de escapar del valle y el intento de escapar de ese absurdo en la montaña. Una línea para el que no sabe donde ir: “Déjate guiar por el viento y no pierdas de vista el horizonte”.
Hay producciones muy olvidables en la filmografía de Redford. Decido espantarlas como si fueran un insecto. ¡Al olvido con esas proposiciones indecentes!
Con mi Elena compartimos “Memorias de África”, que hemos visto muchas veces y la veremos tantas otras. Hay que aprender de esa aventura, entender lo que representa un fugaz viaje en avioneta. Robert Redford se reúne con su viejo amigo Sydney Pollack, con el romántico John Barry y con la decidida Meryl Streep. Otra película gigante con tanto talento unido.
El tiempo vuela. En “El río de la vida” estamos de nuevo en Montana. A respirar. La epifanía, la perfección, sólo dura un instante, con Brad Pitt dentro del río, resistiendo la corriente. El pez es gigante, pero Brad es puro corazón, entrega, pasión por la vida. Es una película humanista, sencilla. Busca el río, lector.
Me detengo a la orilla de ese río. Descanso. Dejo que mi mano descanse de la escritura. Puedo detenerme en una escena, como esa del Brad Pitt pescador, puedo buscar esas epifanías, esos descubrimientos, esas perfecciones que surgen en el día a día. Yo quiero que me susurren, que me curen, pero también quiero ser susurrador, con estos pequeños escritos que lanzo al lector, buscándole, comunicando con él.
En “La leyenda de Bagger Vance”, Matt Damon es Will Smith. ¿Son una única persona? ¿Es Bagger Vance un fantasma? Es quizá una película religiosa. Es quizá la voz interior que todos nosotros tenemos. Damon arranca alcoholizado; es una piltrafa, un hombre roto, sin amor propio, avasallado por la realidad. Como con Jeremiah Johnson, surge el absurdo. Cuanto debió aprender Redford de su amigo Sydney Pollack.
Me repito pero es para que se me meta en la cabeza, porque tienen que repetirme las cosas. No me entero: Necesitamos un susurrador, un fantasma guía. Nos necesitamos a nosotros mismos, a querernos, pero también necesitamos a los demás. Necesitamos no dar la espalda.
Matt Damon es uno mismo y es los demás. Caddie de sí mismo. El golfista Damon se enfrenta a un campo inmenso, el territorio del golf. ¿Cómo afrontarlo? De nuevo el cine curativo busca la respuesta: ¿Cómo vivir? ¿Cómo elegir el palo correcto? Miro el cine de Redford y le hago mis preguntas, le doy mi mirada. ¡La cura! ¡La cura!
Carlos, si lees esto tienes aquí un adversario al completo sobre el Redford director.
Redford cineasta, prefiero decir. “La leyenda de Bagger Vance”. ¡Qué película!
¿Cuándo volvemos a verla? Estoy listo.
El tiempo de Scorsese que vuela se nos contagia y me quedo sin espacio. En el horizonte dos películas más, para recordármelas a mí mismo, para volver a verlas.
El título es significativo: “Cuando todo está perdido” (All is lost). Un Redford al borde del tiempo navega ya en mares inquietantes, donde las tormentas están ahí cerca, una amenaza, un terror. Nuestro compañero reaparece, como a Jeremiah: El Absurdo en toda su dimensión. El absurdo infinito, el más infinito. La incomunicación es total, la soledad, pero surge una palabra: el empeño. Cuando le preguntan al propio Redford sobre que hacer cuando todo está perdido, cuando tienes un agujero monumental en el barco, él usa las siguientes dos palabras: “keep moving”. Podemos traducirlo como “sigue moviéndote” o quizá “sigue adelante”.
Pero el agujero en el barco es enorme, angustiante. A mí me tiemblan las manos, surge la ansiedad, no sé como vivir, no sé nada de nada. Pero Redford se me queda mirando ahí cerca, como a un caballo. Se me queda mirando y me pide calma. Él está en calma. Me pide calma y serenidad, que analice la situación fríamente. Mira el agujero de tu barco e intenta hacer lo posible por repararlo. Busca soluciones y sigue moviéndote, sigue adelante. No te quedes quieto. Coraje. Pelea.

¡Qué película “Cuando todo está perdido”! El capitan es Robert Redford, nuestro hombre. Me gustaría ser como él, no acobardarme, no rendirme. Veré más de sus películas. Veré más cine de Robert y volveré a repetir las películas que más me gustan muchas veces.
Pero como se me acaba el tiempo y el cine olvida el tiempo, según Clint Eastwood, menos angustias y menos susurros, más naturaleza. Así, “Un paseo por el bosque” es la película pequeña, la película olvidada.
A pasear y caminar. Yo no lo olvido. Presente, bien presente ese viaje, esa aventura por la Montaña. Robert Redford y Nick Nolte se burlan con buen humor de la vejez y los achaques. Redford asiste con Emma Thompson a un funeral y hay que espantar las negruras a costa de todo. Un paseo cerca de casa puede mutar, puede transformarse en el gran viaje, en una gran caminata. Hay que viajar bien pertrechados. Sin duda, hemos de ser capaces de recobrar la risa. Muchas veces se me olvida reír. Sin duda este mundo invita a que olvidemos las risas. Pero existen. El empeño es recuperar el buen humor. No sé como hacerlo, pero sí sé que hemos de empeñarnos en cualquier pequeño sendero o atajo que nos lleve a ello.
A Redford y Nolte les pasa de todo. Cómo no. Pero eso no importa, lo que importa es que los amigos que están lejos se reúnen. Juntos a la aventura, también la de recuperar una amistad perdida. No se me ocurre nada mejor que decir sobre esta maravillosa película: la alegría de vivir.