Divagaciones apasionadas sobre Barcelona (y IV)

De la conferencia pronunciada por Pío Baroja el 25 de marzo de 1910 en la Casa del Pueblo de Barcelona

ASPIRACIÓN DEL RADICALISMO

El nacionalismo, liberal o no, es la histo­ria; el radicalismo debe aspirar a ser la ciencia.

La historia en la política es traidora; la ciencia, no; la ciencia es honrada, humana, internacional. La ciencia nos une a todos los hombres ; la historia nos quiere separar por castas, por categorías rancias. Hay que dejar la historia; hay que dejar, como se dice en los Evangelios, que los muertos entierren a los muertos; hay que marchar a la ciencia lo más rápidamente posible.

Hoy, al lado del sabio, no está el sacerdote, ni el guerrero; hoy, al lado del sabio, marcha junto a él, muchas veces delante de él, el revolucionario. Alguno preguntará: ¿Qué consecuencia se puede deducir de sus palabras? La consecuencia que yo obtengo es ésta: Cataluña es, hoy por hoy, un pueblo grande, un pueblo culto, que no ha encontrado los directores espirituales que necesita; que no ha en­contrado sus escritores, ni sus artistas, porque una nube de ambiciosos y petulantes, más petulantes y ambiciosos que los que padecemos en Madrid, han venido a encaramarse sobre el tablado de la política y de la literatura y a pretender dirigir el país.

Estos geniecillos pendantescos, estos Lloyd Georges de guardarropía, son los que necesitan cerrar la puerta de su región y de su ciudad a los forasteros; son los que necesitan un pequeño escalafón cerrado, en donde se ascienda pronto y no haya miedo a los intrusos; son los que quieren reservarse un trozo de tierra, hoy que nosotros creemos que la tierra debe ser de todos. ¿Y el remedio?, preguntará el que esté conforme conmigo. El remedio es uno: destruir, destruir siempre en la esfera del pensamiento. No hay que aceptar nada sin examen; todo hay que someterlo a la crítica: prestigios, intenciones, facultades, famas…

El procedimiento para llegar a tener los hombres necesarios, consiste únicamente en tenerlos siempre a prueba, en no permitir que nada quede sancionado por la rutina o por la pereza, que todo sea contrastado en todos los momentos.

En la esfera religiosa, en la esfera moral, en la social, todo puede ser mentira; nuestras verdades filosóficas y éticas pueden ser imaginaciones de una humanidad de cerebro enloquecido. La única verdad, la única seguridad es la de la Ciencia, y a esa tenemos que ir con una fe de ojos abiertos.

CIENCIA Y REVOLUCIÓN

La Ciencia en política es la Revolución. No tiene otro contenido la Revolución mas que ese, la Ciencia.

En España, con respecto a la idea revolucionaria, nos encontramos mal, nos encontramos pobremente vestidos de harapos. No hemos tenido una filosofía original de la Revolución, porque no hemos tenido Ciencia. Realmente, la única filosofía revolucionaria actual entre las masas es la filosofía anarquista; pero esa es una filosofía instintiva, sentimental, que toma el carácter de un dogma religioso, que es una cosa absurda e infantil.

Nos encontramos, como decía, vestidos de harapos. La Reforma, que fué el lado religioso del Renacimiento, pasó por delante de nuestros ojos sin rozarnos; los Pirineos fueron para ella una barrera infranqueable; los casos de herejía que se dieron en España fueron extirpados por el hierro y por el fuego, por la barbarie de los reyes de la casa de Austria; la Revolución francesa, la consecuencia política del Renacimiento, nos llegó en espumas más que en oleadas; sólo la tendencia social moderna de la Internacional va infiltrándose y va penetrando en España.


POSIBILIDAD CIENTÍFI­CA DE LA REVOLUCIÓN

Alguno preguntará: ¿Pero es posible la Revolución científicamente considerada? ¿Es posible un cambio absoluto y completo? Hace algunos años, los darvinistas, los evolucio­nistas, nos aseguraban que no. Nos decían: En la Naturaleza las cosas cambian con lentitud por la acción del medio ambiente. Así, por ejemplo, el leopardo llegó a transformarse en jirafa a fuerza de vivir durante mi­ les de años en países en donde no tenía más alimento que el fruto de las palmeras. La elevación en que se encontraba el fruto, hacía que en esta especie de animales no pudiesen subsistir mas que los individuos de cuello muy largo y se fuese formando de este modo una especie nueva. Así nos decían. El hombre hace ya miles de años que no mueve las orejas -aunque hay algunos que parece que las mueven-; el hombre que no mueve las orejas tiene todavía, aunque atrofiados, los músculos para moverlas. Y nos preguntaban estos evolucionistas: Si el proceso de la Naturaleza es tan lento que, para que se verifi­que el más pequeño cambio, la más insignificante transformación se necesitan miles de años, ¿cómo esperáis vosotros que en la sociedad humana, que es un medio biológico como otro cualquiera, se puedan verificar cambios casi milagrosos? ¿Cómo podéis creer en el milagro revolucionario, cuando la Naturaleza no hace milagros?

Realmente el argumento era de una gran fuerza. Si todo en la Naturaleza es lento, si las menores transformaciones necesitan para su desarrollo el concurso de muchos y muchos años, el único procedimiento social es el evolutivo, lo único que se puede hacer es esperar. El resultado de la Ciencia era, en este concepto, desilusionador.

Pero se han producido nuevos hechos más tranquilizadores.

Hace ya varios años trabajaba en La Haya un botánico holandés, llamado Hugo de Vríes. Este botánico se encontraba estudiando una planta llamada la AEnotheria Lamarckiana. Sembró el botánico en el jardín de aclimatación diez o doce semillas de esta planta; cuando crecieron, se desarrollaron y multiplicaron; recogió la cosecha, y esta cosecha volvió a plantarla, y le dió, tras del tiempo necesario, diez o doce mil semillas.

El sabio holandés fué reconociéndolas al microscopio, una a una, y encontró, con una extraordinaria sorpresa, que entre las diez o doce mil semillas había una docena de granos diferentes a los demás y que esta docena de semillas diferentes tampoco tenían el mis­mo carácter, sino que formaban dos grupos. Hugo de Vries separó las diez o doce semillas distintas, las plantó y pudo ver que se producían dos especies nuevas, sin pareci­do a la AEnotheria Lamarckiana primitiva, con caracteres definidos, que se perpetua­ban con ellas de una en otra generación.

Aquello no era que la planta enfermase; aquello era que la planta cambiaba; que en la Naturaleza existía la mutación brusca, como la llamó Rugo de Vries; aquello de­ mostraba que la evolución, lenta y pausada, no es el único proceso de la vida; aquello de­ mostraba que en la Naturaleza se hacen también revoluciones. Ya, después de las experiencias de Vries y otros muchos, la revolución en el terreno puramente científico no es un acto de brujería en el cual no se puede creer; ya la revolución no es un milagro para engañar a los incautos y seducir a las masas; ya la revolución es un hecho que tiene su representación en la Naturaleza y en la vida, en la mutación brusca señalada por el botánico Rugo de Vries. Y si esto es así ; si puede haber mutaciones bruscas en una cosa tan definida, tan fija, como la forma fisiológica, ¿qué no será en una cosa tan mudable y tan cambiante como la manera de pensar?

Sí; la revolución es una posibilidad científica, una posibilidad que podemos en determinados momentos convertir en un hecho. No todas las semillas de AEnotheria La­ marckiana se transforman, es claro, en nueva especie; no todos los hombres pueden sufrir un avatar parecido. Es claro también, pero eso no importa para que la transformación sea posible rápidamente, radicalmente.

FINAL

Voy a concluir, porque estoy cansado de tener la pluma entre los dedos. No pretendo ser exacto; sé que soy arbitrario, pero me basta con ser sincero. Yo no llamo revolución a herir o a matar ; yo llamo revolución a transformar. Y para eso hay que declarar la guerra a todo lo existente. La lucha por la vida y la guerra son los principios que conservan en el hombre las cualidades viriles y nobles. Luchar, guerrear; esa debe ser la política nuestra.

Aunque no tenga autoridad para ello, permitid que os diga: Trabajad por la expansión del espíritu revolucionario, que es el espíritu científico; difundidlo, ensanchadlo, propagadlo.

Negad y afirmad apasionadamente. Destruid y cread a la vez. La semilla, para fructificar, tiene que caer en una tierra removida por el arado. Que nuestra inteligencia sea como la reja que destroza la dura corteza del suelo. Que nuestro sentimiento crítico sea como el ojo del labrador que sabe distinguir la cizaña del trigo. Destruid y cread alternativamente y el porvenir de España y el porvenir de Cataluña será nuestro.

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