Estamos de nuevo en el cine. Enciendo la luz del flexo e intento que mi mano temblorosa me deje escribir estas líneas. No puedo hacerlo con soltura. Me cuesta mucho trabajo. Es la maldita medicación. Cierro los ojos e intento volver a la infancia. Es una escena en la que estoy sentado en el sofá viendo una película del Oeste. Es quizá mi primera película del Oeste. Sigue siendo mi favorita.

La película está empezada. De hecho está terminando. Uno de los protagonistas, que no conozco, atrae inmediatamente mi atención. De repente, este hombre, ese pistolero, dice lo siguiente: “Si voy a morir, déjame morir con el mejor amigo que nunca he tenido.”
Doy un salto en el sofá. ¿Pero qué es esto? ¿Qué frase es esta? ¿De donde proviene?
Hay un gran duelo y los buenos, con mucho esfuerzo, y mucha violencia, acaban triunfando.

Pasa el tiempo y observo que mi padre suele ver este tipo de películas con vaqueros, indios, pistoleros. Abro los ojos y me acerco al pequeño televisor en el que mi padre ve cine. Mi padre tiene noventa años y por las tardes sigue viendo el cine del Lejano Oeste. A mi padre no le gusta ni el cine europeo ni el cine español. Le sigue gustando el cine del Oeste y el cine de aventuras. Cuenta que de joven, soltero, iba al cine todos los días.

Vuelvo a la película del pistolero misterioso. Vuelvo y vuelvo, porque la veré numerosas veces. La sigo viendo y la sigo imaginando. Me gusta imaginarla para luego volver a verla y saber si me gusta más la película real.

El cineasta se llama John Sturges. La película es ‘Duelo de titanes’ (Gunfight at the O.K Corral, 1957). El pistolero que vi de niño es Doc Holliday, interpretado por Kirk Douglas. Estoy volviendo a ver la película. Holliday se dirige a Wyatt Earp, interpretado por Burt Lancaster. Earp se acerca a Holliday y le dice lo siguiente: “Quiero que sepa que nada hubiera logrado sin usted”. Otro salto en el sofá.

Luego voy aprendiendo más nombres de estas gentes del cine. Y me dejo guiar en estas líneas por el poeta Manolo Marinero, que se detiene en tres nombres: John Ford, Howard Hawks y Raoul Walsh. A propósito de estos cineastas tan trascendentes en la historia del cine del Oeste, recomendando sus películas, señala: “Yo diría que para niños y jóvenes Walsh, para los cuarentones Hawks y para envejecer Ford. Como lo que estoy haciendo ahora es envejecer prefiero a Ford. Walsh fue toda su vida un niño, Hawks ya era un adulto desde su juventud y Ford, desde siempre, fue un viejo sabio”.
Le preguntaron a Orson Welles por el principio de todo esto. Dijo: “Pues si hay que empezar por el principio tendremos que hablar de Ford”.

Ese principio del cine del Oeste (también del cine en general, quería decir Welles) se sitúa en el caso de Ford en 1939, en su película ‘La diligencia’, película de galopada.
Pero hay un principio del principio. Ya desde los orígenes del cine mudo se hacen westerns. En el cine mudo desaparecido ni se ve ni se oye a los actores del Lejano Oeste. La mayoría de los filmes del mudo dirigidos por Ford, por ejemplo, han desaparecido. Solo alguno, de vez en cuando, resucita en alguna filmoteca del mundo. Es ese el cine más lejano, el de los pioneros. Es el principio de un género.

A propósito de esto escribe el crítico Ángel Fernández Santos: “El western, género cinematográfico que se alimentó durante su período de incubación y formación, de mitologías folklóricas ingenuas, derivó en su madurez y, sobre todo, en su malhumorada vejez, hacia enrevesadas representaciones de las situaciones mayores de la existencia del hombre contemporáneo, llegando incluso a convertirse en una -y tal vez única- supervivencia en nuestro tiempo de la extinguida ceremonia de la tragedia, que encontró en este aparentemente inofensivo conjunto de películas una inesperada resurrección.”
Es una fiesta ritual. Es la mitología. Mi padre sabe perfectamente lo que va a encontrar en la película que ve con noventa años. Es un territorio en el que, de nuevo Fernández Santos, nos dice que “la simplicidad se convierte en un asunto complejo.”

Como en otra película de Sturges, otra favorita, otro salto en el sofá. Es ‘El último tren a Gun Hill’ (1960) con un malhechor todopoderoso, terrateniente, dueño de las voluntades de un pueblo. De nuevo mi Kirk Douglas. Esta vez no es un enfermo tuberculoso; es un dolor que le come por dentro, la pérdida de un ser querido:
-Aquí somos todos iguales
-¿Sí? En tal caso será un placer suprimir a unos cuantos.
Me distraigo con Douglas y olvido los orígenes. Retomo el hilo del cine mudo, donde ya trabajan Ford y Walsh a las órdenes de David Wark Griffith (‘El nacimiento de una nación’, 1914). La película más bella de la historia, nos dice Marinero.

En la superproducción ‘La gran jornada’, Walsh cuenta con el tótem. El tótem aún no sabe que es tótem. Es John Wayne, con sólo veintitrés años. Deportista, extra con Ford, aparece de no se sabe donde y Ford recomienda a Walsh que trabaje con él, que John Wayne tiene un aspecto “como de poseer el mundo”.
Wayne, el tótem, pasará los años 30 en el ostracismo, hasta que llegue ese plano americano, con travelling, que es quizá el mejor plano de la historia del cine. Estamos en el año 1939, con ‘La diligencia’. Empezará una carrera imaginaria entre Ford, Walsh y Hawks. ¿Quién hará el mejor western de la historia?

Los cineastas son competitivos, me dijo en cierta ocasión Mario Camus. Absolutamente. Y el pistoletazo de salida es ‘La diligencia’. Para el escritor Joseph McBride, “lo que hace que ‘La Diligencia’ sea un film perdurable no es su significación histórica, sino la intensidad con la que crea un paisaje de ensueño del pasado americano y lo puebla con personajes sencillos y duros (…)”

La recomiendo encarecidamente a los lectores de este escrito. Es el inicio de la carrera: Ford y Wayne, y el cineasta mago, Antonio Drove, lo resume: “Ford supo calar como nadie en las contradicciones del alma y la democracia americanas. Su filosofía de la dignidad en la derrota se oponía a la filosofía del éxito y la competitividad capitalistas.”
Mientras, Raoul Walsh, el otro seguidor del maestro Griffith, es el gran tuerto del cine americano, y filmará otra película clave: ‘Murieron con las botas puestas’, otra película en la que Custer se convierte en mito frente al genocida real. De Walsh, escribe Drove: “Fue, sin duda, el más guapo de los herederos de Griffith, pero con el parche negro sólo le quedaba el papel de pirata.”
Son estos cineastas pilotos de altura, patrones en busca de la mejor pesca. Ford y Walsh se conocen desde el mudo, desde que eran figurantes o extras, o actores; dialogan entre sí, filman sin parar. Es 1941. En ‘Murieron con las botas puestas’, Errol Flynn de dirige a Olivia de Havilland: “Pasear a su lado por la vida, señora, fue muy agradable”. Pura épica. Pura leyenda.

¿Y mis Doc Holliday y Wyatt Earp? De repente averiguo que mucho antes que John Sturges, John Ford ya había dirigido ‘Pasión de los fuertes’ (‘My darling Clementine’, 1946). El cine de Ford se puebla de diálogos. El paso del mudo al sonoro ha sido perfecto en Ford.
Wyatt Earp: He oído mucho de ti, Doc. Dejaste huella en Deadwood, Denver… Se podría seguir tu rastro yendo de cementerio en cementerio.
Doc Holliday: Aquí también hay uno. El más grande al oeste de las Montañas Rocosas.
El niño es ya un adolescente, un joven. Sigue la pista a Ford, como en ‘Fort Apache’, clásico absoluto, con un duelo entre Henry Fonda y el ubicuo y cada vez más experimentado John Wayne: “Capitán York, queda relevado del mando de su Compañía… en mi Regimiento no hay sitio para cobardes”.

El oeste se puebla de nuevos cineastas, como William A. Wellman, maravilloso piloto que fuma en pipa, en sus westerns atípicos. Como en ‘Cielo amarillo’ (‘Yellow sky’, 1948): “Un desierto es un espacio, y los espacios se cruzan”, o en ‘Caravana de mujeres’ (1951). O Anthony Mann, otro olvidado como Sturges. En ‘Winchester 73’: “Mi padre me enseñó a cazar, pero a él no le enseñaron a protegerse de los que disparan por la espalda. Tengo prisa para que todo esto acabe de una vez y yo pueda volver a ser una buena persona”.
Wellman, Mann, Hathaway, Wyler, etc… Todos en la carrera… Silencio. Llega Nicholas Ray en ‘Johnny Guitar’ (1953):
Johnny: Dime algo bonito.
Vienna: ¡Claro! ¿Qué quieres que te diga?
Johnny: ¡Miénteme! Dime que todos estos años años me has estado esperando. ¡Dímelo!
La carrera de estos pilotos, pescadores o arponeros, va cambiando. Imperceptiblemente se irá notando en su cine, en la llegada de la televisión que comienza a atacar al viejo cine de los pioneros, que van envejeciendo. Como en ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (1962), donde John Wayne es el mismo y no es el mismo. Pero Ford seguirá siendo Ford:
-Doniphon: ¿Acaso no puede un hombre tomarse una copa en paz en esta ciudad?
Los diálogos en el Lejano Oeste. No los olvidemos. Ese sonido del Oeste, siempre presente: los caballos, los caballos cruzando el río, los chalecos, las espuelas, las galopadas, los disparos, los tambores y las flechas, etc…
Hawks también se va despidiendo, pero permanece erguido. En la obra maestra ‘El Dorado’, aparece incluso la poesía, recitada por un fantástico James Caan:
“Un caballero alegre y audaz
de día y de noche cabalgando va
y canta su canción mientras
[sigue osado
a la busca de El Dorado”.
(Edgar Allan Poe)
John Wayne, ya herido, Robert con sus andares Mitchumescos, de nuevo se unen para hacer frente a los malhechores. Con Wayne todo es fácil para Howard Hawks. En su entrevista con Jesús Martínez León en 1972, Hawks lo deja claro: “Una vez que se empieza a rodar, con un hombre como John Wayne hacer un western es lo que yo llamo un trabajo de mecedora. Podría hacerlo inválido, sentado en una silla de ruedas.”
¿Qué nos queda? Nos queda todo. El cine es atemporal, el cine del Lejano Oeste no muere.

Está bien vivo. Pero no podemos confiarnos. Hay que luchar por él, en él. ¡Perdimos tanto cine mudo! Hay que revivirlo, restaurarlo, como con ‘La gran jornada’ de Raoul Walsh. La película volvió a la vida en los ochenta gracias a Karl Malkames, transfiriendo el negativo original que poseía el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
En ‘El día de los tramposos’ (1970), en la realidad, también envejece Kirk Douglas, mi Doc Holliday de infancia. Mankiewicz hace su incursión en género western-carcelario. Burgess Meredith hace un diálogo que es una belleza: “Hace veinticinco años, cuando me di cuenta de que nunca podría escapar de esta maldita cárcel, encontré una solución para no volverme loco: inventé una granja. Es pequeña. Solo tiene veinticinco acres. Cuando las cosas se ponen feas por aquí dentro, cierro los ojos y la cultivo”.
Nosotros escapamos de la realidad, una vez más gracias a Mankiewicz, a Sam Peckinpah, a Leone y sus disparates, gracias a Sidney Pollack y sus maravillosas aventuras de Jeremiah Johnson.
Jeremiah: ¿A dónde vas, Ben?
Ben: Al mismo sitio que tú, Jeremiah. No lo sé.
La realidad nos vuelve a dejar sin espacio, sin espacio para Clint Eastwood o William Wyler, o Fred Zinnemann “Solo ante el peligro”.
Para tantos otros.
En la fantasía, en el cine, este escrito se sale de lo real. En la fantasía, en el cine, el cine del lejano Oeste