Pasión de los fuertes.
Pasión de los fuertes.

No está muerto el cine. Cuando un cine es destruido, cuando le arrancan las butacas, cuando le rompen las pantallas y desmontan el proyector, no muere. Está vivo porque quiere volver a estar vivo. Revivir, así de sencillo. No desea ser cine escombro. Una película sin espectadores no está muerta. Pide que los espectadores la encuentren, aunque esté olvidada o incompleta o aunque sólo sea un guión que nunca se rodó. Por eso sigo sufriendo por mi cine destruido. Porque no lo está, porque está vivo.

“Visite nuestro bar”, era la llamada al cinéfilo hambriento y sediento.

No podía creerlo. ¡Yo era barman! Sí, por poco tiempo. Pero lo fui. Y es mi bar mitico, mi “bar luciérnaga”, como escribió Manolo Marinero. Y enlazo de nuevo a Marinero con Víctor Erice, con sus palabras:“… esforzarnos por mantener el recuerdo y la esperanza de lo que en el cine ha existido, y quizá existe aún, como posibilidad de conocimiento primordial.”

Conocimiento primordial, pequeño, pero conocimiento de mi cine, que existió.

A lo que iba: ¡Soy barman! Soy proyeccionista, soy acomodador, leo y escribo sobre cine, pero también soy barman fugaz. Refrescos, cerveza, palomitas, chocolatinas, gominolas y almendras saladas. Sí, pero también hay un barman secreto para clientela selecta y para el propio personal del cine. Cafés con licor, roscón y otras delicadezas para Carlos Gracia. Es un club privado. El bar que queremos encontrarnos.

Hay muchos ratos muertos en el ambigú, también llamado cariñosamente “palomitón”. Lo que más me gusta como barman del cine es el momento en el que otros compañeros se acercan a dar palique. Si no están y estoy en silencio, me gusta leer un poco pero no me concentro y estoy deseando charleta.

Me gusta preparar palomitas cuando la fila ante la taquilla es cuantiosa. Los espectadores acuden al olor de lo recién hecho. Es que no soy como las camareras de “El bar Coyote”, cuya mirada humea, atractivas, seductoras, de sueño. Yo no soy ningún coyote. Pero todavía soy joven y el cine también es joven y tengo mi truco. Mucha sal para que les entre sed.

Para mi recuerdo ese cine merendero, con espectadores atiborrados de golosinas y refresco. Luego quedará el desperdicio en la sala, guarra, de aspecto penoso, vertedero. Es lo que somos, es nuestra educación para con los cines. Y mientras tanto, sigilosamente, Jaime, el proyeccionista, se acerca al bar, se estira como Mister Fantástico y usa el vaso de cartón, de refresco, para servirse una cerveza. Y debe haber afición de los proyeccionistas a los bares, a los palomitones, porque el proyeccionista suplente, Alberto, también se escurre dentro del bar y se convierte en autobarman por arte de magia. Se sirve un gran vaso de refresco y extravía alguna golosina.”

Y entonces se me aparece Gonzalo Suárez, tal y como se presentan los cineastas: “… el escritor mata la realidad; cada disparo, cada palabra, mata la realidad”.

El padrino.
El padrino.

Intento así matar la realidad del bar desaparecido.

Echo de menos a Jaime, su proyección.

¿Y los bares y cafés en el cine? No puedo escribir con orden y concierto, que quizá es la premisa de Gonzalo Suárez, y las películas vienen a mi mente desorganizadamente. También hay amigos que me hacen sugerencias.

Quizá el “saloon” es el bar decisivo en el cine, el mítico Oeste. Allí andan Henry Fonda y Victor Mature en “Pasión de los fuertes” (fascinante) y Kirk Douglas y Burt Lancaster en “Duelo de titanes” (también fascinante). Douglas está en el bar, observando a la clientela en un espejo. Da la espalda a un matón. Pero el matón no sabe que Doc Holliday (Douglas) guarda un arma secreta, con el espejo como aliado, charlando con el barman como si no pasara nada.

¡El saloon! De él ha escrito atinadamente Manuel Hidalgo, en un artículo titulado “Bares de cine”: “(…) La barra suele quedar a la izquierda o de frente, rara vez a la derecha. Es de madera, de caoba tal vez, más o menos tallada, y puede ofrecernos un reposapiés tubular para nuestro descanso y acomodo o para que adoptemos una postura gallarda. Detrás de la barra, los camareros, si guardan el debido decoro, llevarán chaleco, corbata de lazo o de cintas y camisa de manga larga con una especie de liga en los antebrazos. Detrás de ellos, grandes espejos y estanterías bien repletas de botellas. Aquí se bebe whisky (en chupito, según apreciación española y cerveza (en jarra). Los camareros sirven el alcohol bien sea frente al cliente o impulsando el vaso o la jarra por la barra, lo que exige la habilidad -los cómicos del cine nunca la tienen- de sujetar el cristal conforme llega veloz. Los camareros ponen con agrado una dosis -un trago-, incluso dos, pero a la tercera -si se exige muy deprisa y de mala manera- ya se mosquean. Tampoco les gusta que se les arrebate la botella para un autoservicio. Avizoran borrasca”.

Son tantas películas. Pero sólo puedo detenerme en algunas, las que por lo que sea han quedado en mi maltrecha memoria, que afortunadamente he reencontrado, como la maravillosa “Buscando a Eric”, de Ken Loach. ¿Qué Eric? ¿El cartero protagonista? ¿El fantasma del futbolista Eric Cantona? ¿Los mil y uno enmascarados con el rostro de Cantona? ¡Qué película! El cartero está desesperado y no sabe como maniobrar en casa, no sabe relacionarse con los suyos, está vampirizado por ellos. Ni siquera clasifica ya bien las cartas. Es una sombra.

No hay solución. No hay solución. Se lo repite a sí mismo. Es algo angustiante cuando vemos que no hay salida. Pero queda el bar. ¿¡Queda el bar!? Sí, el fantasma se lo susurra. Unidos estamos en pie. Divididos caemos. La esperanza surge en el bar, el bar amable y de esperanza, el bar en el que se reúnen los carteros, el bar en el que ¿apareceran mil Erics para ayudar al Eric asfixiado?

Hay garitos en los que algún cinéfilo, también algún protagonista, gasta todo lo que gana. Hay bares en los que se ofrece todo lo que se tiene a cambio de un salvoconducto. Es el Rick´s Café de “Casablanca”, el de “aquí se juega” y el del pianista que toca lo que no tiene que tocar.

Eyes wide shut.
Eyes wide shut.

¿Y los desconocidos que se encuentran en un bar? Es sólo el principio de la película. Gerard Depardieu y Andie McDowell no se conocen y se han citado en el Café Afrika para hacer alguna trápala, algo ilegal. Es “Matrimonio de conveniencia” (“Green Card”), de Peter Weir. Depardieu quiere su tarjeta verde y McDowell su invernadero. Un cristal les separa, en la fachada del Café Afrika. Depardieu está fuera. McDowell dentro del bar. Y el bar será la clave. Es una película para volver a ver, para volver a recordarme a mí mismo que tengo que acudir siempre a Weir, cineasta que imagina ilusiones.

Valentina se acerca a la tragaperras de su bar habitual en “Tres colores: Rojo”. Contagia buen humor y amabilidad.

Y en otros bares hay seres beodos y en otros miramos la cartelera de cines a la vez que comemos el paraíso, el paraíso de un huevo gamba.

Es la escritura de Gonzalo Suárez y el reverso, la realidad. Es el gran José Emilio Pacheco: “Este bar en tinieblas pasó de moda./ Cayó del lujo extremo a la mala muerte./ Les sucede a los bares y a los hoteles/ y a sus frecuentadores más insignes. (…)”.

El “laticas”, el aparcacoches, aparece por el cine a comprar cerveza con unas pocas monedas. Me gusta el “laticas”. También el “palomitero rapero” que compra inmensas cantidades de palomitas y refresco. Arregla la caja microscópica del día.

En “El padrino”, Michael Corleone (Al Pacino) tiene la prueba más dura, ser un hombre que abomina la violencia, o abrazarla decididamente. Y lo hará en un bar. La clave está en el arma en el retrete del bar, ese territorio siempre o casi siempre sucio, guarro, desagradable, como aquel retrete más sucio del mundo, el de “Trainspotting”. Y Corleone hará lo que tiene que hacer, lo que no puede ser de otra manera.

Nuestro café es el de “La colmena”, lugar de reunión en una España muy siniestra. Martín Marco (José Sacristán, excepcional) no tiene dinero para pagarse un café. Por ahí andan Mario Pardo, Camilo José Cela, Paco Rabal o Paco Algora. Y sobre todo frío, mucho frío, la película del frío.

Me reúno con mis amigos cinéfilos y cineastas en “El túnel”, en Segovia. Allí se está bien, y afortunadamente lo tenemos mejor ante el frío segoviano que los parroquianos del café colmenero. Manolo y yo degustamos el consomé, magnífico.

Otra de mis favoritas es “Beautiful girls”, con música dentro del bar, con los viejos amigos, a los que ha ido descosiendo el tiempo; acuden ante la visita de uno de ellos, del viajero de la ciudad. En el pequeño pueblo cantan en su bar, cantan para defenderse.

¡Y llega de nuevo el Cine Pineda! Mi otro cine favorito. Este también fue destruido. Sólo hay ya hormigón. Yo lo recuerdo y recuerdo su bar, su palomitón, situado a la espalda de los espectadores, debajo de la cabina del proyeccionista, que es al aire libre. El proyeccionista en camiseta de tirantes también ha montado su autobar, satisfecho.

Beautiful girls.
Beautiful girls.

De nuevo vuelvo a la película que proyectan, de la que ya hablé, “Indiana Jones y el templo maldito”. El bar oriental de lujo con el matón Lao Che y el amigo Indy que toma su consumición. Todo es brillante, luminoso, la belleza de Kate Capshaw. Pero ten cuidado, Indy, porque es el bar del matón y te pueden envenenar.

Y una de mis películas favoritas es “El hombre tranquilo” donde Barry Fitzgerald tiene muy bien enseñado a su caballo para que se detenga ante Cohan, la taberna local. Qué grande ese brindis, ese John Wayne que busca su esperanza y encuentra ese amigo con el que beber, que encuentra el bar perfecto para el gran ritual, el de invitar a amigos y compañeros, e incluso en empeñarse en ello si el rival también quiere hacerlo. Y de ahí a la pelea el camino es corto.

Hay abusones de bar en “Superman II”, abusones para el amable Clark Kent, abusones que merecen encontrarse con un superhombre. Sólo falta que esos superhombres existan.
En el bareto de “La guerra de las galaxias” (mejor dicho, en el antro, o en el tugurio) entran el maestro Kenobi y el joven Skywalker. Y a la mínima, cuando hay mucho malhechor en el bar, salta la chispa y surge la pelea. Otro clásico. Kenobi tendrá que poner orden. Y en “En busca de el arca perdida”, en un bar infecto, penoso, sucio, decadente, Marion (Karen Allen) juega (los naipes, siempre presentes en el bar).

Otros bares: El “Poney Pisador” de “El señor de los anillos”. Decisivo el encuentro entre las fuerzas del mal y las del bien. El “Wayang bar” de “El año que vivimos peligrosamente”, los cócteles y sueños del fantasmón Tom Cruise en “Cocktail”, y de nuevo Tom deambulando en “Eyes wide shut”; hay un secreto en el Sonata Café.

“El muelle de las brumas”, el bar de Marcel Carné. Paul Newman en “Ni un pelo de tonto”, en el bar refugio, frente a una vida sujeta por los hilos. Es maravillosa esta película de Robert Benton.

Escándalos en el bar, el dueño tembloroso, el camarero y los clientes expectantes. La policía acude a detener al alborotador. También lo he vivido. Siempre ya en mi memoria barman.
“El bar” del loco Alex de la Iglesia y el de “Abierto hasta el amanecer” de Robert Rodríguez.

Y mis queridos Jesse y Celine, veinteañeros sin dinero para comprar una botella de vino en “Antes del amanecer”. Aparece el camarero amable, curioso, que escucha atentamente las explicaciones de Jesse. ¿Tendrán la botella? ¿Seguirán jugando al amor? Diez años después están en un café parisino, ilusión y buen tiempo. Y diez años más y seguir de bares, en una terraza griega, para espantar los demonios, las desilusiones.

Quisiera ser barman, servir carajillos, Cointreau, granizados, helado que no se derrita, licores y pacharán, tener delante al José Sacristán de “Madrid, 1987”, con su máquina de escribir en el Café Comercial.

En fin… … quisiera encontrarme de nuevo con los míos en un bar, en un bar luciérnaga.

El bar de Alex de la Iglesia.
El bar de Alex de la Iglesia.