Urraca de Castilla y Alfonso I El Batallador.

Hace 910 estuvo a punto de consumarse la unión de los reinos peninsulares cristianos. El primer intento de un anhelo que se materializó tres siglos y medio después. La coalición entre una Corona que se estrenaba –unidos León y Castilla con amplias zonas de las hoy Galicia, Portugal y Asturias– con un reino naciente, con solo tres generaciones de pedigrí y menos de cien años de vida, pero con una proyección impresionante: el reino de Aragón, que comprendía los antiguos condados pirenaicos –hasta Huesca- y el reino de Pamplona-Nájera. Y dos protagonistas: la reina Urraca, hija de Alfonso VI de Castilla y León, y el rey Alfonso I llamado “El Batallador”, hijo de un rey –Sancho Ramírez- y hermano por partida doble de reyes -Pedro I y, luego de él, Ramiro II “El Monje”-. La falta de personalidad política de los contrayentes –Urraca y Alfonso- y las continuas intrigas internas, unida a la presión continua de los almorávides, impidieron que fructificara la unión. Y, por supuesto, determinante resultó la ausencia de descendientes.

He comentado la falta de sagacidad política de los contrayentes, en especial de “El Batallador” –más hecho al campo militar que al político: qué lejos de Fernando I “El Católico”- pero no hay que excluir entre las causas del fracaso la enorme antipatía que sentían entre sí los contrayentes, circunstancia que en más de una ocasión en la historia concurre en los vástagos de la Casa Aragón. Urraca, de carácter “dominante e irascible, caprichoso y voluble”, y con sus ojos quizá puestos en un tercero –el conde don Gómez González, después llamado el de Candespina-, poco tenía que ver con un Alfonso quien, y sigo con la sutil descripción de José María Lacarra en su libro Alfonso el Batallador, mostraba “una inclinación natural que le apartaba del trato con mujeres”.

Otra vez la cuestión personal se interponía en el concilio de intereses políticos. Esta vez el muñidor de la unión había sido el conde Pedro de Ansúrez, hombre de confianza de Alfonso VI. Alfonso I aparecía por entonces como el único hombre fuerte de la España cristiana. Pero estaba a otras: “un verdadero soldado debe vivir con hombres y no con mujeres”, pone en su boca el historiador árabe Ibn Al-Athir, señal de que su fama había traspasado fronteras. A principios del siglo XV, el rechazo de otro rey aragonés, Alfonso V “El Magnánimo”, hacia otra –esta magnífica- reina y regente aragonesa, nacida en Segovia, María, reprodujo el mismo esquema aunque con presupuestos iniciales diferentes: ahora estaba en juego la unión de los reinos peninsulares en su lucha contra los andalusíes.

No obstante, Alfonso se entregó a la tarea de consolidar la unión de los dos reinos con más implicación que Urraca, incluso demorando el proyecto de conquistar Zaragoza, que permanecía como la última gran ciudad del norte de la península en manos árabes después de que Alfonso VI conquistara Toledo en 1085. “El Batallador” lo conseguiría ochos años después, una vez olvidada su aventura castellana. Alfonso, en el 1110, repite esquema parecido al observado por Fernando I tres siglos y medio después: prestar más atención a Castilla que a su reino natural. Aunque se aplicara más en el campo de batalla que en los despachos diplomáticos.

Uclés

El inicio de este intento fallido de unión hispana se remonta a Uclés. Finales de mayo de 1108. Los almorávides atacan Uclés. Segunda gran derrota de Alfonso VI, después de Sagrajas (1086), que empañó la conquista de Toledo un año antes. En Uclés muere Sancho, el hijo que el rey castellano había tenido con la “mora Zaida”. También se pierden Huete, Ocaña y Cuenca, bastiones del centro peninsular. La corona castellano leonesa tiene un problema grande. Alfonso era viejo y los reinos quedarían en las únicas manos de Urraca –viuda entonces de Raimundo de Borgoña, muerto de rara enfermedad en Grajal, cerca de Sahagún-. El infante Alfonso Raimúndez –después Alfonso VII- estaba en Galicia, en manos del conde Traba, que lo “cuidaba y tutelaba”. Alfonso VI y Pedro Ansúrez planean el matrimonio entre la heredera castellana y el rey aragonés. La oposición de parte de la nobleza castellana es patente, aunque no del alto clero –encabezado por el arzobispo de Santiago, Diego Gelmírez, que después virará de bando-.

El curioso podrá conocer los dardos que las Crónicas anónimas de Sahagún (utilizo la edición de Juan Puyol, de 1920) lanza contra el rey aragonés. Pero el contrato de esponsales es claro. Se firma en diciembre de 1109. Alfonso, de 36 años, soltero, recibe los reinos de Castilla y León que Urraca, de 28, viuda, había heredado de su padre –Alfonso VI había muerto en agosto de 1109-. Urraca, que previamente había sido dotada con el tradicional contrato de arras previo con castillos de Aragón y Navarra (Estella, Montearagón, Ejea), ve cómo se agrega a todo ello la donación como señora de toda la tierra de Alfonso para que fuera reconocida como soberana. El contrato de esponsales es inédito hasta la fecha, y sirve de precedente al que en 1137 se signó en Barbastro entre Ramiro II “El Monje” –hermano de “El Batallador”, que casaba a su hija, la luego reina Petronila- y el conde de Barcelona Ramón Berenguer IV, dando origen a la Corona de Aragón. Solo que con una diferencia: Ramón nunca fue titulado rey, sino princeps d´Aragó. Urraca y Alfonso, sí. Y de ambos reinos. Un “tanto monta monta tanto” avant la lettre pero con todo el sentido.

Las bodas se habían celebrado a prisa y corriendo en el otoño de 1109, no muchas semanas después de muerte el rey castellano, y los esponsales se contraen en diciembre de 1109, lo que demuestra lo estudiado y pensado que fueron; a pesar de la maldición de las Cronicas anónimas de Sahagún, que lo denominó “maldito y excomulgado ayuntamiento”, y de que algún alto eclesiástico empezara a bajarse del tren. Tal fue el caso del obispo de Palencia, el francés Pedro de Agén, que después ostentaría la cátedra de Segovia (1112-1149), refundándola. Como francés, apoyaba las aspiraciones de Alfonso Raimúndez, infante hijo de Urraca, al fin y al cabo borgoñés por ser hijo del primer marido de la reina, Raimundo de Borgoña. Pero el diseño que propiciaba los esponsales era perfecto en su intención. Por lo menos en la teoría. Alfonso se intitulará “Segundo emperador de España”, al considerarse sucesor de Alfonso VI (por ejemplo en la confirmación del Fuero de Sepúlveda”: 1113). “Y es que, Alfonso I de Aragón y de Navarra, por su matrimonio con doña Urraca, se consideró ´imperator´o ´imperator totius Ispaniae´ (…). ´Regnante in Castella´ es expresión empleada en la documentación hasta su muerte”, dice María de la Soterraña Martín en su interesantísimo Alfonso I El Batallador y Segovia.

1110. Legado aragonés en Segovia

Todo parece transcurrir con normalidad en los primeros meses de 1110. La unión parece un hecho. “Los diplomas, tanto de Aragón como de León o de Asturias, presentan a los dos soberanos reinando en todos sus reinos, o, como se dice en uno de ellos, ´gobernando la monarquía de toda Iberia´ (…), desde los montes Pirineos hasta la vuelta del Oceano”. Alfonso, como se decía, asume su papel militar más que el de político. Refuerza la frontera con el Islam colocando guarniciones aragonesas en algunas plazas amenazadas como Guadalajara, Gormaz, Toledo o la propia Segovia. Repuebla el territorio con nativos de su reino o con francos: el pueblo de las Cinco Villas, en el nordeste de Segovia, o el de Francos dan fe de ello. El arte aragonés inunda e inundará las tierras segovianas.

A Segovia llegan canteros pirenaicos. Vienen imbuidos de la estética de San Pedro de Jaca. No es gente del sur –mozárabe y mudéjar- ni de León –visigoda-, sino canteros con el gusto románico calado en los huesos: románico francés, más rural, y románico lombardo, más refinado. La propia corona aragonesa se había olvidado de las tendencias mozárabes iniciales, cuya huella se conserva todavía en las iglesias del Valle del Serrablo, como San Juan de Busa o San Bartolomé de Gavín. El padre de Alfonso, Sancho Ramírez, había rendido vasallaje a Roma -1068- y adoptado la reforma cluniacense y el rito romano frente al mozárabe de Toledo -1071-.

Era el románico el estilo de un reino que pretendía saltar sus fronteras naturales. Las impostas con el ajedrezado jaqués, el crismón de la Virgen de la Peña, en Sepúlveda, el cimborrio de San Millán, los ábsides alineados con las naves y concluidos en bóveda de horno –estética de moda alrededor de 1080, que también se utilizará en Frómista o Santo Domingo de Silos- o las figuras talladas en la portada de Grado del Pico son ejemplos de ese traslado de gusto. Cerca de Grado del Pico se encuentra el pueblo de las Cinco Villas, que recuerda en su nombre al de una comarca aragonesa de esplendoroso románico de clara influencia de San Juan de la Peña. Como el que animó el cincel del extraordinario artista de Grado del Pico. Incluso la ermita de San Julián en Castrillo de Sepúlveda tiene en uno de sus paramentos un opus spicatum parecido al que luce la antigua catedral aragonesa de Roda de Isábena.

La unión se resquebraja

Pero en su reinado Alfonso I comete fallos importantes. Se gana a los burgueses de Castilla, pero no tiene piedad ni mano izquierda con los nobles –el talón de Aquiles del reino- ni gestiona su favorable posición de partida con el alto clero, como lo hicieron después los Reyes Católicos, al cambiar su apoyo a Alfonso Carrillo por el de los Mendoza. Error garrafal este, al confundir la influencia del clero en Aragón con el que tenía en Castilla.

Mientras tanto, los primeros síntomas de ruptura en la pareja se evidencian. Urraca está en Aragón y Alfonso en Castilla. Lacarra atribuye a las maniobras de Urraca que algunos nobles de Aragón se levantaran contra el rey, como su primo García Sánchez en la localidad de Atarés. Con esa ausencia de mano izquierda que le caracterizaba, Alfonso depone al abad Domingo del monasterio de San Benito de Sahagún, en donde reposaban los restos de Alfonso VI. Va a ser este monje quien se convierta en hilo transmisor de las protestas de los nobles castellanos contra el rey aragonés. Y comienzo del principio del fin.

Alfonso vuelve a Aragón y encierra a su esposa en la fortaleza de El Castellar en las confluencias de los ríos Ebro y Jalón. Estamos a finales de 1110. Es ahora cuando empieza la leyenda. La Historia compostelana, recogida en España sagrada (1776), recoge unas palabras de la reina en modo de queja al conde Fernando García, refiriendo que el rey no solo la “había injuriado continuamente con groseras palabras, sino que muchas veces he llenado de confusión mis mejillas con sus inmundas manos, y hasta ha llegado a herirme con sus pies”.

La escritora aragonesa Ángeles Irisarri, en una novela sobre La reina Urraca, describe cómo las malas lenguas incidieron en hacer públicas las razones de sus desavenencias conyugales y el posterior repudio de Alfonso.

La historia corre paralela. En octubre de 1111 el ejército del rey aragonés se enfrenta con el que defiende los intereses de la reina, comandados por el conde de Lara y por el conde Gómez González, “unido a la reina por una familiaridad más allá de lo conveniente”, dice el cronista y recoge Lacarra. La batalla tiene lugar en el Campo de la Espina o Candespina, lugar próximo a Fresno de Cantespino. Las tropas castellanas son derrotadas sin paliativos por las aragonesas. El conde de Lara huye mientras que el conde Gómez González, que desde sus primeros tiempos de viudedad había pretendido a Urraca, muere. Alfonso, sin embargo, pierde interés por Castilla. Probablemente dos años después –la fecha es incierta- repudia a Urraca.

La reina intenta encontrar su lugar en Castilla, pero acaso lo consiga. El condado de Portugal prácticamente es independiente; Galicia está en manos de Alfonso, su hijo, y la mayor parte de Castilla en las de su ex marido. Seguirá llamándose reina de León y de Galicia, y “El Batallador”, imperator, al estilo leonés, pero se centra ahora en la conquista de Zaragoza. Quien se consideraba el hombre más importante de los reinos cristianos ni siquiera sabe gestionar su herencia. A su muerte, Alfonso VII recupera Castilla, como estaba recogido en los esponsales, pero Aragón queda en manos de las órdenes militares y con un amago de guerra civil. El imperio, la unión de las Españas, se resquebraja. A partir de ahora, Aragón pondrá sus ojos en el levante.