Pasaporte y licencia del Alférez Cándido Villagroy.

Son de sobra conocidas las andanzas del último bandido de la Sierra de Guadarrama, Fernando Delgado Sanz, vulgarmente conocido como El Tuerto del Pirón, quien, después de una azarosa vida de forajido, fue detenido y encarcelado en 1888, muriendo en la cárcel de Valencia en 1914. Pero antes hubo otros que le precedieron y que igualmente alcanzaron triste fama.

Durante la Guerra de la Independencia el concepto que las autoridades afrancesadas tenía sobre los guerrilleros era que se trataba simplemente de bandidos y desalmados. Terminada la guerra, la situación de ruina social y económica del país, empujó a que la gente se tuviera que ganar la vida de cualquier modo, y no fueron pocos los que eligieron el mundo del hampa, lo que provocó que se perpetuara el bandolerismo.

La bibliografía posterior ha idealizado a los bandoleros como una especie de benefactores que robaban a los ricos para dárselo a los pobres, por lo que no fue raro que se ensalzara a estos personajes como a héroes del pueblo y vengadores de la opresión de los poderosos. Esta popularización de héroe-bandolero asimiló al guerrillero con el bandolero como una patriota nacionalista.

Segovia, como el resto de regiones españolas, no se libró de este fenómeno. En el año 1818, fue asaltada la diligencia que unía Madrid y Segovia poco después de haber pasado el puerto de Navacerrada. En pleno pinar de Valsaín, la diligencia fue detenida por cinco hombres armados y «desfigurados», que vestían fajas rojas con rayas negras y que portaban alforjas; tras obligar a apearse a todos los pasajeros, los robaron todos los objetos de valor que llevaban en su poder. Pero esto no había ocurrido por casualidad. Todo parece indicar que los asaltantes gozaban de información privilegiada, ya que el coche traía a Segovia el dinero de las nóminas de los soldados de la tropa y otros 5.000 reales más de la Hacienda, por lo que el botín obtenido fue muy lucrativo para los bandoleros.

Pero aquí nos vamos a ocupar de un personaje llamado Cándido Villagroy, bandido natural de Otero de Herreros, cuyas correrías se sucedieron entre los años 1821 y 1832 por el amplio y agreste territorio de la Sierra de Guadarrama, desde El Espinar hasta Ayllón. Hombre escurridizo y habituado a vivir a la intemperie, una vez detenido, llegó a compartir celda con el famoso bandido madrileño conocido como Luis Candelas, quien había robado una recua de caballerías y siendo sorprendido por una partida de Migueletes, se encontraba detenido en la cárcel de Segovia.

Cándido Villagroy había nacido en la última década del siglo XVIII y su primer delito conocido data del año 1821, consistente en el robo de un cerdo cebado, al que mató, saló sus jamones, hizo chorizos de su carne magra y demás aprovechamientos propios de la popular matanza. Por este delito fue condenado a dos años de presidio en la ciudad de Zamora.

Recuperada su libertad, ingresó en el ejército como soldado en el Regimiento de Caballería Octavo Provisional y participó en acciones de guerra, en las que se distinguió por su valor y arrojo ante los enemigos, entre las que podemos destacar su participación en la Expedición de Cataluña en el bloqueo y rendición de Lérida. Son numerosas las acciones de guerra que se citan en su hoja de servicios, en la que se dice que fue ascendido a sargento y tras ser condecorado con la Cruz de Primera Clase de Fidelidad Militar, fue ascendido a alférez. El día 10 de octubre de 1826 se licenciaba y abandonaba su regimiento, con sede en Salamanca, tras el abono de sus haberes y 15 días más, y sus raciones correspondientes, en razón de su marcha.

No debió de ser fácil para un hombre de acción adaptarse a la vida civil y mucho menos en estos años tan difíciles para la economía española. Asentado en su pueblo natal, disfrutaba del cobro de rentas que le producía el arrendamiento de unas tierras de pan llevar, pertenecientes a un vínculo que gozaba y por el que él, a su vez, estaba obligado a pagar ciertas misas al año al cura párroco de su pueblo. No le debería bastar con estos ingresos y buscó la fácil salida de robar a su vecino el cereal que tenía almacenado en su granero. Retiró unos adobes de la pared medianil y en el mes de noviembre de 1826 le hurtó cierta cantidad de fanegas de trigo y cebada, motivo por el que abandonó su domicilio y dio comienzo a una vida azarosa y de latrocinio.

Una noche se acercó a su pueblo natal y sabiendo que su casa estaba vigilada, se dirigió al domicilio del alcalde, Felipe Piñuela, con la seguridad de que allí no sería buscado. Se presentó a la «intempestiva hora de las 11 de la noche» y el alcalde, hombre de 56 años de edad, achacoso y enfermizo, hasta el punto de que «era incapaz de vestirse y desnudarse si no era con el caritativo auxilio de otra persona que le ayudase», atemorizado por el «inoportuno y arrojado carácter de Villagroy, al que la más leve sospecha de que Piñuela intentase delatarle, le hubiera conducido a cometer el más triste y horroroso atentado dado su perverso corazón y dañada índole», le amenazó con derribarle las paredes de su casa y derruirle sus heredades si intentaba denunciarle.

Era conocida la arrogancia de Villagroy y de dominio público el miedo que se le tenía. Desde luego, el mejor modo de burlar a la justicia, era secuestrar en su casa a la autoridad responsable de su detención.

Por este suceso se acusó a Piñuela de proteger y «apadrinar» a Villagroy no denunciando la estancia en su casa para que pudiera ser detenido. Se le acusó de haber auxiliado a un forajido, a un ladrón y a un infame que había sido el terror de Otero de Herreros, por lo que se le condenó a la privación de volver a ejercer ningún cargo honroso y público, y a una multa de 15 ducados.

Después de un largo peregrinaje por lo más agreste de la Sierra y de cambiar continuamente de residencia, viviendo en lugares como Madrid, San Martín de la Vega, Chinchón, Bustarviejo y Cereceda, cometió el delito que nos muestra el carácter audaz de Villagroy. Fue un robo de tres reses vacunas en la villa de Moralzarzal, que luego, con el mayor descaro, trato de vender en Segovia. El día 1 de julio de 1828 concertó con cuatro labriegos segovianos la compra de las reses robadas, haciéndose pasar por un vecino de Las Navas de San Antonio, aunque residente en El Espinar. El precio acordado fue de 1.400 reales, 1.000 en el momento de la entrega de las reses y los 400 restantes cuando acreditase que el ganado era de su propiedad. Con la excusa de ir a por la certificación de propiedad del ganado, consiguió que los compradores le adelantasen la cantidad de 100 reales. Al no regresar con las reses, los compradores le denunciaron ante el corregidor de Segovia.

Poco tiempo después era detenido por una patrulla de Migueletes del acuartelamiento de Villacastín en las inmediaciones de la villa de El Espinar y fue trasladado a la cárcel de Segovia, donde fue encerrado en un calabozo en el que coincidió con otros presos que allí estaban detenidos: Manuel Perea, Gregorio Barrio y José López, también conocido como «el Madrileño»—pero que en realidad se trataba de Luis Candelas—, el famoso bandido, quien recién casado y después de abandonar a su mujer, había participado junto a Gregorio Barrio en el robo de una recua de caballerías. Delito que supuso su bautismo como delincuente y que significó su primer ingreso en prisión.

Manuel Perea era natural de Miraflores de la Sierra y era conocido como «el hijo del Lobo Negro»—sobrenombre bastante elocuente—, de quien había aprendido a sobrevivir en los agrestes parajes de la Sierra. Gregorio Barrio era un impresor de libros —motivo por el que había conocido a Luis Candelas, muy aficionado a la lectura y en posesión de una refinada educación y gran cultura—, que había optado por lograr mayores beneficios que los propios de su oficio actuando como bandido. Y Luis Candelas, conocido como José López, de 20 años de edad, carpintero de profesión, que había sido detenido junto a Gregorio Barrio y con ese nombre, edad y profesión se había identificado.

Luis Candelas había nacido en Madrid, en el seno de una familia honrada y acomodada que vivía holgadamente gracias a lo que producía la carpintería de su padre. Esta buena situación económica que disfrutaba su familia le permitió ingresar en el Estudio de San Isidro de Madrid, donde recibió una buena educación, a pesar de lo cual fue expulsado por agredir a un profesor, dando comienzo a una vida cuya única preocupación fue la de satisfacer toda clase de placeres mundanos. Para no mancillar el buen nombre de su familia, fue por lo que comenzó a utilizar otros nombres distintos al suyo, José López en el caso que nos ocupa, pero en su época de mayor apogeo como bandido, se hizo llamar don Luis Álvarez de los Cobos, acaudalado hacendado indiano, cuya fortuna decía radicar en el Perú. Alías que le servía como tapadera y así no despertar sospechas como consecuencia de la vida regalada que seguía, gastando el producto de sus robos y latrocinios. De todos modos, a pesar de su afición al lujo y a las mujeres, y de no tener escrúpulos a la hora de cometer toda clase de delitos, siempre llevó a gala no haber cometido nunca delitos de sangre.

Cándido Villagroy, encerrado en el calabozo con los tres presos que allí había, enseguida comenzó a preparar su fuga. Puestos de acuerdo comenzaron a repartirse las tareas. Manuel Perea convenció a su mujer para que, en una de sus visitas, introdujera una barrena, un serrucho y una lima. Dirigiría el trabajo José López, es decir, Luis Candelas, como carpintero que era, pues se trataba de barrenar las maderas del techo de la celda para poder acceder al desván y descolgarse desde el tejado hasta la calle.

Por alguna razón que no se especifica en el proceso, José López fue cambiado de calabozo, por lo que el trabajo le tuvo que realizar Gregorio Barrio. Manuel Perea y Cándido Villagroy, tuvieron como misión mantener subido sobre sus hombros a Gregorio para que éste pudiera aserrar las maderas del techo. La misión de José López consistió en preparar un engrudo hecho a base de liga, papel y trapos —con el que taponaban los agujeros de las barrenas y las huellas del serrucho—, y pasárselo de ventana a ventana de sus respectivos calabozos, con el fin de evitar que el alcaide de la cárcel descubriera sus labores.

Después de ocho noches de trabajos lograron tener todo listo para la fuga. Aunque José López solicitó ser reintegrado a su antiguo calabozo, no le fue concedida dicha petición y no pudo fugarse con sus compañeros. A Gregorio Barrio tampoco le fueron bien las cosas, pues se rompió la cuerda al descolgarse del tejado y quedó lisiado de las piernas, por lo que tuvo que ser abandonado en la calle por sus compañeros. Manuel Perea y Cándido Villagroy, una vez en la calle, huyeron por el Rastro (actual Paseo del Salón) hasta los altos de La Piedad y de allí se dirigieron hasta Valsaín y se internaron en la Sierra. Esto sucedía la noche del 10 al 11 de junio de 1829.

Aquí comenzó una vida en huida continua como forajido sin escrúpulos, cometiendo toda clase de latrocinios, aunque sin cometer ningún delito de sangre, junto a su compañero de fuga Manuel Perea.

Conocedores de que los mercaderes que iban a vender sus géneros al mercado de la villa de Buitrago hacían parada en la fuente conocida con el nombre del Medio Celemín, situada en el término de Lozoyuela, la madrugada del sábado 8 de agosto de 1829, amenazando a sus víctimas con las armas de fuego que portaban, le robaron a un vendedor de paños llamado Alfonso Ruiz Negrete todo el material que llevaba a dicho mercado, a Vicente Serrano todo el dinero que portaba en una faltriqueras y a Tomás Rivero tres cuartos de lo mismo.

La noticia del robo corrió como la pólvora. Enseguida salieron los Migueletes a buscarlos, a la vez que se reunía una partida de escopeteros voluntarios, que recorriendo los filos y las crestas de la Sierra, rápidamente cayeron sobre los ladrones, que habían huido en dirección el Cerro de San Antonio y el Pico de la Miel. Los 6 escopeteros vieron bajar a un hombre armado arroyo abajo y le siguieron. Al poco oyeron un silbido y como se juntaba con otro compañero, echando a correr, ambos, hacía la Dehesa de Cabanillas. Durante la persecución, los bandidos tenían el descaro de insultarlos y burlarse de ellos, diciendo que por mucho que corrieran jamás les lograrían detener. Entonces fue cuando uno de ellos se apeó de la caballería y se escondió entre unas matas al pie de unas piedras. Le echaron el alto y le dijeron que se entregase, pero no solo no les hizo caso sino que se echó el arma a la cara en ademán de disparar, por lo que los perseguidores no tuvieron más remedio que efectuar una descarga de perdigones dejando al perseguido malherido, le detuvieron y le desarmaron. Como consecuencia del tiro que le dieron, Villagroy estuvo moribundo según la declaración del médico que le atendió, don Vicente Diéguez.

Como curiosidad, podemos decir que Cándido Villagroy, en el momento de su detención, llevaba entre sus enseres un libro de poesías y una imagen de Nuestra Señora de la Adrada, lo que contrasta con la opinión generalizada que de él se tenía de ser un hombre de rudo carácter.

Después de un largo proceso, el día 14 de abril de 1830, aunque el fiscal pedía para Cándido Villagroy la pena capital, por el hecho de no haber cometido delitos de sangre, fue condenado a 10 años de presidio con retención en el Peñón de la Gomera, a 200 azotes y a las costas del juicio. A Gregorio Barrio y a Luis Candelas les condenaron por su intento de fuga a dos años más, sobre los cuatro que ya tenían. Y a Manuel Perea, al que no lograron apresar, le condenaron en rebeldía a 8 años de presidio.

A Pedro Suárez, el alcalde de la cárcel de Segovia, por su negligencia en el servicio y no enterarse de la fuga de los presos, fue apercibido con mayor castigo en caso de reincidencia y condenado a las costas del proceso.


(*) Doctor en Historia por la UNED.