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Paula Carballeira, pone el punto y final con su narración. / JOSÉ REDONDO

El pasado miércoles, finalizó el Festival de Narradores Orales de El Espinar con una contada de miedo (en sentido literal y en ponderativo) en boca de Paula Carballeira. La narradora gallega trajo consigo un montón de historias y cuentos, pero también anécdotas propias que se encadenaban en una noche mágica, de esas en las que se establece un vínculo precioso entre narrador y público, o en este caso entre narradora y escuchadores, porque el público de El Espinar después de veintiún años ya es escuchador.

En el caso de Carballeira es llamativo cómo convierte en suyo todo lo que cuenta, esto ocurre con tal fuerza que nunca se sabe, y maldita la falta que hace saberlo, si realmente ha escuchado la historia que narra o la ha creado, lo que, en el caso de las historias de miedo, es muy valioso porque la identificación con el narrador y la duda que este plantea permite que el suceso maravilloso sea tenido como posible.

Y así lo hace Carballeira, que se presenta a sí misma como personaje dudante, asustadiza y asombrada por lo que le contaron, de manera que va tejiendo el ambiente adecuado para el relato de miedo, relato que puede acabar en susto quedándose ahí donde se dio o en inquietud que se lleva dentro y reaparecer cuando las circunstancias son propicias. Además, ese juego de ser a la vez narradora y oidora de los relatos que alguien contó primero crea una complicidad muy especial con el público, complicidad que se fortalece con otros elementos que lo mantienen atrapado como el ritmo, los gestos, el movimiento y los ojos.

El ritmo es fundamental en los relatos y en la propia estructura de la contada, por eso la coruñesa juega con acelerones, ralentizaciones y silencios que no permiten distraerse al público; el ritmo también está presente en la ordenación de los materiales, creando poco a poco la atmósfera sagrada que supone el acto de contar hasta llegar a momentos memorables como el ‘cuento tornillo infinito’ del irlandés hablador o la canción de los barqueros. Los movimientos, que van desde el que marca ritmo al contar al mímico propio de la interpretación, parecen espontáneos, pero están justo donde tienen que estar, provocando risas que rebajan la tensión o subrayando lo que se quiere remarcar o sustituir, de manera que se cuenta de palabra y de cuerpo, pero siempre en la misma dirección y de modo orgánico.

Y, por último, están esos ojos atlánticos cargados de tradición y de amor por ella, esos ojos que parecen mirar a cada asistente y que cuentan por sí mismos a cada cual algo en otro lenguaje que solo los ojos comprenden. Resulta imposible no estar en el momento y el tiempo en el que cuenta Carballeira, quizás por eso los asistentes a esta última contada tardaron en levantarse, querían más, aunque nadie se atreviera a decirlo.

El festival sabe a poco. Por mucho que el tres sea un número mágico en los cuentos, es un número corto cuando se trata de escuchar cuentos. Y, además, el Festival de Narradores Orales de El Espinar, que gracias al Ayuntamiento y a su director, Carlos Yañez, ha seguido adelante en estos tiempos de pandemia, es un referente en el mundo de la narración oral y ha desarrollado un buen público, bueno porque sabe escuchar; y en estos tiempos saber escuchar es necesario. Larga vida al festival.