
En la primera parte de este artículo, traté de mostrar cómo las infraestructuras territoriales de piedra en seco emergieron gradualmente en la Vera de la Sierra a partir de un complejo diálogo entre problemáticas socioambientales, que iban desde los condicionantes geológicos hasta las cuestiones de transmisión hereditaria, pasando por aspectos económicos y políticos históricos como la presión ejercida por la trashumancia, la necesidad de los bienes comunales o la emergencia del liberalismo. Expuse, aún más, que en la actualidad estas paredes de piedra participan plenamente de la articulación de ecosistemas resilientes que acogen elevados índices de biodiversidad y que contribuyen a la mitigación del cambio climático. Afirmé, en definitiva, que en los complejos entornos de piedra en seco los valores sociales, culturales y ambientales se entrelazan de forma absoluta e indisociable, y que es el territorio como entramado dinámico, como maraña de prácticas y habitares, lo que debemos aspirar a conservar.
Pues bien, no cabe duda de que el camino realizado hasta el momento por las instituciones es, en realidad, el inverso. A pesar de la famosa declaración de la UNESCO de 2018 sobre los conocimientos y técnicas de construcción de muros de piedra en seco, los territorios de piedra seca serranos corren hoy en día más peligro que nunca debido a una enfermedad autoinmune que desde hace aproximadamente 20 años asola el entorno. Me refiero a los procesos de concentración parcelaria del monte promovidos por la Junta de Castilla y León y sus terribles (aunque esperados) efectos secundarios.

La concentración parcelaria, como es sabido, consiste en un procedimiento de planificación mediante el cual una institución promotora —en este caso la Junta de Castilla y León— establece un sistema de permutas entre propietarios/as para que estos concentren sus propiedades, es decir, reduzcan al mínimo el número de parcelas sin que eso suponga una reducción de su superficie. Mediante un procedimiento de planificación como este —cuya duración, aunque notablemente variable, no suele exceder los 6 años—, la fisonomía histórica del territorio —formada a lo largo de siglos— se reconfigura de manera abrupta a través de un repentino proyecto que redibuja, desde la distancia y la racionalidad propias del trabajo sobre plano, los nuevos contornos de la propiedad privada (Fig. 1).
Sin entrar en el debate sobre la necesidad o el eventual beneficio que estos proyectos suponen para las economías locales, lo cierto es que, desde el punto de vista del patrimonio histórico y medioambiental, la pérdida es incalculable. Y es que, a pesar de estos proyectos suelen acompañarse de declaraciones de impacto ambiental que instan a que se mantengan, en la medida de los posible, las antiguas lindes (con el objetivo de conservar setos y paredes), lo que efectivamente tiende a ocurrir es exactamente lo contrario. Un ejemplo, entre tantos otros, lo ofrece la concentración parcelaria de Pedraza de 2008, donde a pesar de existir un informe ambiental que lo exigía, el nuevo proyecto no mantuvo ninguna linde que pudiese tener cualquier correspondencia con paredes preexistentes. Este hecho llega a resultar aún más alarmante al observar los contornos de los caminos conservados, en los cuales, en el mejor de los casos, los linderos fueron dislocados escasos metros o centímetros (Fig. 2). Este desfase, aunque aparentemente irrisorio, conlleva un grave problema: las paredes, en lugar de mantener su validez como delimitadores de la propiedad, se convierten en parapetos físicos que confunden la nueva distribución parcelaria y que imposibilitan un aprovechamiento pleno de las fincas, de manera que numerosos propietarios han optado por construir un nuevo vallado metálico en la nueva linde y, con el tiempo, destruir la antigua pared de piedra (Fig. 3).

Este pequeño ejemplo pone de manifiesto cómo la desastrosa dinámica instaurada por la concentración parcelaria ha derivado en un nuevo proceso territorial inverso al que describí en la primera parte de este artículo. Según vimos, la dinámica histórica local consistía en que el aprovechamiento del despedregado de campos y prados se acumulaba en majanos o montículos de piedras que servían como stock para futuras paredes de piedra en seco. En la actualidad, una vez los antiguos cercados de piedra ya no coinciden con las nuevas lindes, las excavadoras arrasan con ellos y acumulan sus restos en enormes montículos (Fig. 4, Fig. 5) que se dispersan a lo largo y ancho del territorio serrano. Mientras tanto, en los nuevos linderos se levantan vallados metálicos que no tardarán en oxidarse, y cuya integración paisajística deja mucho que desear. Los montículos, ya no de despedregado, sino de residuos, constituyen un nuevo tipo de majano, uno que ya no mira hacia el futuro, hacia la infraestructura que potencialmente podría llegar a ser, sino hacia un territorio que se deja atrás en forma de deshecho. La historia territorial de la Vera de la Sierra desaparece así, proyecto tras proyecto, a golpe de regla y de excavadora, dejándonos innumerables túmulos que, de no detenerse de inmediato, acabarán por hacer de este bello entorno ganadero un enorme cementerio de lo que fue.

La cuestión es, ¿puede hacerse algo para revertir este proceso? En primer lugar, y aunque decirlo de manera tan directa pueda parecer ingenuo, resulta necesario poner en pausa y revisar los proyectos de concentración parcelaria en todos aquellos lugares en los que resulte evidente el nocivo impacto medioambiental e histórico-cultural que pueda tener la reconfiguración de todas las lindes. De igual manera, es necesario sopesar, mediante estudios rigurosos capaces de asumir un posicionamiento crítico, en qué casos los proyectos de concentración parcelaria implementados hasta la fecha en los territorios serranos han proporcionado más beneficios económicos que daños ecosistémicos y patrimoniales. Dicho de otro modo, ¿hasta qué punto estamos dispuestos a destruir nuestro medio ambiente y nuestra herencia cultural a cambio de un (muchas veces minúsculo) incremento en los índices de desarrollo económico? Por último, debemos poner en práctica mecanismos de reorganización parcelaria que sean capaces de dialogar, caso a caso, con las circunstancias sociales y territoriales heredadas. Según me relataron en el municipio de La Losa, sin ir más lejos, diversos ganaderos fueron intercambiando entre sí las parcelas que tenían en propiedad en función de los intereses y la actividad de cada cual, lo que permitió que la concentración se diese orgánicamente, a lo largo de los años, mediante un proceso que conservaba las antiguas lindes y paredes y que emergía directamente —sin fantasías desarrollistas ni falsas pretensiones económicas— de la evolución real de las explotaciones locales. ¿Acaso las instituciones no podrían fomentar, intermediar o incluso organizar procesos similares, adaptados a las necesidades particulares de las personas que efectivamente desarrollan o tienen la intención de desarrollar actividades agropecuarias extensivas? Por el momento, nada de esto parece constituir una pauta para la mayoría de instituciones castellanoleonesas, por lo que quizá sea el momento de que la población segoviana tome cartas en el asunto.
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(*) Doctor en Historia y Arqueología (UCM, 2020), Mestrado/Máster en Antropología Social (PPGAS/UFSCar, Brasil, 2016) y Arquitecto (ETSAB-UPC, 2013). Trabaja como consultor en cuestiones de planificación territorial en MMMAPA. Autor del estudio “La piedra entre las tierras: antropología de la piedra en seco en la Vera de la Sierra (Segovia)”, financiado en 2021 por el Instituto de Cultura Tradicional Segoviana Manuel González Herrero. Contacto: ionfdlheras@gmail.com