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Amanecer en el campo. Contemplar el garbanzal. Ver cómo el laboreo previo de la tierra ha dado su fruto. Observar las matas, tocar las vainas e impregnarse las manos del salitre dan un valor añadido al producto. Un garbanzal tiene alma, despide aroma e invita a su contemplación. La tierra, el sol y agua ya han cumplido su función y ahora el garbanzo espera su recogida. Recibir la última caricia en el surco.

Hace no muchos años los sufridos segadores, bajo un sol de justicia, inclinados en el surco cual esclavos de la gleba, con hoz de corte y zoqueta daban buena cuenta de pequeñas parcelas que suministraban la base del cocido a cada familia desde tiempos ancestrales. El hombre tocaba con sus manos aquello que iba a ser la base de su sustento durante el año.

Hoy, la cosechadora con su enorme boca traga sin compasión las matas, las tritura y selecciona los garbanzos desechando los tallos que en otros tiempos servían para atacar la lumbre y también para pienso del ganado. El garbanzo se ha ‘cosificado’ y es apreciado por su valor económico. Ya listo para la venta, altamente cotizado, la publicidad hace su labor y mercantiliza el producto con variopintos precios, según tenga o no la aureola de denominación de origen.

Sí, en Valseca hay buenos garbanzos, célebres por su tamaño, labor y cochura -podemos sentirnos orgullosos-. Sin embargo, el pueblo, antes referente del entorno, se desangra de población, muestra por las costuras imágenes deplorables, adolece de alternativas atrayentes y la decadencia es continua.

Valseca no son solo los garbanzos, está su gente, sus tradiciones, sus recursos y su cultura. El garbanzo es un buen acicate, una punta de lanza para una recuperación que urge si no queremos que el pueblo acabe como el cercano y desaparecido de San Medel o el despoblado de Boones.

Aún se está a tiempo de poner solución pues recursos naturales no faltan y existe gente en el pueblo con ideas claras y muy preparada. Se necesita un poco de voluntad, compromiso y mucha ilusión.


Francisco Hernando Manso