Trozos de humanidad perdidos

Nunca se ha hablado más en el mundo. Es más, hasta el hablar se ha convertido en un medio de comunicación de masas. En la radio y en la tele la tertulia invade los espacios deportivos; y es lógico porque como todo el mundo sabe (y los entrenadores ignoran) cada ciudadano es un experto en fútbol. Y también los programas de política, porque por fin también todos somos expertos en esa área, que antes se antojaba complicada y de élites. Hasta el personal pillado al azar por la calle se enfrenta a un micrófono y explica cómo va la situación económica, con la experiencia en ese campo que le da saber en qué tienda están más baratos los tomates. Y lo mismo pasa con el cine, y la música y hasta con los bitcoin, en cuanto le explicas al paisano que aquello no es una nueva marca de galletas.

Hablamos tanto que normalmente no tenemos tiempo para escuchar lo que dicen los demás

Hablamos y hablamos tanto que normalmente no tenemos tiempo, ni paciencia, para escuchar lo que dicen los demás. Pasamos por el mundo como Umbral por aquel programa de televisión: para hablar de nuestro libro… y punto.

Y no te digo las versiones digitales que la tecnología al galope nos ofrece como alternativas acumulativas a nuestro hablar en directo. Podemos charlar gracias a ellas en diversos escenarios a la vez. Intercambiar por whatsapp y telegram, al trote, frases con varios remitentes puede ser hablar, pero ahí no cabe conversación alguna. Suponer que se tienen conversaciones en estas condiciones y con estas características es como pensar que se ha comido porque se han devorado cantidades ingentes de chuches.

Los seres humanos somos humanos por sociales, además de por biología. Nos necesitamos para sobrevivir con dignidad y lo venimos logrando a través de los tiempos porque hemos conseguido enseñar (y que las aprendan los otros) cosas vitales a las generaciones siguientes. Tan es así, que no es humano el incapaz de descubrir humanidad en los otros.

La conversación es una comunicación personal hablada y bidereccional entre dos o más personas: en diálogo, coloquio, tertulia…. Desde luego incluye silencios, que son signos de reflexión y respeto por lo que los demás (o el otro) dicen y hay igualmente cambios en los tonos de voz. Puede ser telefónica: pero no cabe escrita. La falta de sincronía se carga la conversación.

El mejor indicador de nuestro nivel de humanidad es nuestra capacidad de conversar, de intercambiar ideas con otros. Facilita que nos conozcamos y que nos conozcan los demás; ayuda a compartir experiencias (positivas y negativas); facilita nuestra capacidad para trabajar en equipo y añade un plus clave en la construcción social de nuestras comunidades. Es el único inicio posible para conjurar los miedos a ser conocidos, a establecer compromisos manejables con lo cercano (la familia, los vecinos, el barrio, la ciudad, el país… el mundo), a integrarnos como miembros en la cultura y en la sociedad.

Y no en teoría: solo si conversamos llegaremos a encontrar (y mantener) una pareja que comparta nuestra dimensión afectiva, psicológica y social. Sin conversar poco podremos avanzar en conseguir un buen trabajo y crecer profesionalmente y no te digo si alguien aspira a ser líder.

La tecnología, que forma parte de nuestra cultura, incide sobre la comunicación humana tirando de los extremos: la facilita con las gentes lejanas, a gran distancia; pero tiende a liquidarla con los que están cerca. En fin, cuanto más cercanos peor; cuanto más lejos mejor. Mal resumen para comunicarse con las gentes que más queremos, que paradójicamente sufren en sus carnes la falta de afecto que impone nuestra tecnologización.

Terminamos demasiados encuentros con ese “tenemos que hablar”, “ a ver si quedamos” sabiendo ambos que ni lo uno ni lo otro

No es extraño por eso que ganen terreno las nuevas soledades, que son una consecuencia de esa falta de conversación verdadera. No encontramos tiempo ni espacios adecuados para escuchar y responder, para hablar y sentirnos oídos y comprendidos. Resulta que no sabemos de qué hablar con nuestros vecinos y además tampoco tenemos muchas ganas de hacerlo: es demasiado compromiso, podría exigir continuar esa relación hablada en otras ocasiones. Terminamos demasiados encuentros con ese “tenemos que hablar”, “ a ver si quedamos” sabiendo ambos que ni lo uno ni lo otro. Como si la comunicación vacía y de circunstancias hubiera asesinado a la conversación.

La sofisticación creciente disfrazada de modernidad tecnológica; la indiferencia fingida de superioridad; el miedo al compromiso mezclado con la pereza para cumplir los deberes y otras enfermedades culturales se están cargando las conversaciones. Lo paradójico es que cuando se tienen y son buenas todos disfrutamos con ellas y hasta lo comentamos como si fuera un gran acontecimiento. Y cada vez lo son más, por ser cada vez menos. Es un lujo barato y asequible. Basta con tener amigos de verdad.