
Fue hace pocas fechas en las que caminando —respetando distancia de seguridad— y conversando a buen volumen con mi amigo Salvador Montalbo —que no solo compone música sino que también la reflexiona— me dijo que la genialidad del tema de Pedro Navaja, del inmenso Rubén Blades, no está tanto en la composición musical (que también) sino en el dominio de los silencios y pausas. De esa forma la canción no va saliendo sino que se va dejando caer; con el mismo ritmo cansino del ilustre perdedor que protagoniza la canción. Puso otros ejemplos de canciones y artistas que le acompañan a uno en el magín desde la mocedad y reparé en lo acertado que estaba el amigo Montalbo.
Algo parecido era capaz de hacer el presidente Obama. En algún discurso memorable llevaba casi hasta el éxtasis a la concurrencia y ahí mantenía el momento, suspendido en la nada, durante unos segundos. Siempre me pareció admirable; es un don el poder hacerlo y está reservado a pocos elegidos cada siglo.
Cuando uno quiere agua, cuando uno necesita silencio, que no le den otra cosa
Del silencio se habla poco, casi nunca está de moda, pero se necesita como el agua. Cuando uno quiere agua, cuando uno necesita silencio, que no le den otra cosa. Pero hay que reconocer que estamos en tiempos en que las pausas, incluso en lo hablado, tienden a acortarse para que el torrente de datos y palabras (a veces interesante) no se detenga. No importa si las cosas se repiten una y otra vez o los datos son de dudosa relevancia; lo importante es que no deje de manar la fuente de la insustancialidad.
Y una de las cosas del tiempo nuevo en el que entramos a mediados de marzo del pasado año fue el silencio, el tiempo que duró. El silencio en la plaza pública, en la calle, aviones en el suelo, camiones y autobuses en las cocheras, los parques cerrados. En el pueblo de Segovia donde vivo la mayor parte del año se reparte gratuitamente silencio casi todo el año; no es lugar de grandes alborotos si sabes colocarte; pero aún así, asomándome al jardín que tenemos con cedros y acacias (más viejas que el que escribe y con las mismas manías) se escuchaba un silencio casi atronador: era el silencio del silencio. No se escuchaba ni siquiera a las rumorosas hojas de los chopos que por esas semanas de un bravo marzo, que lo fue, empezaban a salir. Cierto es que llegaba con nitidez un murmullo de vida de los bosques inmediatos en donde la vida siguió igual; incluso mejor para todos sus inquilinos, los cuales incluso se atrevían a salir y darse un garbeo por fuera toda vez que el ruidoso bípedo no se sabía por dónde paraba.
Por alguna razón ese marzo de un año atrás transportaba a los silencios de la Semana Santa. Me refiero a las Semanas Santas de niñez, a las de Castilla la Vieja: tiendas cerradas, silencio en procesiones, en la tele, en calles, velos, viernes de vigilia, el luto, los templos abiertos… Un silencio que olía a incienso y a poco avisado que uno fuera se podían distinguir los diferentes silencios.
Lo había de expiación, también lo había de reconciliación, por supuesto de oración y, por encima de todo, había silencio por el silencio: porque cuando encuentra su sitio y se acomoda tampoco apetece que se vaya, pero hay que dejarle entrar.
Hoy parece que luchamos contra el silencio
Hoy parece que luchamos contra el silencio. Se siente horror a que se imponga, pocas ganas de hacer un viaje interior y sin embargo, no es sino en el silencio —por dentro y mejor por fuera también— cuando podemos llegar a las grandes decisiones de nuestras vidas. Es un diálogo de dentro que recorre la coherencia misma de uno y enfrenta lo que somos y adonde queremos llegar. No tiene mucho que ver con un chorreo de reguetón a todo volumen.
Hace falta silencio por encima del ruido y no al revés. Y el recuerdo del silencio casi absoluto será un recuerdo de aquellos días, hace un año, en que nos dimos cuenta de que poco valemos, con lo chulos que nos ponemos.