
Aprendí con don José Ramón de Dolarea, poeta y mi profesor de literatura en Madrid, a la edad exacta de la mocedad contestaría, lo que era la ironía más refinada. Muchos años y sinsabores después he conseguido encontrar en el cruce entre el cinismo y la ironía un lugar cómodo, una forma de vivir. Siempre una ironía contrapuesta a la feroz brutalidad de la palabra áspera, del grito para imponerse.
Era don José Ramón un elegante exponente de un galleguismo quizá decadente, de familia muy ligada al mar, con una media sonrisa que nunca sabías realmente lo que significaba, con una formación en leyes pero que sucumbió ante la literatura para toda la vida.
El viejo profesor (q.e.p.d.), en las tertulias que se organizaban después de comer, en las convivencias a las que íbamos anualmente en la casa que tenía el colegio a tal efecto, de forma inexorable tomaba el liderazgo en el momento preciso, el cigarrillo y la copa de coñac a igual distancia y empezaba con voz pausada — que nos calmaba a todos— a referir anécdotas de otros tiempos o de otros países en los que había tenido responsabilidades siempre en el ámbito académico (bien narradas y bien cargadas de una retranca que se le desbordaba). Otro momento era cuando hacía lectura escogida de poetas de la generación del 98 o del 27. O sus propios poemas, los de sus libros. Fue capaz de cautivarnos con sus lecturas y comentarios hasta hacernos entrar en la gran poesía e invitarnos a tener un punto de vista crítico respecto a todo lo que nos habría de restar de leer a lo largo de la vida. Nunca he escuchado a nadie leer a Machado como lo hacía el viejo profesor.
Nunca he escuchado a nadie leer a Machado como lo hacía el viejo profesor
En una de esas, ya siendo alumnos de COU (para los que sepan lo que es eso), se le ocurrió dirigir una frase a cada uno de nosotros como despedida del instituto y todas estas frases iban hiladas en un escrito a modo de foto de grupo de ese momento. A algunos les llegó una indirecta, para otros fue un estímulo, para otros una crítica más o menos velada, y una de esas que dirigió a uno de los compañeros de clase, en mi modesto entender, fue (es) de lo más bello que se puede pronunciar en castellano: “Quizá las acacias hayan alcanzado a comprender tu sueño”.
Igual de bella que inquietante.
No tuve más remedio que apropiármela y echarla al morral de la vida, cada día más pesado. Y ando con ella desde entonces. La frase —y lo que lleva— me ha sacado de problemas, ha forzado sonrisas y te permite resolver situaciones de desencuentro sin caer en el exabrupto.
La única realidad es que estamos en una huida casi a la desesperada de la muerte a la vez que en una carrera frenética en pos de la vida. Puedo pensar que la mayoría de los que leemos este diario en estos tiempos no hemos vivido una enfermedad tan global y con un impacto tan fuerte en el sistema económico que —bueno o malo—entre todos sujetamos. Peor es una guerra, por supuesto, pero aquí el enemigo es invisible, golpea duro a todos y nos ha bajado los humos respecto a una cierta prepotencia del humano sobre Natura.
Apuntaba Fernando Savater que el juvenilismo es una manera de hacer pasar la incultura por progresismo
Llevo un tiempo recuperando la frase de las acacias. Es más elegante que andar soltando improperios. Y es que no alcanzo a comprender a los que se dicen gobernantes, y que en el mejor de los casos deberían ser leales administradores del poder que se les entrega. Apuntaba en ocasión reciente Fernando Savater que el juvenilismo es una manera de hacer pasar la incultura por progresismo, y a la vez me vino a la cabeza una dirigente política que con todo su cuajo despachó a los ‘mayores’ diciendo que eran otros tiempos los de ahora y que se podía pactar con cualquiera que viniera bien para sacar adelante unos Presupuestos Generales. Y compañeros de la mencionada, o socios de coalición, andan con más fuerza que nunca imaginando nuevas fronteras para las regiones, haciendo todo lo posible para intervenir en la justicia; por supuesto van a intervenir en la educación (para un proyecto fallido), amenazan con subidas de impuestos para terminar de planchar a las PYMES y todo dentro de un ruido mediático atronador que nos desborda. Y, por supuesto, no se iba a pactar bajo ningún concepto con alguien con el que por supuesto se ha pactado y al que se consulta para que no se moleste.
Todo esto debe responder a un sueño. Quizá las acacias hayan alcanzado a comprenderlo. Muchos de nosotros no.