
Es una verdadera lástima que Arquímedes no esté ya disponible para que me hubiera podido aleccionar sobre una cuestión que me trae de nalgas, y ya verán ustedes por qué. No sé si podría explicarme por qué hay porciones de excrementos que mayoritariamente se depositan directamente en el fondo, mientras otros permanecen flotando en el líquido elemento del evacuatorio. Desconozco si será una cuestión de peso específico, de volumen, de densidad, o de otros motivos que resultan absolutamente desconocidos para alguien de letras que esquivó, no sin apuros, el estudio de las leyes de la Física.
Porque si supiéramos la respuesta quizá encontraríamos explicación por analogía a esta otra cuestión: ¿por qué hay ciertos políticos que han aprendido a mantenerse a flote en la inmundicia y pase lo que pase a su alrededor, no acaban sumergiéndose camino de la cloaca que impacientemente les debería estar esperando? ¿Será porque estén acostumbrados a navegar en las aguas turbulentas de la corrupción, de la intransigencia, de las mentiras, de las patrañas y de los dogmatismos exclusivos y sobre todo excluyentes? La verdad es que esta porquería en la que han convertido la otrora digna dedicación a la Política con mayúsculas, confundidos por las cohortes de fieles correligionarios o de estómagos agradecidos que les alientan y les sustentan, se sienten como peces en agua limpia, cuando realmente están apestando a inodoro atrancado desde hace ya tiempo, y cuyo hedor insoportable requiere que se tire de una vez por todas de la cadena de la regeneración ética y moral para que arrastre por el sumidero democrático la mugre que llevan consigo.
En estos momentos se hace más necesario que nunca, una profunda reflexión sobre la participación ciudadana en la actividad pública a través de los partidos políticos, para que realmente puedan servir al mandato constitucional contenido en el artículo 6, como entidades imprescindibles para expresar el pluralismo político y para ayudar a la formación y manifestación de la voluntad popular. Y lo más importante, que el objetivo final de sus actuaciones sirva al interés general de todos los ciudadanos y no al de unos pocos; o al que más convenga a la estrategia puntual de cada formación; o peor aún, a los intereses particulares de los propios dirigentes ¿de qué vivirían la mayoría de ellos si no estuvieran sumergidos en esta clase de política, con minúscula por supuesto?
Como muy bien advirtiera Miguel Herrero en su obra “El valor de la Constitución” del año 2003, editada con motivo de cumplirse el 25 aniversario de nuestra Carta Magna, los partidos políticos son de todo punto necesarios en una democracia de masas, pero su patológica evolución actual, decía ya entonces, amenaza con yugular a la propia democracia a la que deberían servir. Por su parte Von Beyme en “La clase política en el Estado de Partidos”, considera que estos tienden hacia la oligarquía en su interior y al cierre de filas hacia el exterior, lo que les hace convertirse en estamentos privilegiados. Según Weber, se entiende por estamento en este sentido, al grupo que dentro de la sociedad reclama de modo efectivo el monopolio de poderes públicos, excluyendo de ellos al resto de la sociedad y en consecuencia separándose de ella y que se ejerce no para el fin global que le es propio, sino en su propio interés.
Si a eso se une que la tendencia a la personalización del poder ha provocado la aparición de caudillajes con vocación carismática en el seno de las diferentes formaciones políticas, resulta que esta circunstancia está obligando a las bases a mostrarse subyugadas a las decisiones emanadas desde las respectivas cúpulas directivas, que si bien pueden haber sido elegidas democráticamente, una vez que alcanzan el poder en el partido lo ejercen en su interés estratégico o personal, sin que sean controladas por los órganos correspondientes de la formación política. Así se expresaba en las páginas del diario “El Mundo” hace un par de meses, el expresidente socialista del Senado Juan José Laborda: “Las primarias han roto una historia de cien años en los que el partido era con todos sus defectos una organización controlada por una democracia representativa: los líderes eran controlados por las asambleas, estas a su vez por los comités y en última instancia por el congreso…Esta teoría que ahora a muchos les parece una modernidad lleva implícito que la democracia interna no funcione porque no hay control. Los partidos hoy en día están inflados de poder y anémicos de ideas políticas”.
Y la conservación del poder obtenido en el partido y trasladado a las instituciones en las que alcancen responsabilidades de gobierno, resulta prioritario y se antepone, a cualquier precio, a la defensa de los intereses generales de la ciudanía en su conjunto, a la que deben su razón de ser y la justificación de su propia existencia. A las pruebas de lo sucedido en estos días podemos remitirnos.
Volviendo por donde empezamos, me temo que ni Arquímedes que resucitara podría explicar cómo puede ser posible que flote tanta inmundicia a la vez.