Morir en el olvido

Lo terrible de la soledad es que nadie te eche de menos, que nadie repare en tu ausencia prolongada, que nadie haya creado contigo una rutina de comunicación que te permita salir de ti mismo y compartir las menudencias de la vida y sus aspectos emocionales; de mayor o menor trascendencia, que a estos efectos lo mismo da.

Me pregunto quién sería el último conocido con el que la persona encontrada muerta en la soledad de su casa de Segovia el pasado miércoles compartió una alegría; a quién hizo partícipe de la penúltima pena –que nunca viene sola como ya se sabe-; con quién comentaría el último descubrimiento sobre esas pequeñas cosas de la vida que en última instancia le da tanto sentido a la existencia como la hipotética resolución de sus grandes enigmas.

Es una leyenda que después de pasar una noche con Ava Gadner Luis Miguel Dominguín se vistió con rapidez. Ava le preguntó: “adónde vas”, y él se limitó a contestar: “a contarlo”. En tantas ocasiones una emoción no adquiere su perfección hasta que se comparte, hasta que sale del minúsculo receptáculo que son los centímetros de la piel del cuerpo humano y de las neuronas que la procesan en un primer momento.

En un mundo tan híper comunicado como el actual, supone una paradoja la soledad por la que transitan sus vidas algunos seres humanos. Los núcleos esenciales de socialización: pareja, familia, amigos, comunidad de vecinos, parroquia, club, barrio, ciudad, se difuminan conforme se rompen las estructuras de tiempo y espacio. Probablemente hay amigos a quienes no vemos desde hace años, aunque sepamos su teléfono y su dirección de correo; su instagram y su twiter. Será porque viven lejos o porque la vida es muy apurada y apenas hay tiempo para tomar tranquilamente un trago de agua junto a una fuente, como nos recordaba hace años Saint Exupéry.

Que nadie dependa de ti te otorga independencia, que nadie te eche en falta, que nadie te recuerde, que no hayas dejado poso, que a nadie le importes, convierte tu paso por la vida en un caminar estéril, vacío, hueco

Japón ha declarado a la soledad la lacra del siglo, y seguido los pasos que marcó en su día Theresa May al crear un Ministerio de la Soledad. Tracey Crouch, la ministra encargada al efecto en 2018, declaró en su día que en el Reino Unido la soledad era un problema que afectaba a 9 millones de personas, el 13,7% de la entonces población total. En España, los números son también elocuentes: 4,7 millones de hogares son unipersonales y 2 millones de personas mayores de 65 años viven solas. Hay una cifra que complementa a las anteriores: de esos 2 millones de personas, casi 1,5 son mujeres. Son datos que tienen una fuente precisa: la Asociación estatal de directores y gerentes de servicios sociales. Pero, ojo, nos equivocaremos si creemos que la soledad es solo patrimonio de personas ancianas. O de personas con escasa formación y fortuna; eso que antes se llamaban parias.

Siendo significativas las cifras anteriores, me gustaría saber a cuántas de esas personas les acecha la soledad absoluta, cuántos de esos congéneres nuestros, convecinos de una sociedad madura, hacen de su hogar ya no su castillo, como Cicerón, sino su eremitorio. Y, sobre todo, a cuántos no les queda más remedio que ese modo de vida, puesto que no tienen o no recuerdan a quién pueden recurrir porque el tiempo ha borrado cualquier tipo de huella afectiva.

No hablamos aquí de soledad escogida, sino de soledad obligada por las circunstancias. No hablamos siquiera de soledad escogida o de la soledad impuesta por las circunstancias. Hablamos de una cosa terriblemente peor: del olvido

Que nadie dependa de ti te otorga independencia, que nadie te eche en falta, que nadie te recuerde, que no hayas dejado poso, que a nadie le importes, convierte tu paso por la vida en un caminar estéril, vacío, hueco. Ni siquiera la soledad escogida libremente –“nunca estoy menos sola que cuando estoy sola”, decía Santa Teresa- impide que un caso como el que vivimos el otro día en Segovia nos haga reflexionar sobre muchas cosas de nuestro estilo de vida. Michel de Montaigne se retiró a la soledad de una torre de su castillo con la compañía de sus libros. Rehuyó durante un tiempo el contacto con los en otro tiempo cercanos. Pero en uno de los travesaños del alfarje escribió una frase que distinguía en mucho este momentáneo alejamiento de la sociedad de la renuncia a la condición humana, que es societaria por naturaleza: Homo sum, humani nihil a me alienum puto. Soy humano, nada de lo humano me es ajeno. Solitario pero solidario.

No es, sin embargo, este el caso que nos ocupa. No hablamos aquí de soledad escogida, sino de soledad obligada por las circunstancias. No hablamos siquiera de soledad escogida o de la soledad impuesta por las circunstancias. Hablamos de una cosa terriblemente peor: del olvido.