Los nombres de un siglo segoviano

Brujuleando por las redes y por casualidad —reconozcamos que así suelen surgir estas cosas— encuentro que el INE alimenta una estadística sobre los nombres más utilizados en España desde 1930 hasta nuestros días. Me gusta. Es una curiosidad como cualquier otra pero… oiga, me lo ponen fácil; ¡selecciono Segovia y a ver qué sale!

Así han sido los principales nombres de todo un siglo segoviano. Hasta 1930 en la provincia de Segovia, María era el nombre femenino más utilizado y su variante, Mariano, lo era para ellos. En la década de los años 30, Antonio y desde 1940 hasta 1960, Juan Carlos ocupó el primer lugar entre los nombres más usados por nuestros abuelos para su prole masculina. Para los mujeres, no fueron muy imaginativos, simplemente a María le añadieron un compuesto y… ¡venga, apañado!… María del Carmen. Desde los años 70 hasta los 80, David fue el más escogido. Terminando el siglo XX y en los albores del actual, el nombre de Daniel se elegía por encima de los demás mientras que María continuó siendo el nombre femenino mayoritario con excepción de la década de los 70 en la que se optó por Cristina. Arrancado el siglo XXI, Lucía para ellas e Izan para ellos; sin rastro del primigenio Mariano. Tengo para mí que los nombres están muy influenciados por los sucesos y personajes en boga de cada época.

Cortázar sospechaba que poner nombre a una cosa era apropiársela y, tal vez por eso, hay quien opina que la forma de llamarnos ayuda a forjar la personalidad aunque Saramago aseguraba que la identidad de una persona no está en el nombre sino en el ser porque es lo único que no puede ser negado. Vale, don José, pero yo tuve en mi familia a un Priscilo y a un Raimundo ¡ahí es nada! y, reconózcame que no es lo mismo portar un apático e insulso Luis —como es mi caso— que llamarse Ataúlfo, Leovigildo o Teodorico del que, por cierto, hay diez almas en la provincia. Son pomposos nombres de regios godos que dan hondura y temperamento. ¿O no?

Hay nombres con carácter por su sonoridad; por la tradición familiar que los acoge; por su etimología e incluso, como describe Cela en La Colmena, por algo tan prosaico como la apuesta de un padre en llamar “Cojoncio” a un hijo aunque, sinceramente, no creo que haya santoral, ni registro civil, ni pila bautismal, ni partida de nacimiento que aguante un lance nominativo de ese calado. ¿Se imaginan a un niño que se llame “Cojoncio” en el patio de un colegio? ¡Puf! Seguro que la criatura habría toreado en pocas plazas peores. Vale.

Bueno, pues lo dicho, que me ha gustado la estadística, que en la provincia los nombres, particularmente los masculinos, han variado mucho y que hoy, en Segovia, de Mariano no hay ni rastro en los baptisterios.