Los colores del otoño

Ese magiar sigiloso que avanza tras el adiós al verano, cuando en las postrimerías de septiembre el viento nos advierte de un cambio de rumbo, haciéndonos viajar hacia otra sensación térmica y visual inevitable, reviviendo un ciclo, un aviso de que el armario ha vuelto a cambiar, un clima controvertido que adormece y despierta emociones encontradas. El otoño es tratado, a veces, como un periodo de transición hacia la estación fría, esa que en la que se acaban las treguas. Inspirador de tristeza y melancolía con el paso del tiempo, como si ilustrase la metáfora más perfecta de una vida en decadencia, llegado el climaterio, un sabor agridulce que embarga las escenas en las que la luz oxida, y la edad recuerda demasiado cuando acumula muchos otoños irrecuperables. Y esas hojas que se dejan caer, vencidas, derrotadas, que formarán parte de un follaje astringente hasta su desintegración.

Tan de acuerdo con Pérez Reverte en su “Maestro de Esgrima” cuando decía que un carácter moral se liga a las escenas del otoño: esas hojas que caen como nuestros años, esas flores que se marchitan como nuestras horas, esas nubes que huyen como nuestras ilusiones, esa luz que se debilita como nuestra inteligencia, ese sol que se enfría como nuestros amores, esos ríos que se hielan como nuestra vida, tejen secretos lazos con nuestro destino”.

Sin embargo hemos de cruzar el puente hacia el solsticio de invierno enamorados del magnífico espectro de colores que el otoño regala a nuestros ojos. El olor a tierra mojada y a castañas asadas, a madera recién cortada y a prólogo de vendaval, a través de una ventana discurre el baile de las hojas caducas que arropan a las piñas esparcidas por el suelo esperando ser combustible invernal. Cumpliendo su rutina, va deslizándose la vestimenta de las ramas dejando sus árboles desnudos, esqueletos perennes desprovistos de su indumentaria. Un paisaje con personalidad y determinación propias, asistiendo ensimismados a una carta de amalgamas y estelas inagotables de verdes menguantes, ocres, rojizos y dorados que van modificándose con el paso de los días, siguiendo su propia jerarquía, desobedeciendo cualquier uniformidad, para dar paso a una fotografía dinámica orquestada por el ritmo inherente establecido. Secuencias verdiamarillas que recorren tonalidades e intensidades inacabables, con matices y degradaciones cobrizas sin fin. Un paisaje desbordante de colores leonados, bermellones radiantes e interminables zaínos, ocres tostados por los tímidos rayos de un sol debilitado, abrigando un ambiente de recogimiento e introspección, con olor convidado a leña humeante. Un estallido de naturaleza en forma de reverberaciones antojadizas, rebeldes pero acompasadas, anárquicas pero armonizadas, libres pero guiadas por la doctrina natural del ciclo, en una búsqueda incesante de los cada vez más escasos haces de luz, que atraviesan sin apenas fuerza el boscaje que aguarda celosamente la llegada del frío taciturno. Y al igual que en ese “Jardín de otoño” de Vicent Van Gogh, el viento va despojando a los árboles sin pensar, formando remolinos con sus hojas pasajeras -que abrigan hongos siniestros e indulgentes- en un propósito de renovar su indumentaria, tapizando acogedoramente el suelo con una paleta infinita.

El otoño, una invitación a sentir el chasquido de las hojas bajo los pies, un paseo, un pensamiento, un balance de lo acontecido. Una estación versátil, fugaz, polifacética, que se renueva y se reinventa para mostrar un espectáculo de contrastes jugando contra el tiempo, un otoño más se adueña del paisaje espinariego, indeleble, indescriptible, eterno, cuando el sol de otoño penetra entre sus pinos y siembra níscalos, recuperando sonidos, olores y sabores que embargan la escena trayendo de vuelta a padres y abuelos, conduciendo inexorablemente hacia el tesoro más valioso de todos, que secuestra el tiempo, la memoria.