
A lo largo del tiempo existen guerras ocultas que no pasan a los libros de historia pero que, sin embargo, tienen una importancia capital en el devenir de los acontecimientos. Durante la IIGM se libró, a pesar de la presunta neutralidad de España, una de esas guerras comerciales y diplomáticas que determinan el camino que siguen los enfrentamientos bélicos y que suelen ser ajenos a la opinión pública. Y esa fue la guerra económica del wolframio que también se libró en Segovia.
El wolframio era un mineral estratégico e imprescindible para los blindajes de los carros de combate alemanes y España, particularmente la zona noroeste peninsular desde el Segovia hasta Galicia, mantenía importantes yacimientos que se hicieron imprescindibles para la industria armamentística de la época. Así, siendo España uno de los pocos países donde Alemania podía comprar el mineral, la diplomacia aliada comenzó a maniobrar y presionar para cortar el flujo proveedor entre Madrid y Berlín. El embajador alemán en España, Hans-Heinrich Dieckhoff, aseguraba: “Para nosotros el wolframio es como la sangre para el hombre” y Samuel Hoare, el embajador británico en Madrid, mostraba su obsesión asegurando que la palabra wólfram saldría en su epitafio. Así estaban las cosas.
La factura del apoyo alemán al levantamiento se cobraba en materias primas y en minerales estratégicos y, desde luego, el wolframio lo era. Pero la cosa no se solucionaba simplemente con un pago de favores porque el mercadeo y tensión entre la oferta y la demanda hizo que el precio del mineral subiera exponencialmente hasta acuñar la expresión de “oro negro español” y que llegó a significar cerca del 28% de las exportaciones españolas. El gobierno español pretendió una aparente equidistancia internacional que no evitó embargos comerciales a España. Y es que pronto se entendió la importancia del negocio y comenzó el control del mercado y la venta del mineral al mejor postor que solían ser empresas exportadoras con intereses económicos aliados o nazis. Un enorme negocio en el que el eslabón más débil eran los mineros.
La historia de los mineros del wólfram en San Rafael no era otra que la de personas que querían esquivar las secuelas de una postguerra. Y aquí es donde cobra protagonismo la familia Criado, los últimos mineros segovianos; Alberto y su hijo, Goyo. Su conocimiento de mineralogía hizo que cerca de Cabeza Lijar, al refugiarse de una tormenta entre un berrueco, reconocieran una roca de wolframio y que pronto, pusieran en marcha la denuncia de una mina que abarcaba los límites de tres provincias, Madrid, Ávila y Segovia. Esta mina se llamaba san Gregorio, aunque popularmente se conocía como La Primera y probablemente fuese la más importante de la zona llegando a dar nombre al monte donde se ubica; Collado de la Mina, cerca del Alto del León. Allí, según me contaba la esposa de Goyo, Victoria Navas, llegaron a trabajar 160 hombres —algunos procedentes del Valle de los Caídos que, terminada su condena, pedían trabajo en la explotación— creando un asentamiento en la cima de la montaña en el que habitaban algunas familias y que tenía incluso un pequeño economato y luz eléctrica. Aquellos hombres bajaban a caballo hasta la tahona de Avelino, en San Rafael, para subir el pan semanal al tajo. Otras minas explotadas por la familia eran la de Otero de Herreros, la mina de El Estepar, la mina Lucía, la mina José Javier o la mina Justo y Pastor con cerca de trescientos metros de profundidad. Todo un mundo subterráneo amparado por el control gubernamental de lo extraído.
Pero todo acaba. La belicosidad de las potencias occidentales europeas cesó con la capitulación alemana de Reims y con ello —obviando las prevenciones prebélicas de la Guerra Fría— el precio del wolframio volvió a valores que hacían inviable económicamente la explotación minera. Y así, igual que llegó, se fue aquella fiebre del wolframio que supuso una guerra diplomática y comercial arrancada de las entrañas de nuestros montes segovianos.