La flecha y la amnistía

Si uno se toma la molestia de consultar la palabra amnistía en el diccionario de la RAE, podrá comprobar que dicha entrada remite al original del griego antiguo “amnestia” que significa olvido, porque, así como el indulto conmuta la pena aunque manteniendo el ilícito penal, la amnistía no solo conmuta la pena, sino que borra el delito con carácter retroactivo.

Y precisamente es en muy contadas ocasiones cuando la amnistía puede aplicarse, porque como nos ha recordado recientemente el profesor Aragón Reyes la única razón por la que se puede perdonar un delito, es por un código penal injusto reconociendo por tanto la ilegitimidad de la sentencia.

Y esto fue precisamente lo que ocurrió durante la Transición cuando la oposición solicitó, y el grupo parlamentario del Gobierno apoyó, la Ley de Amnistía de 15 de octubre de 1977 que dejó las cárceles vacías de presos que hubieran cometido delitos “de intencionalidad política”. Porque el nuevo régimen que amanecía en aquellos momentos consideró que el anterior, nacido de la contienda incivil, carecía de legitimidad democrática, por lo que los actos cometidos con intencionalidad política que hubieran sido considerados delitos, no podían serlo más.

Porque en 1977 la amnistía tenía una utilidad, la de por un lado deshacer una injusticia, por otro buscar la reconciliación y por último empezar un nuevo proceso político cuyo Gobierno no tuviera esa carga en su haber. Pero ¿qué utilidad tiene la amnistía hoy cuando el Gobierno no deja de decir a los cuatro vientos que con los indultos otorgados Cataluña es un bálsamo de normalidad? ¿acaso este Gobierno cree en la ilegitimidad de las sentencias dictadas por el Tribunal Supremo?

Por consiguiente, las leyes de amnistía tienen su legitimidad en los procesos de reconciliación, de transición democrática o, lo que se conoce desde hace unos años, de justicia transicional. Periodos de tiempo en los que el nuevo régimen democrático no está aun totalmente asentado y queriendo recuperar la reconciliación perdida así como la legitimidad de los promotores del nuevo régimen, acepta un proceso que vacía las prisiones y borra los delitos cometidos por considerar que ni lo han sido, ni las leyes del código penal que les encausó son legítimas en el nuevo escenario democrático al que se dirige el nuevo Estado.

Así pues, este Gobierno nos vuelve a sorprender haciendo lo contrario de lo que dice, no sólo porque siempre dijo que no habría amnistía –por inconstitucional, decía, como siguen diciendo reconocidos juristas- sino porque uno de los ejes políticos de la pasada legislatura fue el recuerdo a través de la mal llamada Ley de (des)Memoria, en la que se pretendía recordar el pasado estableciendo unas víctimas de primera y otras de segunda. Todo muy igualitario. La paradoja hoy es el pretendido olvido de unos hechos por todos conocidos porque sucedieron, no en 1936, ¡si no en 2017!, que fueron juzgados por el Tribunal Supremo el cual dictó una sentencia imponiendo la cárcel a la mayoría de los procesados por sedición, malversación y desobediencia. Asistimos atónitos a la “almoneda” de nuestras instituciones a cambio del voto positivo para la investidura de un aventurero que no conoce límites y que tras perder las elecciones -pero con visos de mantenerse en el Gobierno- se atrevió a decir “somos muchos más” identificándose en igualdad de condiciones con unos socios en cuyo ADN se encuentra la quiebra constitucional.

Desde que en 2003 se estableciera el Pacto del Tinell en base al cual, la izquierda pacta con los nacionalistas y excluye de las instituciones a la derecha se ha establecido un sistema político nacional-populista mediante el cual los gobiernos pueden hacer lo que quieran porque tienen la mayoría, y eso, no es el espíritu de la Constitución española. Ni mucho menos. Nuestra constitución, como nos han recordado recientemente reconocidos constitucionalistas (Aragón Reyes, Virgilio Zapatero, Tajadura Tejada) está hecha para que haya acuerdos entre las mayorías -no entre las minorías- y por tanto los grandes partidos incumplen su primera obligación constitucional, que no es nada menos que la de hablar y acordar, al menos en los asuntos de Estado.

Por consiguiente, vivimos atónitos ante tanta arbitrariedad -antesala de la tiranía- al ver como se penaliza la legalidad y se premia lo ilícito haciendo añicos la confianza en las instituciones, el espíritu constitucional, la separación de poderes y la igualdad entre los españoles, mientras un miembro del Gobierno se desplaza al extranjero para negociar una investidura con un delincuente fugado de la justicia. El perjuicio a nuestro sistema político constitucional que producen estos acontecimientos nos recuerda lo dicho recientemente por el catedrático de Sociología Emilio Lamo de Espinosa, sobre si se habrá lanzado ya la flecha del punto de no retorno que nos lleve a un nuevo naufragio constitucional. Uno más, si no fuera porque es el nuestro.


* Director de la Fundación Transición Española.