La estupidez

Acabo de releer un magnífico libro de Ricardo Moreno Castillo, “Breve tratado sobre la estupidez humana”, publicado en 2018 y que ya va por su sexta edición, del que he sacado unas perlas muy de actualidad que me gustaría compartir.

Entre otras cosas, dice que las ideas sirven para pensar pero las ideologías sirven para disimular la ausencia de ideas, para acorazarse contra ellas, y prestan a quienes no tienen ninguna el mismo servicio que las pelucas a los calvos. Y pone como ejemplo al decálogo elaborado por dos autoras españolas con diecinueve propuestas (¡un decálogo con 19 propuestas!). Pues bien, una de ellas es eliminar de las escuelas a los autores machistas, entre ellos a Pablo Neruda, conocido comunista que incluso hizo una loa a Stalin. ¿Qué dirían esas señoras, se pregunta el autor, si un tonto de derechas (los tontos no se distinguen), propusiera eliminar a Neruda de las escuelas por comunista y estalinista? Y es que, como muy bien subraya, los tontos se esconden tras una ideología y así, cómodamente, resuelven su carencia de ideas propias.

Y volviendo a las ideas, recuerda que recientemente aparecieron unos neo-progres que hablan del “régimen del 78” como una prolongación del franquismo para así poder asumir una imagen de luchadores contra una dictadura bajo la cual la mayoría de ellos nunca vivieron; y en lugar de mejorar paulatinamente la sociedad en que vivimos, les parece más estimulante calificar de “facha” o de “franquista” a quien discrepa de ellos sin pasar por el incómodo trance de pensar. Es más fácil, intelectualmente hablando, tener una pared contra la que embestir que una casa que restaurar.

Cuando habla del feminismo, manifiesta que las ideas pioneras proceden de personas inteligentes, pero luego aparecieron los tontos entrando en una capilla dando voces, o usando ese lenguaje de “todos y todas”, “hartos y hartas” y una serie de bobadas que, además de consumir energías, son una muestra de la estupidez humana e incluso de la indigencia intelectual, como es el caso de “portavozas”. A mí personalmente la lectura de este apartado me recordó a aquella ministra de “miembros y miembras”, o más recientemente a una vicepresidente diciendo “tantas y tontos”, que circuló por las redes siendo motivo de cuchufleta general. Es cierto, como dice el autor en el epílogo, que ahora las bobadas resplandecen más que nunca a causa de las redes sociales, pero yo creo que si siguen así acabaremos con el dentisto y la dentista y el periodisto y la periodista, porque como decía Albert Camus, la estupidez insiste siempre.

Es rotundo al afirmarlo: es cierto que hay tontos a medias, medio tontos, tontos a ratos, tontos para una cosa y no para otra, tontos de solemnidad, tontos a tiempo completo, el que no abre la boca si no es para soltar una necedad, el tonto que no hay por donde cogerlo.
En cuanto a la jefatura del Estado, subraya que una persona ilustrada que defiende a la república frente a la monarquía lo hace con razones y argumentos pensados y meditados. Un charlatán, en cambio, quema en público una foto del rey o le hace un desplante en un acto público, lo que demuestra que la brecha entre ilustrados y charlatanes es mucho más insalvable que la que puede haber entre partidarios de la monarquía o de la república. ¡Cuánta razón tiene!

Sobre el nacionalismo, recuerda que los nacionalistas catalanes profetizaban que empresas y bancos se pelearían por asentarse en Cataluña y que Europa los recibiría con los brazos abiertos; pero hoy todo el mundo sabe que sucedió todo lo contrario. Ante eso se pregunta el autor si son tan malas personas que prefieren devastar su comunidad antes de reconocer su error o si siguen pensando que tenían razón, en cuyo caso son más tontos de lo que parecían. Por tanto, a mí me parece bastante evidente que proponer el diálogo como solución ante los que se saltan la ley es de tontos.

Pero la guinda la pone cuando habla de la Constitución. Es evidente que poner de acuerdo a millones de personas es casi imposible por lo que se necesitan pactos complicados que siempre dejarán lugares concretos que se puedan mejorar. Ante esa ineludible imperfección, nos dice que los inteligentes señalan los lugares concretos por donde hay que coser y recomponer; los tontos hablan de ella como de un “papelucho” o demuestran su desprecio rompiéndola en público, ignorando que aquello que rompen es precisamente la garantía de que nadie pueda meterse con ellos aunque escupan la misma ley que los protege. Y continúa diciendo que hacer trizas un ejemplar de la constitución es algo que hasta el más zoquete sabe hacer, mientras que leerla con atención y reflexionar sobre cómo podría ser mejorada requiere una capacidad de razonamiento que ya no está al alcance de cualquiera, aunque el tal cualquiera sea un parlamentario.

Ya en la contraportada del libro nos ha avisado del objetivo de su libro: a la estupidez, que no conoce límites, solo cabe combatirla, por muy desigual que resulte la lucha y mucha sea la pereza que nos venza. Es preciso sacudírsela permanentemente para no tener que deplorar males mayores, porque es más dañina que la maldad.

No tengo el gusto de conocer al autor, pero tengo la impresión que debe de ser una persona con muy buen sentido del humor como muestra en el epílogo, donde da unas recetas para luchar contra la estupidez y manifiesta que probablemente no sirvan para nada porque si son propuestas tontas serán inútiles, y si son propuestas inteligentes serán más inútiles todavía: los tontos no las entenderán y los inteligentes no las necesitarán. El libro no tiene desperdicio.