La alegría perfecta

Mucho se ha escrito sobre la misión del cristiano en el mundo desde la publicación de la Constitución pastoral Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual del Concilio Vaticano II. Las dos palabras latinas —alegría y esperanza— muestran el espíritu de este documento reflejado en el tenor de su redacción. En el Evangelio de hoy, Jesús, al despedirse de sus discípulos, nos ofrece el fundamento de ese espíritu y también habla de alegría y presupone la esperanza que nunca debe faltar en la misión de la Iglesia.

Para entender bien el discurso de Jesús, hay que tener en cuenta que el término «mundo», que aparece diez veces en el Evangelio de hoy, tiene un doble sentido: uno amplio, equivalente al conjunto de los hombres en la tierra; y otro restringido, que denota el sistema hostil a Jesús y a los suyos. Tanto Jesús como los discípulos han sido enviados a los hombres para anunciarles el Evangelio de la vida eterna. Y, al mismo tiempo, Jesús desea que los suyos sean conscientes de que el mundo, en cuanto dominado por el mal, siempre les será hostil. Como sucedió con los israelitas, que al salir de Egipto se encontraron con un desierto hostil y amenazador, así los cristianos, peregrinos hacia la patria definitiva, se enfrentan cada día con fuerzas enemigas que personalizan el mal, que es el ámbito propio del Maligno, a quien Jesús ha derrotado con su entrega en la cruz. Quien olvide esto, se arriesga a dejarse arrastrar por el mal y fracasar en la misión encomendada por Cristo.

Esa dialéctica típica del cristiano —ser enviado al mundo de los hombres sin pertenecer al mundo hostil al Evangelio— hace de su vida una lucha permanente por mantener su identidad, que es la de Cristo. Con toda claridad dice Jesús que el mundo odia a sus discípulos, del mismo modo que le odió a Él. Y, al mismo tiempo, Jesús pide al Padre que no saque a sus discípulos del mundo, sino que los libre del Maligno para que puedan cumplir su misión. El cristiano, por tanto, no debe sorprenderse de que el mundo hostil al Evangelio rechace su identidad y misión. Si la aceptara, dejaría de pertenecer al mundo para pasar a ser propiedad de Cristo. Hay cristianos que, ante la dificultad de mantener esta tensión espiritual, se acomodan a los criterios de este mundo con la ingenuidad de pensar que así serán mejor acogidos, resultarán más «simpáticos». El Papa Francisco se ha referido en varias ocasiones a esta ingenua ilusión dándole el calificativo de «mundanización» de la Iglesia. Si pensamos que, renunciando a nuestras esencias evangélicas, tendremos más éxito, somos unos infelices que no conocemos la radicalidad del mal que le ha costado la vida a Cristo. El gran escritor G. Bernanos advertía a los cristianos acerca de la trampa que supone este buenismo. «¡Cristianos! —escribía— Digo que el estado actual del mundo es una vergüenza para los cristianos. Decís que el mundo os falla. Sois vosotros los que falláis al mundo». Cuando el cristiano pierde su identidad —la sal que se hace insípida— fallamos a nuestra vocación en el mundo y desnaturalizamos el Evangelio que lleva en su entraña la alegría de la salvación. Por eso existen tantos cristianos tristes, por claudicar (quizás inconscientemente) de su fe con la pretensión de ser mejor aceptados por el mundo. Jesús quiere compartir con los suyos la perfecta alegría, y ésta sólo existe cuando se proclama la verdad evangélica y la hacemos vida propia. La verdad no necesita defensores agresivos ni fanáticos. Se justifica por sí misma. La verdad requiere docilidad a ella misma, obediencia humilde y la fortaleza de quienes saben que viven en el mundo sin pertenecer a él porque no se puede servir a dos señores.


(*) Obispo de Segovia.