
No hace tanto ni tan poco que el gran viaje de familia de agosto, que dejaba las ciudades vacías, era el que se hacía a Cullera, a O Grove, a Denia o Benidorm, quizá a Gijón o alguna playa andaluza. También los había que marchaban al Pirineo. Y como no, los que marchaban al pueblo. Iban los chavales a ver a los primos y volvían normalmente más espabilados de lo que marcharon.
Aquel era el viaje de nuestras vidas, de aquellas vidas, de aquella niñez. Se lo juro, yo no dormía hasta que me llamaban y nos ponían en pie. Se daban cita en muy pocas horas todos los tópicos de aquella generación: no sé cuantos metidos en el Seiscientos, la jaula del pájaro nunca se supo cómo pudo entrar en esa reducida cabina; las maletas subían por el techo amarradas con cuerdas…
Y allí iban los Peláez (o cualquier apellido español en prosperidad) de madrugada para evitar las solaneras, a velocidades de vértigo de 80 kms por hora o incluso menos. Diez horas por delante; aprendías España pasando por los pueblos, sentías el cambio de acento en los paisanos cuando se paraba a repostar o a aliviarse. Los trigos muy amarillos iban cambiando a prados cada vez más verdes cuando empezaban las cuestas de los puertos. Dentro del coche nos echábamos adelante pensando que ayudábamos al esforzado Seat que amenazaba con sufrir un infarto o un esguince de carburador. Alguno de aquellos coches sucumbía en alguna curva echando humo.
Promesas imposibles a la persona imposible, amores intensos que duraban hasta que nos llamaban a casa a cenar
Aquellos veraneos de tardes eternas, con las mismas moscas que distraían a Don Antonio Machado, con baño en las pozas del rio, en las piscinas… Promesas imposibles a la persona imposible, amores intensos que duraban hasta que nos llamaban a casa a cenar, las cabezas llenas de lecturas de héroes reales o ficticios, alguna vida de santos…
Esto era así, y ahí quedó entre los recuerdos que uno recupera en las horas bajas, cuando la desesperanza avanza y se necesita un clavo al que agarrarse aunque arda. Pero llegaron otros tiempos y muchos de nosotros quisimos ir a los sitios que salían por la tele. Y si el nombre se escribía raro pues mejor todavía. Y así se pusieron los aeropuertos repartiendo españoles por todas partes. Españoles por el mundo. Y siempre la misma amenaza a la pobre familia o amigos que quedaban por aquí: “tenemos que vernos y os enseñamos las 3,000 fotos que hicimos en nuestro viaje a los países nórdicos”.
La pandemia nos ha tenido con el ancla echada, incluso algún inquieto/a encerrado en la piel de toro se ha dedicado a echarla un vistazo y anda fascinado contando maravillas del Acueducto de Segovia o la Catedral de Santiago, que ya era hora de ir.
Este movimiento del español por España, con su correspondiente gasto, ha sido buena cosa, por cierto. Un país como el nuestro que recibió casi 84 Millones de turistas en 2019 bajó en 2020 apenas a 19 millones y las previsiones del 2021 son casi peores. Siendo, como es, el turismo la primera industria del país es fácil imaginar el golpe que nos estamos dando. Gastar dinero en España, por tanto es necesario y hasta patriótico.
Y en estas estábamos cuando resulta que el mundo ya se nos queda pequeño. Superado el viaje a Peñíscola o a Mallorca, ya visitado el Caribe y algo de Oriente ahora toca visitar el espacio. Menudo negocio se abre por ahí. De momento el billete está caro pero irá bajando, como todo, con el tiempo. Y habrá lunas de miel, despedidas de soltero, viajes de fin de curso que llegarán hasta los confines de algún sitio. Lo veo venir.
Y siguiendo con este desvarío lo mismo también se venderán chalets con parcela en La Luna o en Marte. Eso sí, con habitaciones con vistas a otros planetas o la propia Tierra. Se paga una entrada y el resto en cómodas mensualidades. Y una vez allí a disfrutar de la ingravidez y del Mar de la Tranquilidad. Ventanas con vistas a los Anillos de Saturno… Y no está tan lejos: a 500,000 kms desde el centro de tu ciudad, salvo que te quieras ir más lejos. Sin problemas de aparcamiento, de momento.
Hace pocos días el que escribe esperaba turno en una ferretería y alguien pedía un enchufe. La tendera le preguntó si con toma de tierra. Yo pensé: que se asegure de donde lo va a usar que a lo mejor no le vale.