El sábado, aquellos que por la noche estaban en el patio de Andrés Laguna en el Festival de Narradores Orales percibieron la presencia de un ente que provocó movimientos espasmódicos y dolor de mandíbula pues el histórico lugar fue el escenario de historias inquietantes, es decir, ‘Historias inquietantes‘, el nuevo y desternillante espectáculo que el mediterráneo Félix Albo ha tejido en torno a la palabra ‘fantasma’. Con este vocablo ha dotado de unidad a una contada de cuatro historias en principio muy dispares entre sí que se relacionan a través del desvelamiento de detalles biográficos, revelaciones que con Albo solo pueden ser verosímiles, pues es imposible saber qué hay de verdad en ellas y maldita la falta que hace saberlo, porque la primera creación de Albo no son las historias, sino la voz que las cuenta.
Tal vez la solidez de esa voz narrante que Albo ha ido construyendo a lo largo del tiempo es la causa de que comenzara la actuación, sin presentación previa, con un cuento-monólogo sobre el proceso de invisibilización que se produce en el camino que va desde la pérdida de trabajo a vivir en la calle sin que nadie te vea. Esta historia tan impactante y reveladora es un ejemplo de la faceta social de Félix Albo, siempre presente y en este caso en primer plano. Después vinieron esas extensísimas anécdotas o descripciones cargadas de humor que desembocan en ternura o en susto, según corresponda al cuento elegido. Solo fueron cuatro relatos escritos por el propio narrador que se expandieron a lo largo de más de una hora y cuarto, pues Albo estaba cómodo y disfrutando de la contada (y quizás sea este el detalle que permita separar narración oral del teatro) lo que le permitió jugar a gusto con las palabras -tomando el sentido menos esperado de las polisémicas, por ejemplo- y con los tópicos topográficos (los de interior frente a los mediterráneos) que son dos de sus recursos para la risa: el extrañamiento y el reconocimiento. Pero, aunque este narrador se considere uno de los grandes narradores surrealistas o maestro de la carcajada, en el fondo es un narrador de la ternura, la empatía e incluso del terror. Al final sus cuentos quedan en eso: un buen final para quien se conforme con lo inmediato y un poso más oculto para quien quiera seguir rumiando lo que ha escuchado.
Félix Albo, en su creación del narrador, se parece un poco a lo que hace Egdar Allan Poe en sus escritos: propone un yo cercano que incluso duda de su propia historia para romper las resistencias del receptor y aumentar la verosimilitud, a lo que Albo añade el compartir referentes, la apelación a recuerdos compartidos y el describir situaciones habituales hasta que, ¡zas!, hace su aparición el elemento sobrenatural que irrumpe en lo cotidiano, dando lugar a un peculiar y personal realismo mágico.
A veces esto desemboca en sobresalto, pero con mayor frecuencia toma la forma de una dentellada emotiva al corazón. Y es que el narrar de Albo tiene algo de voz de conciencia, un tono bajo que parece que solo te habla a ti, un ritmo rápido pero que te lleva sin perderte, unas ocurrencias que desearías como propias, en conclusión: una voz que acompaña.
Ahí es donde consigue la cercanía, en ese dominio de la voz y en el estar pendiente de las circunstancias que rodean la contada (otra diferencia con un espectáculo teatral) como, por ejemplo, si el vencejo vuelve a su nido o si las campanas ya dan las once… todo sirve para enriquecer el momento.
Las contadas de Félix Albo tienen una arquitectura altamente compleja con planos que se van superponiendo y apareciendo en diferentes momentos, pudiéndose escuchar a los personajes, a la voz creada, al profesional de la narración que reflexiona sobre su propio oficio o a la persona que se parapeta detrás de todo este elaborado trabajo de creación. Un placer, en cualquier caso, para quien escucha.